domingo, 1 de mayo de 2011

EPÍLOGO

Sin duda alguna la salida del General San Martín. Su “retorno” como él lo llamaba. Resultó en un desastre para todos nosotros. Aunque creo que a él, no le quedaba otra alternativa mejor. Por supuesto que tuvo razón. Siempre la tuvo. El germen de la anarquía había calado hondo entre nosotros. Para contenerlo habrían sido necesarias medidas extraordinarias. Medidas que implicaban abusos. Resultando ineludible que él se condenara. Y junto con él, nosotros. Por más que los hubiéramos tratado de evitar. Los excesos, por nuestra parte, se hubieran producido tarde o temprano. Las recriminaciones no hubieran tardado en aparecer. Primero, entre los más delicados de conciencia. Una sucesión de hechos y consecuencias. Que, a la corta o la larga, nos hubieran enviado a las cloacas de la historia. Se hizo lo que se pudo. Y mucho más. Nuestro general sabía que Bolívar terminaría su obra. Por decirlo, de alguna manera. El tenía los colmillos y las garras para hacerlo. Pero, tal como se lo predijo. Él –también- terminaría solo y en la ruina.
Nosotros, lo que quedaba de su ejército glorioso. Como pudimos; y cuando nos dejaron. Nos seguimos batiendo. Como mejor alabanza. Puedo repetir lo que se decía: que habíamos quedado pocos, pero que éramos los mejores. Nos destacamos en cada una de las acciones en las que participamos. Desde los oficiales que habían perdido su mando en el motín. Y que habían sido redistribuidos en otros cuerpos. Hasta nosotros, suboficiales y soldados que combatimos en Junín y en Ayacucho. Muy corto fue el número de los que volvimos, viejos, gastados, cocidos de heridas y de recuerdos. A todos se nos hizo cuesta arriba esta última etapa. Es que estábamos hechos hilachas. Mal vestidos y peor montados. Por suerte, Tata Dios –en un momento- pareció apiadarse de nosotros. Y tuvimos un tiempo para recuperarnos. A la mayoría de los granaderos, y los que estábamos con ellos, nos llevaron en barco hasta el puerto de Huarás. De allí nos fuimos a un campo de pastoreo en Yungay, en la sierra. Donde no sólo rescatamos a nuestras cabalgaduras. A las que pudimos engordar, curarle sus heridas y herrar. También, nosotros mismos necesitábamos reponernos. Lamernos nuestras heridas. De paso cañazo; aprovechamos el tiempo para reparar nuestros equipos y hacer instrucción. De lanceo y de sableo. Me recordó a aquellos días en El Plumerillo. Cuando poníamos zapallos arriba de unos palenques. Y lanzados al galope, los cortábamos en rodajas con nuestros sables.
¿Qué quieren que les cuente de Junín? La batalla estuvo ganada casi desde un principio. Nosotros, bajo el mando de Bolívar habíamos juntado unos 8.000 infantes y unos 1.000 hombres de caballería. Ellos, por su parte, con Canterac, sólo unos 2.700 de los primeros, y unos 1.700 de los segundos. Básicamente, se trató de un gran choque de caballerías. Paradójicamente en un terreno, tan estrecho y tan quebrado que contraindicaba su uso. Tan breve fue su desarrollo. No pasó de la media hora. Que nuestro escuadrón llegó tarde para poder participar de lleno en el combate. Pero, para los que sí combatieron. Fue algo terrible. No se disparó un solo tiro. Ya que solo se usaron lanzas y sables. Terminado el combate. Me crucé con nuestro Coronel Necochea. Quien había estado a cargo de la caballería de Bolívar. Tenía el cuerpo perforado de lanzazos. Lo llevaban en una camilla, mientras deliraba. Días después. Cuando marchábamos en la retaguardia del ejército. Nos quedamos aislados cuando el grueso fue atacado por los realistas. Los que estaban a cargo de un tal general Valdez, uno que tenía fama de bravo. Durante varias jornadas marchamos perdidos  por la quebrada de Corpahuaico, hasta que por fin logramos reunirnos con el resto. Después de esas acciones. Estaba claro que los godos se jugaban sus últimas cartas. Todos esperábamos ansiosos por el que sería, seguramente, el último choque de la guerra. El que le asestaría el golpe definitivo al poder español en América. Queríamos sacarnos las ganas. De tanta marcha, de tanto frío. Pero quedaríamos decepcionados. El encuentro con ellos se produjo en el valle de Ayacucho. Al margen de algunas cargas que hicimos estaba claro que los godos ya no querían más lola.  Sus formaciones habían sido rellenadas con novatos reclutados a la fuerza. Les cuento vuestras mercedes que no es agradable combatir con un enemigo que apenas se defiende. La guerra se transforma en matanza. Con oponentes que se dispersaban y huían casi antes de que pudiéramos hacer contacto. Solo, el Batallón Fernando VII opuso algo de resistencia. Cuando se supo que el propio Virrey había sido herido y capturado. Los pocos que combatían bajaron los brazos. Tanto fue. Que después de la batalla se comentó que estaba todo arreglado de antemano. Que los españoles solo querían salvar su cara; pero no pelear realmente. Yo no lo creo. Especialmente, si uno cuenta los casi 1.800 muertos que tuvieron ellos; y los casi 400 que tuvimos nosotros. Fue, simplemente, que la balanza de la historia se había inclinado en nuestro favor.
