CUYO: CUNA DE LA LIBERTAD
Espero que vuestras mercedes no hayan caído en la simpleza de creer que los mayores problemas que afrontaba por entonces mi coronel San Martín eran de índole militar. Tales como, dónde concentrarse para dar su batalla decisiva o cómo articular un sistema de apoyo logístico, o de qué manera transportar la artillería y otras menudencias castrenses. Ya hemos dicho que atravesar aquellos montes, como él los llamaba, era una de esas preocupaciones que lo dejan a uno varias noches en duermevela. Sin embargo, no eran estas cuestiones las que más lo preocupaban. Importantes como eran, San Martín confiaba en su pericia profesional para superar la amplia gama de sus problemas tácticos y estratégicos. También, en el adiestramiento de su futuro ejército; y en el conocimiento del terreno para sortear a la Cordillera de los Andes. Había otra dificultad mayor, pero esta era de una naturaleza muy distinta.
Como se decía aquí por aquellos tiempos: “No hay peor cuña que la del mismo palo”. Y este era el caso del origen del tercer problema. Las luchas intestinas y las rencillas en el seno mismo del denominado partido americano. La política como más modernamente se la denomina. Este era el principal problema a resolver por San Martín. Militarote y todo, él no era un palurdo en lo respecta a este tema. Ni le faltaba astucia. Pero una cosa era decir esto y otra muy distintas era tener que lidiar con hombres como los hermanos Carrera o Carlos María de Alvear, sólo para mencionar a los más prominentes y conocidos. Pues, así se llamaban los principales enemigos de mi jefe. Principales como eran, no estaban solos en la tarea de verlo hociquear. Sin entrar en detalle, se podría mencionar a toda una ristra de personajes menores: agentes secretos de varias majestades europeas, y a una multitud de pequeños personajes listos para anotarse con la facción ganadora.
Probablemente, se seguirán preguntando ustedes como un simple baqueano como yo viene a conocer estas cosas, más propias de otras esferas y de otras gentes. En principio, les repito que no todo lo entendí hasta bien entrados los años. Cuando con el paso del tiempo, fue escuchando otros relatos, sumando puntos de vista que no eran los míos. Por suerte, Tata Dios no me hizo zonzo. Puede agregarles a ellos, mi propia reflexión. Y anudar, así toda una gama de cabos sueltos que estaban en mis recuerdos. Por supuesto, también, me vi ayudado por la formación librepensadora en la que Fray Mendoza me iniciara. Y por el no despreciable hecho, de haber estado muchas veces cerca de los verdaderos protagonistas. Fueran estos generales o sus secretarios y ayudantes. Aunque más no fuera para tenerle su mula del diestro o para cebarle un amargo. involuntario de varios hechos que me ayudaron a comprender tan compleja situación.
Para empezar les debo contar que el asunto de los Carrera empezó mal y terminó aún mucho peor. Tan mal como nadie podría haberlo imaginado. Desde la llegada misma de esta emblemática familia trasandina a estas tierras comenzaron sus problemas y los nuestros. Grandes de Chile como eran o habían sido, los Carrera, se consideraban a sí mismos llamados a los más altos destinos americanos. Cuna, educación y fortuna los posicionaban magníficamente para este rol. Sin embargo acabarían mal. Juan José y Luís serían los primeros es ser fusilados, luego, los seguiría Juan Miguel solo unos años después. ¿Qué les pasó? ¿Fue sólo el hecho fortuito de enfrentarse con quien sería por un tiempo el hombre fuerte de esta parte de América? ¿No comprendieron la naturaleza del cambio que se había operado en la sociedad y a la que ellos mismos pretendían conducir? Probablemente, como en toda historia humana, hubo un poco de todo. Pero empecemos por el principio.
