PERSECUCIONES POR LAS SIERRA
Lo que nosotros, los mendocinos, llamamos cordillera de los Andes. Es para los peruanos su “sierra”. Al igual que la nuestra no es un cordón montañoso único. Es un grupo de tres cadenas que corren alienadas de norte a sur. En el sector norte, las tres confluyen en el nudo de Pasco; mientras que en el centro lo hacen en el de Vilcanota. El del norte es el más bajo de todos y, por lo tanto es, por lógica consecuencia, el más húmedo. Por su parte, el central es el más elevado y empinado. Con el nevado del Huascarán, de más de 7.000 varas de altura, como su pico más alto. Por su parte, el de sur, no es muy alto, pero es el más ancho. Ya que entre dos de sus cordilleras, se encuentra el altiplano del Collao. El clima en estas tierras está, como es lógico, en función directa con la altura. Pues, a mayor altitud más frio. En toda su extensión los cordones montañosos son atravesados por numerosos ríos, riachos y arroyos que conducen las aguas provenientes de los deshielos de las altas cumbres hacia el llano. En función de su orientación; hacia el poniente o hacia el naciente. Algunos de ellos desaguan en el Pacífico. Mientras, que hay otros que lo hacen hacia la gran cuenca del río Amazonas. La vegetación es similar a la de nuestra cordillera. Una de matorrales espinosos. Excepto por el hecho, de que si uno se baja hacia el oriente se topará con el verdor de la selva. Mientras que si lo hace en dirección contraria, lo hará con los tonos amarillos y marrones del desierto costero. Otra diferencia con nuestros montes. Es que estos, los peruanos, están mucho más poblados que los nuestros. Por ejemplo, si uno se para en cualquiera de nuestras alturas no divisará más que montañas, valles y quebradas. Pero, si lo hace en la sierra. Verá este mismo paisaje, aunque matizado por muestras de presencia humana. Por lo general, con pequeñas poblaciones rurales de origen indio. Pero, también por grandes aldeas o ciudades como las de Pasco, Huancayo, Jauja, Huancavelica, Nazca e Ica.
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Llegamos a la ciudad costera de Pisco. Típico poblado a la usanza española. Con su plaza mayor, su iglesia y su cabildo. Pero, a medida que nos alejábamos del centro urbano; los habitantes, vestidos a la europea, iban disminuyendo, hasta desaparecer. Para dar lugar a los quechuas. Los descendientes de los Incas. Indios, que en Uspallata se decía, habían gobernado un imperio tan grande que llegaba hasta nuestras queridas tierras mendocinas. Donde se sabía que habían administrado un tambo. Y que con su leche se elaboraban quesos que el propio Inca disfrutaba. Para ello circulaban por el denominado “camino del Inca”. Un complejo sistema de postas originado en Cuzco. Sus descendientes eran hombres, de baja estatura, pero fornidos, de piel cobriza. Vestían pantalones a media pierna que dejaban ver sus ojotas hechas con tiras de cuero. Una camisa blanca sin botones completaba el atuendo. Los mejor vestidos llevaban un sombrero de paja encerado, color blanco, rematado por una cinta de seda negra. Los más, un colorido gorro tejido que les cubría las orejas. Las mujeres, vestían faldas y blusas multicolores. Llevaban su cabello renegrido prolijamente sujeto en una o en dos trenzas. Al igual que sus contrapartes, llevaban un sombrero similar, pero más pequeño. Las criaturas marchaban en las espaldas de sus madres, envueltas en una colorida manta a la que llamaba aguayo. Cuando nos reconocían, como soldados de la expedición libertadora, nos sonreían; pero pocos se animaban a mantener una conversación con nosotros. Contentos con haber descubierto un nuevo mundo volvimos a nuestros alojamientos.