Concluida la guerra. Ya no teníamos nada que hacer. Nuestros jefes pidieron la autorización correspondiente para volver a la Patria. Y nos fue otorgada para todos los que veníamos de las Provincias Unidas. Los chilenos, los colombianos y los peruanos que integraban nuestras filas; fueron redistribuidos en otros cuerpos. Los pocos que quedábamos iniciamos el retorno. No pasamos por Lima. Eso me facilitó mucho las cosas respecto de María. No tuve que sufrir la tentación de ir a verla. Aunque, después –al tiempo- me comentaron que había partido con su padre hacia su país. A consecuencia de la muerte de Monteagudo, se habían quedado sin protección. Mejor así. Pensé. Aunque mi corazón desgarrado derramara lágrimas de sangre.
Por nuestra parte. Tampoco, nosotros éramos bien recibidos.  Evitaban que pasáramos por las ciudades importantes. O si teníamos que hacerlo. Nos hacían cruzarlas de noche. Nos ocultaban de la gente en lugar de mostrarnos. Ni siquiera se nos había incluido en los parte de victoria de las últimas batallas. ¡Con la fiereza con la que habíamos peleado! Finalmente, terminamos en el pueblo de Quilca, en Arequipa, al sur del Perú. Allí embarcamos en un bergantín apolillado. La “Perla” que nos dejó en el puerto de Valparaíso en el invierno de 1825. Tuvimos tiempo para holgazanear en Santiago. Ya que los pasos de la cordillera estaban cerrados. Aproveché el tiempo libre para visitar mis viejos lugares: la casa del arzobispado, la avenida de Las Delicias, la que fuera la casa de María. Ese verano, divididos en escalones, iniciamos el cruce de los Andes. Yo me quedé en Uspallata. Mi idea era dedicarme a la fabricación de carretas. Por fin, nos habían pagado algunos pesos. No mucho; pero lo suficiente como para empezar: Comprando una, luego, podría ir adquiriendo otras y llegar a tener mi propia tropa. Como don Alderete. Por su parte, el resto de mis camaradas. Unos 80 granaderos sobrevivientes prosiguieron su camino hacia Buenos Aires. Solo seis, entre todos ellos, eran originarios de aquella orgullosa tropa que habíamos partido juntos del campamento de El Plumerillo. Hacía, ya más de diez años.
Como me repite doña Joffré cada vez que me ve. La vida continúa. Los árboles siguen dando sus frutos y las mujeres pariendo hijos. Hablando de hijos. De paso, como quien no quiere la cosa. Me cuenta que una linda moza que ella conoce. Una morocha de ojos verdes. Le ha preguntado por mí. Por mis andanzas, por mis ausencias. A veces, me sorprendo a mi mismo rumiando con otros ojos. Unos que quiero olvidar. Pero, como dicen por acá. Un clavo se saca con otro clavo. ¿Será cierto? Veremos. También,  pienso, entonces. Que tal vez me gustaría tener un hijo con ese color de ojos. Y ya que estamos. ¿Por qué no? Un nieto. Uno al que pudiera contarle cosas. Como cuando casi me matan en la Achupallas.  O cuando, tuve que cabalgar como loco para que no perdiéramos en Chacabuco.
Otros. Envidiosos. Los que se quedaron aquí. Me dicen que merecíamos mejor suerte. Que de qué valió tanto sacrifico. Les contesto con una sonrisa y con un: “Qué se le va a hacer”. Pero, sepan ustedes, vuestras mercedes que no me quejo. Para mí fueron los mejores años de mi vida. Cuando todo tuvo sentido. Hoy, vivo de esos recuerdos. ¡Viva la Patria! ¡Carajo!