Ya en Uspallata, yo había sido testigo involuntario del berrinche de José Miguel cuando nuestro Coronel San Martín se negó a rendir pleitesía a las autoridades chilenas depuestas después de Rancagua; y mandó a su ayudante a saludarlos, evitando hacerlo en persona. Después, vendría el desgastante episodio de la aduana en Villavicencio. Con los Carrera negándose someterse a las leyes fronterizas cuyanas. ¿Acaso, las poblaciones de Mendoza, San Juan y San Luís no habían sido dependencias de la Capitanía General de Chile? Pero todo ello, vuestras mercedes, lo podrán encontrar hoy en un buen libro de historia. Lo que yo puedo contarles, probablemente no merezca estar incluido en textos tan eruditos, pero creo que con certeza que les demostrarán que a veces Dios –y en menor medida- los grandes hombres pueden escribir derecho con letras torcidas.
El propio San Martín, por varios episodios ocurridos, se las veía venir. Sabía que los Carrera no estaban solos y que era sólo cuestión de tiempo que lo enfrentaran frontalmente. La gran pregunta era cuándo y cuántos de los suyos estaban, en realidad, con los caudillos trasandinos. El episodio, del correo interceptado por mí. Al igual que otros pequeños sucesos. Que eran como pequeñas piezas de un rompecabezas mucho más grande. Uno muy colorido por cierto; ya que eran tiempos de revolución y de conspiración. Ya se los dije y se los repito: pocos tenían lealtades únicas. Y como si esto no fuera suficiente; hasta las grandes potencias como la Gran Bretaña de Jorge III, la Francia post napoleónica y nuestra Madre Patria, España, tenían agentes locales en las poblaciones importantes de las Provincias Unidas. Además, no podemos olvidarnos, de los espías itinerantes o que servían a la cercana corte portuguesa refugiada en Brasil y hasta a los de la naciente federación de los Estados Unidos de América. Tal sería el caso del representante de esta última, quien más directamente me afectaría en lo personal. Por ser el padre, de quien sería mi primer amor, el amor de mi vida: María Poinsett.
***
Aunque a mis comprovincianos, los mendocinos, les cueste reconocerlo. La civilización llegó a esta región desde Santiago de Chile. Por siglos, fueron las autoridades residentes en esa ciudad trasandina los que mandaron por aquí. Designando tenientes gobernadores y demás cargos públicos. Además, de reclutar y deportar la mano de obra nativa. Mayormente, de origen huarpe para sus explotaciones mineras de cobre. La mejor prueba de esta supremacía era la forma en la que hablábamos. La denominada tonada mendocina. De hecho muy parecida a la chilena. Fuente de bromas por parte de los porteños. Donde, la “y” se suavizaba en un “io” y la doble “r” se tornaba impronunciable. Pero, eventualmente, con el transcurso del tiempo se pudo establecer un sistema de posta que unía la vecina San Luis con el puerto de Buenos Aires. Pese a la extrema longitud de la nueva ruta. Pronto quedaron claras sus ventajas respecto del siempre azaroso cruce de la imponente cordillera de los Andes. Que para colmo de males solo abría sus pasos durante los meses de verano. Por este y otros motivos, cuando se creó el Virreinato del Río de la Plata en 1776, se le agregó el Corregimiento de Cuyo. Que se convertiría, luego, por decreto de la Asamblea de 1813, en la Intendencia de Cuyo con capital en Mendoza. A su vez, de ella dependían las ciudades de San Juan y San Luis. Cuyos gobernadores intendentes eran designados por el Triunvirato, quedando sujetos a la aprobación del Cabildo de Mendoza. Esta ciudad, al igual que otras del virreinato, ante la invasión napoleónica a España, optó por sumarse a la causa de la independencia. Por aquellos días, Vicente Dupuy era quien gobernaba en San Luis. Mientras que José Ignacio de la Rosa, era quien lo hacía en San Juan. Ambos colaboraron de cuerpo y alma con el proyecto de nuestro comandante general. San Martín necesitaba una base de operaciones para realizarlo. Un lugar para preparar su fuerza. Un lugar que contara, entre otras cosas, con los recursos humanos y materiales que le permitieran crear ese ejército, prácticamente de la nada. Dado el dibujo de su maniobra. La que incluía un franqueo de los Andes. Los lugares se restringían a las provincias cordilleranas. Entre ellas, Mendoza, presentaba varias ventajas. La primera, era que enfrentaba los pasos más directos que conducían a la capital en poder del enemigo. Las otras razones, son difíciles de enumerar. Y son el orgullo de los mendocinos. Aunque más allá de la preeminencia administrativa de éstos. En honor a la verdad, hay que decir que, tanto San Luis como San Juan, contribuyeron grandemente a los preparativos de nuestro ejército. Ya sea reuniendo fondos, embargando bienes a los pocos españoles que aún vivían en estos territorios. Además, de proveer toda una variada gama de insumos. Todo esto sin contar el inmenso aporte humano, materializado en gente de toda laya. Aunque más no fueran los esclavos libertos con los que se conformó su infantería. O los jinetes de los llanos puntanos con los que se organizó la caballería. También, resultaron invaluables las industrias disponibles en estos lugares. Desde el tejido y el teñido de telas que se hacía en San Luis, los insumos mineros que venían de San Juan. La construcción de carretas en Mendoza. Y el conocimiento experto, que teníamos los baqueanos mendocinos, de ese terrible obstáculo que era la cordillera de los Andes.