La informaciones que íbamos reuniendo nos indicaban que nuestro próximo adversario. Sería el Coronel Manuel Quimper, un limeño que tenía a su cargo la defensa de la costa sur. La estimación de su fuerza fluctuaba, según los informantes, entre unos 400 a unos 600 milicianos. Al parecer, estaban un tanto desmoralizados, todos ellos. Algo que estaría por verse. De todos modos, y en esto todos coincidían, se habían retirado hacia el sur, en dirección a la ciudad de Ica. Presumiblemente, a la espera de la llegada de refuerzos. A los pocos días llegaron los nuestros. Era el Regimiento de Cazadores a Caballo, a cargo del Mayor Mariano Necochea. Sin perder tiempo, Arenales ordenó conformar dos fuerzas independientes, compuestas por una combinación de escuadrones de caballería e infantería montada. No había posibilidad de darle alcance a alguien, en un terreno quebrado como ese, desplazándose sobre los pies. A cargo de cada una de ellas estarían oficiales de su estado mayor. Su finalidad era la de de perseguir al enemigo que se replegaba desde dos direcciones convergentes. Ahí nomás, al otro día, la fuerza comandada por el Coronel Rufino Guido se topó con ellos en la localidad de Palpa. Después de una breve escaramuza, la masa de los hombres de Quimper, desertaron y se pasaron a nuestras filas. Pocos días después, la otra fuerza, comandada por el Teniente Coronel Patricio Rojas Argerich atacó en la villa de Nazca a lo que quedaba de la fuerza realista. La derrotó, le tomó 80 prisioneros y le capturó unos 200 fusiles. Finalmente, otro destacamento, desprendido de la fuerza de Guido, y a cargo del Teniente Vicente Suárez, capturó al propio Quimper. Poniendo así fin, exitosamente, a la primera fase de nuestra campaña. Detrás de nuestras columnas volantes avanzaba Arenales. Él se va deteniendo en cada una de las poblaciones, villas y caseríos que sobrepasamos. Su tarea: hacerles explicarles y hacerles jurar fidelidad a la Independencia del Perú a sus habitantes. Dando forma, de esta manera, a cual era la finalidad última de nuestra campaña. Que no era solamente militar, si no, especialmente, política. Ya que era vital ganar la adhesión popular para nuestra la causa. Especialmente, en el interior donde la causa realista tenía una legión de adeptos, aun entre las masas indígenas. Sentimientos que, lamentablemente, se habían visto reforzados por las expediciones patriotas anteriores. Que habían hecho del saqueo y la profanación una bandera.
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Por fin luego de casi dos semanas de lo que nuestros jefes llamaban “persecución”, pudimos parar para reponernos un poco. Nuestros animales, nuestros atalajes y nuestros cuerpos lo necesitaban. Había que dar de comer y herrar al ganado; coser y reparar los cueros; remendar nuestros uniformes; y de ser posible dormir algunas noches de un tirón. El lugar elegido fue la villa de Nazca. Un pueblo ubicado en el piedemonte de la sierra de Huancavelica. No siendo los Andes mendocinos, tampoco eran las serranías cordobesas. Merecían respeto. Ciudad con fama de rancia y misteriosa. Nazca era una de las villas importantes y más antiguas de esta parte del país. Prueba de ello era que contaba con un colegio jesuita. El Colegio San Javier. Famoso por sus vides, con su bodega anexa; y por sus tallas en madera. Los padres habían sido expulsados años atrás. Por lo que la propiedad estaba en manos de un encomendero. Se notaba el deterioro; pero seguía siendo, por lejos, el mejor edificio de la localidad. Allí nos instalamos.
Después de una cena digna de ese nombre. Un aceptable gazpacho con mucho ajo, cebollas y pimientos. Endiabladamente sazonado por un picante al que los locales llaman locoto. Salimos con Eduardo Joffré a dar una recorrida por el pueblo. Primero, visitamos las dos iglesias que rodeaban la plaza de armas. A continuación, nos fuimos internando por las calles que se hacían cada vez más estrechas. Las casas principales daban lugar a las más pequeñas, y típicas. Estas eran cuadradas, construidas en piedra, con sus techos recubiertos de paja. Casi todas tenían anexa una pequeña huerta. Al pasar cerca de ellas olíamos a fritanga. También, veíamos salir al exterior la tenue luz que proyectan las velas encendidas en su interior. Lo hace por unas ventanas muy pequeñas. Cuyo conjunto, visto a la distancia. Va formando un espiral luminoso que asciende por la pendiente. Más arriba, en las serranías, llegamos a distinguir un sistema de terrazas cultivadas. Nos dicen que se llamaban andenes. Que son propiedad del ayllu o comunidad. Y que allí se siembra una planta sagrada, a la que llaman coca. Otra cosa que nos llamó la atención. Era la forma en la que preservan las papas y los camotes. Los dejan congelarse en los techos de sus viviendas. Nos explican que con ellas preparan un plato típico, al que llaman chuño. Igualmente, preguntamos por las llamas. Una especie de ganado, parecido a nuestros guanacos. Pero que los hacendosos lugareños han domesticado; y a que usan para transportar pequeñas cargas. Amén, de su leche, su carne y su lana.