***
San Martín se preparaba para partir de Uspallata hacia Mendoza con su reducida comitiva; ya que sus deberes así los reclamaban. Los emigrados lo harían después en función de sus necesidades y capacidades. En el valle permanecerían unos días Bernardo O’Higgins que tenía la misión, junto con Gregorio de Las Heras, de recuperar lo que se había salvado de Rancagua. Para organizar con estos restos una fuerza militar coherente. De estos esfuerzos nacería el famoso y glorioso Batallón de Infantería Nro. 11. Que llegarían a ser conocidos como los “leones de Las Heras”.
No, ¿Por qué yo?_ Me sorprendí diciendo casi en un tono exaltado, incompatible con mi condición. La mirada de don Juan Estay me hizo comprender en forma inmediata mi incorrección. De todos modos, pensé, mientras bajaba la vista que sería una excelente oportunidad para ver más de cerca de los recién llegados, especialmente a María. La orden había sido clara, yo junto con Eduardo, el menor de los Joffré, otros peones y arrieros debíamos acompañar a la comitiva integrada por los Carrera y Joel Poinsett hasta Mendoza, a la sazón sede administrativa de la Capitanía General de Cuyo. Mientras tanto, sería Estay, en su carácter de baqueano principal del Ejército de los Andes, quien emprendería una serie de reconocimientos sobre los macizos cordilleranos. Era obvio que nos asignaban la misión más sencilla, por otro lado, la más acorde a mi juventud y falta de experiencia. Así que preparé mis cosas. Puse en mis maletas un par de herraduras forjadas, dos raciones de charque, y una muda de ropa. También, un morral con una bolsa forrajera con dos días de grano para mi montado. Sobre el borrén delantero até mi poncho tejido. Y sobre el trasero, una manta extra. Por si las moscas, nunca se sabe en estas tierras. Cuanto frío o calor va a hacer. Con todo cargado y atado. Ligué mi lazo del lado derecho de la montura. Y puse a mis “tres marías” a la derecha. Sin correas que colgaran. Los sobrantes los até haciendo colitas de chancho. Bien prolijo. Como me había sido enseñado salí con mi mula del diestro en dirección a la entrada de las casas.
Fue en esas circunstancias que hizo su aparición José Miguel Carrera la galería delantera. Donde don Joffré, junto a sus hijos, se estaba cebando unos amargos. Vestido con su uniforme de viaje, concesión hecha a la comodidad, lucía casi tan imponente como la noche de la famosa cena. Lo acompañaban sus dos ayudantes de campo que esperaron cerca de la puerta de entrada, donde terminaban de armarse y de equiparse su guardia personal. Imperioso y mirando la esfera de su reloj de bolsillo, interrogó a los presentes:
_ ¿A qué hora estaba prevista nuestra partida?
Pregunta retórica ya que todos sabían que se había convenido salir con las primeras luces para evitar los calores del mediodía. Conciliador, don Enrique Joffré argumentó que los huéspedes estadounidenses, que se alojaban en una estancia vecina, aún no habían llegado para unirse a la columna.
_ Haberlo sabido. Disfrutaba un poco más de la cama. _ Retrucó agrio José Miguel.
Con la mirada y con unas breves señas de sus manos, don José le indicó a su hijo menor, Eduardo, y a mí que ya era tiempo de montar y dar aires de partida. Así lo hicimos en nuestros criollos. Para tranquilidad de todos, también en ese momento, el ruido de ruedas rodando sobre las piedras de la entrada, nos anotició a todos que la berlina de los Poinsett, ocupaba su lugar en el convoy formado afuera. El ceño de José Miguel se despejó, al menos momentáneamente, cuando el enviado norteamericano le ofreció sitio en el coche. Ofrecimiento que aceptó de buen grado; ya que la comodidad le otorgaba la posibilidad de escribir y ordenar sus papeles antes de llegar a destino.
El camino a Mendoza, pasaba por la Aduana de Villavicencio, que todo ciudadano ajeno a la Provincias Unidas debía sortear. El mismo discurría por la que se conocía como la Pampa de Canota. Siendo el más directo a la capital cuyana, no era el más practicado por su soledad y escasez de agua. Desde Uspallata se lo cubría en dos a tres jornadas de marcha con paradas programadas en Agua del Toro y Agua de la Chilca. Ya sus nombres era una indicación clara que eran los únicos donde se podía encontrar el líquido elemento. Nuestra comitiva marchó rápido, ya que esas eran las instrucciones de José Miguel Carrera. Por lo que en dos días estuvimos en el Puesto El Jagüel, que era la antesala de Villavicencio y donde los viajeros tomaban su último descanso antes de encarar los trámites aduaneros y el tramo final hasta la capital cuyana.
La marcha había sido normal. Con las figuras principales viajando en la berlina de los Poinsett y el resto de la comitiva montada a caballo o en mula. Además de un carro cuyano tirado por bueyes que no seguía retrasado con las pertenencias de los Carrera, ya que el paso de sus bueyes no estaban en capacidad de seguir la marcha de las mulas trotadoras del carruaje ni el de nuestros criollos. Las sendas paradas que hicimos fueron ocasión para el descanso general, y para satisfacer mi interés en María. Aunque debo reconocer que las cosas no iban bien por ese lado. Debieron mediar circunstancias extraordinarias para que esa jovencita se fijara en un pobre arriero como yo. O al menos fue lo que ella, en su infinita astucia y sabiduría femenina, quiso que yo creyera.
Los mencionados acontecimientos llegaron como habitualmente lo hacen, sin avisar. Nos disponíamos ese día al franqueo de la aduana. Actividad, que además, aunque yo no lo sabía, había sido expresamente ordenada que se cumplimentara -a raja tabla- por el Gobernador Intendente de la Provincia, el Coronel San Martín. Que como supongo, hoy, sus razones tendrían para hacerlo de ese modo. Así debió ser porque el funcionario de la intendencia cuyana nos esperaba listo y en su puesto desde temprano. Se ve que había recibido las instrucciones del caso.
Poco grata fue la cara que puso don José Miguel Carrera cuando el funcionario en cuestión lo anotició de que debía cumplir con los trámites migratorios y aduaneros normales como cualquier hijo de vecino. De nada valieron, primero sus pedidos, luego sus destempladas amenazas. No hubo caso. Había una ley y había que cumplirla. Resignado, y solo ante el pedido de los suyos, el caudillo trasandino, finalmente, decidió acatar los dictados de la autoridad mendocina. Quien tampoco parecía contento con los trámites era Joel Poinsett. Especialmente cuando se le notificó que su equipaje debía ser revisado. De nada valió que pretendiera esgrimir su estado diplomático dependiente directamente de un gobierno extranjero. Ya que, como le retrucó el funcionario provincial, no tenía instrucciones al respecto. De nada sirvieron las cartas credenciales con los sellos que el norteamericano esgrimió ante esas autoridades. Visiblemente nervioso le ordenó a su hija que procediera a supervisar la descarga del equipaje.
Fue, entonces, cuando María mientras se dirigía a la parte posterior de la berlina me tomó del brazo y me condujo junto a ella en esa dirección. Más allá de ese exceso de familiaridad, el que obviamente me sobresaltó. Comprendí de inmediato que ella requería algo más de mí. Esto se hizo patente, cuando vi sus ojos azules clavarse en los míos. Pero esta vez a la imperiosidad de su mirada se sumaba un rubor de las mejillas y una respiración agitada que colocaban su actitud más cerca del ruego que de una demanda. Aun sin comprender aquel cuadro, María vio la necesidad de ser más explícita. De una de sus maletas de viaje extrajo un cartapacio de cuero y me lo entregó. Caído del catre como yo era, seguía sin comprender. María rendida ante mi estupidez, me dijo por lo bajo y al oído: “Nada de esto puede caer en las manos de nadie. Me lo entregarás en Mendoza donde yo te diga”. Ni una palabra más, sus deseos eran órdenes para mí. Tome el cartapacio y lo puse bajo mi sobrepuesto, mientras simulaba arreglar el cuartillo de mi montura.
El resto fue mera rutina burocrática. Las gentes del país pasamos por la aduana casi sin trámite alguno. Al rayar el mediodía mendocino entrábamos a la plaza mayor por su lado sur. Allí nos detuvimos y la comitiva comenzó a dispersarse; ya que cada grupo tomaría rumbos distintos. Los Carrera, eran esperados por familiares, que los llevarían –seguramente- a sus señoriales residencias. Por su parte, los Poinsett, tenían una carta de recomendación para la que pasaba por ser la mejor posada de la ciudad. Nosotros, Eduardo Joffré y los otros arrieros no teníamos más alternativa que alojarnos en los cuarteles de El Plumerillo. Por supuesto, todos estuvimos de acuerdo de hacerle una visita a la Turca. Antes de la despedida final busqué sin éxito los ojos de María; esperando una señal sobre cómo proceder con el paquete que tan misteriosamente me entregara. Nada. Obviamente que todo aquello lo tenía ella mucho mejor calculado que yo.
***
Pasamos la noche, como les dije, en los espartanos cuarteles de El Plumerillo. Sobre lo que paso en las dependencias de la Turca se lo ahorro a vuestras mercedes; ya que se lo podrán imaginar; a la par que no hace a cuento de lo que les tengo que contar. Sí para satisfacer vuestra curiosidad malsana les adelanto que la Turca. Era una bella cuarentona que administraba una fonda con “dependencias”, cerca de la feria municipal. En ellas, las denominadas pupilas de la Turca ejercían el más viejo de los comercios. Mientras que ella, pasaba por ser, más o menos, la querida oficial de nuestro protector, don Juan Estay. Temprano, a la mañana siguiente, cuando saboreábamos unos amargos en la guardia se presentó un mozo montado, quien luego de identificarme me entregó un sobre pequeño. En su remitente, con fina caligrafía, se leían las iniciales I.P. Adentro un pequeño papel con lo siguiente:
Mi muy querido señor Cruz,
Servirá presentarse usted solo, a las doce de la noche detrás del campanario de la Iglesia mayor.
Afectuosamente suya,
María Poinsett.
P.d.: Favor de traer los papeles que le entregara en custodia.
“Mi muy querido...”, “Afectuosamente suya”, retumbaron mas de mil veces en mis sienes. Cuan visible habrá sido mi turbación, que mis acompañantes no hicieron más que notarlo, dándole pie a insidiosos interrogatorios. Por suerte, rompiendo mi costumbre –esta vez- fui rápido en la respuesta, o más precisamente en la excusa. Les dije que una de las pupilas de la Turca me citaba para esa noche. Las risas de aprobación me dieron tranquilidad. Tenía la coartada perfecta para ausentarme y cumplir con María.
Temprano en la tardecita ensillé mi montado con mis mejores galas y salí para la aldea. Difícil me resultó convencer a Eduardo Joffré de que era imperativo que esta vez fuera solo. Cosa de hombres, le dije. No era cuestión que la moza dudara de mi hombría al verme acompañado. Al final me dejó partir con resignación. La corta distancia que separaban al Plumerillo de la ciudad se me hizo eterna. Finalmente, entrada la noche, llegué a las puertas del convento de San Francisco, frente a la plaza mayor. Allí esperaría el paso del sereno para dirigirme al muro oeste donde se encontraba la torre de referencia para el encuentro.
_Las doce han dado y sereno. _ Se escuchó el grito. Una patrulla de cívicos blancos lo escoltaba de cerca. Los dejé pasar, espere un minuto, y a paso firme me lancé hacia los fondos del convento. Allí estaba ella esperándome. O al menos su carruaje. Me acerque hasta que vi su cara recortarse en la ventanilla de la berlina. Me detuve, no por esta angelical visión. Sino por el inconfundible ruido de una pistola martillarse. Obviamente, no estábamos solos. Dos sombras se recortaban contra los muros del convento. Una seña de la niña-mujer me hizo saber que estaban a su servicio.
_ No creí que te animaras. _ Dijo desafiante. Le retruqué que tamaña belleza así lo merecía. Aceptó el cumplido con una media sonrisa, pero de inmediato su voz retomó el tono serio del asunto que nos reunía.
_Lo has traído.
_Por supuesto, faltaba más.
_ No les habrás contado algo a los tontos de tus amigos. Ni habrás osado abrir la carpeta. Sendos movimientos de mi cabeza confirmaron que había seguido sus instrucciones al pie de la letra.
Tanta desconfianza hacia mi persona. Me dio bronca. A la que transformé en valor. De un salto me aferré del borde de la ventanilla de la berlina. A la vez que ponía mis pies en el escalón de su puerta lateral. Con este rápido movimiento, estreché dramáticamente la distancia con mi interlocutora. Quien no se inmutó. Acto seguido extraje la carpeta de entre mis ropas y se lo pasé con mi mano extendida. Ella la recibió. Verificó que los sellos de lacre estuvieran intactos sobre las cintas de seda. Luego, la dejo sobre el asiento del carruaje.
_ ¿Está todo bien? La interrogué seguro de la respuesta.
_ Si. _Dijo ella. Agregando que todo aquello merecía un premio. Acto seguido y sin medir advertencia, acercó su rostro al mío, rozando con sus labios mi mejilla derecha.
Hecho esto, con unas señales comunicó a sus secuaces que estaba todo terminado y con dos golpes al cochero que debía ponerse en movimiento.
Atontado, apenas puede apartarme para que las ruedas del carruaje no pasaran por sobre mis alpargatas.
***
Dicen que el tiempo la aclara todo. En mi caso fue casi todo. Hoy contemplo con benignidad mi ingenuidad en juzgar las cosas serias de la vida. Las tramas de los espías y las traiciones me fueron quedando claras con el transcurso de los años. No fue este el caso de mi amor-pasión por María. No en vano nos advierten los poetas que terminamos siendo en nuestras vidas adultas lo que hace con nosotros nuestro primer amor. Como ya les anticipara, con el tiempo, me enteré que su padre, Joel Roberts Poinsett, era un agente enviado por James Madison, el presidente de los EEUU. Su misión era la de averiguar e influir en los movimientos revolucionarios sudamericanos. Se presentaba así mismo como un hombre de ciencias, pues era médico y botánico. Una pantalla perfecta que le permitía encubrir perfectamente su verdadera pasión: el espionaje. En estas tareas era secundado y asistido por su joven hija, María. Las directivas de su gobierno lo enfrentaban; directamente con los intereses españoles y británicos en esta parte del mundo. Por otro lado, la naciente nación norteamericana comenzaba a mostrar sus deseos de un destino imperial. Aunque su primer presidente y padre fundador George Washington había avocado por un aislamiento de su país respecto de la compleja problemática europea. Su quinto administrador electo entendió que los asuntos de esa gran nación debían marchar por otros rumbos más peraltados. Eventualmente, estas ideas cobraron forma en lo que se conoció como la Doctrina Monroe. Los EE.UU. Por intermedio de ella, considerarían toda intervención europea, no solo en sus asuntos, sino en los de los demás estados americanos como una intromisión inaceptable. Coincidente con ello, nuestro agente tenía instrucciones públicas que eran coherentes con estas ideas y otras secretas que lo orientaban a buscar aliados locales para su implementación práctica.