Al día siguiente hicimos diana temprano. Luego de un breve desayuno. Unos pocos mates amargos con galleta, fuimos a los corrales. La tarea del día era reponer las herraduras perdidas de nuestro ganado. Al efecto, cada uno de nosotros llevaba dos pares de herraduras ya forjadas en sus maletas. La tarea era sencilla y rápida, pero se complicaba con aquellos animales chúcaros. Que por suerte eran los menos. Se los sujetaba por la tabla con uno o dos lazos. Se los maneaba para mayor seguridad. Y uno a uno se les revisaban sus cascos. Se removían los restos de las viejas herraduras. Se alisaba el vaso con una escofina. Y se clavaban las herraduras nuevas. De paso, se aprovechaba el alto para curar sus heridas. Especialmente, las que pudiera tener en su cruz. Pues, éstas lo inutilizaban por completo. Ya que no se los podía ensillar o embastar por un largo periodo. Hasta que la herida cicatrizara por completo. Se los trataba con tintura de yodo, con la esperanza que las lastimaduras secaran lo más rápido posible. De esta tarea, pasamos a reparación de los atalajes. Cada uno sacó su lezna y su ovillo de hilo encerado. Cocimos y reparamos, estribos, cinchas, cinchones y peguales. Finalmente, le dedicamos especial atención a nuestro armamento. Tanto al de fuego, como a la amplia colección de sables, cuchillos y facas que cada uno disponía. Atamos culatas rajadas. Reparamos llaves de disparo. Finalmente, completamos nuestras cargas de pólvora, fulminantes y balas.
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Llegaron las órdenes. Salíamos mañana temprano hacia la ciudad de Huamanga. Para ello, debíamos cruzar el cordón que teníamos al este. Era la Cordillera Occidental y la sortearíamos por el paso de Castrovirreyna. Durante la primer jornada marchamos hacia el norte hasta la villa de Palpa. Por un terreno más o menos llano. La segunda, comenzamos a trepar y nos adentramos en la sierra. Llegamos a un caserío llamado Jibillos. Al día siguiente, marchamos con dirección noreste. Fue una larga jornada, atemperada por el hecho que marchábamos a caballo de un hermoso arroyo. En una tercera, también mantuvimos el mismo rumbo sin mayores novedades. Al final de esa jornada, llegamos a Huamanga. Una hermosa y bella ciudad, situada en la vertiente oriental de la cordillera. Su nombre quechua derivaba de vilcashuamán. Que significa halcón sagrado y cuya forma alada había inspirado el trazado de sus calles. Desde antiguo oficiaba de capital de toda esa región andina. Originalmente, había cobijado los templos dedicados al dios Sol y a la diosa Luna de la mitología inca. Probablemente, por ello. Y en un intento por exorcizarla. Hoy se la conocía como la ciudad de las iglesias. Dada la gran cantidad de ellas que albergaba la ciudad. También, desde el punto de vista militar su importancia era grande; ya que era una importante unión de caminos y sendas. Pues conectaba Lima, la capital; con la ciudad sagrada de Cuzco. Además, se destacaba por su actividad minera de extracción de azogue. También, eran famosas sus bayetas teñidas. Las que abastecían a todo el virreinato. Como si todo esto fuera poco. Era reconocida por sus bellos edificios. Entre los que destacaban sus 30 iglesias. Y la Universidad de San Juan de la Frontera.
Nos instalamos en la bella ciudad. Pero nuestra estadía sería breve. Inmediatamente, nuestro comandante ordenó que se explorara agresivamente en todas direcciones hasta ubicar a un enemigo que nos eludía. Después de varios días de búsquedas infructuosas. Un piquete de granaderos se topó con los godos en un puente sobre el río Mayoc. Que estaba siendo minado con explosivos para preparar un lugar de emboscada. Huyeron ni bien los vieron llegar. Desde allí salió en su persecución, un viejo conocido nuestro: el Capitán Juan Lavalle. Quien los volvió a alcanzar y derrotar en Jauja, primero. Y después, en Tarma. Estas acciones, básicamente, definida como una persecución por los entendidos. Nos fueron llevando, como quien no quiere la cosa, hacia el norte. Tanto que a fines de noviembre estábamos parados a unas 35 leguas al este de nuestro objetivo: Lima. Una posición que representaba una clara amenaza para la vieja capital virreinal. Por lo que no podíamos pretender estar tranquilos. Ni bajar la guardia. Dicho y hecho. Una fuerza realista salida de Lima salió a cortarnos el paso. Nos enviaban a un tal General O’Relly y al famoso Regimiento Talavera de la Reina.
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Como vuestras mercedes saben. Mis tareas no eran totalmente las de un combatiente de línea. Eran la de un estafeta, un correo. Cuando, era necesario, podía llegar a desempeñarme como un explorador. Sin embargo, ese día solicité permiso y me fue otorgada la licencia de acompañar a los leones de Las Heras. A mí querido Batallón 11 “Cazadores de los Andes” en su ataque al Regimiento Talavera de la Reina. Tenía una cuenta personal pendiente con esos sotretas. Desde aquel encuentro en la cuesta en Achupallas. Algo, que obvié contarles en su momento. Por razones de vergüenza. Sucedió que cuando fuimos tomados prisioneros. Los talaveras no sabían qué hacer con nosotros. Con Coliguante y conmigo. Hacían bromas al respeto. Unos nos querían liberar, diciendo que no éramos más que unos mocosos. Otros, querían pasarnos por las armas. El que parecía estar a cargo, quiso zanjar la cuestión. Diciendo que la única forma de saber de si estaban en presencia de hombres. Era viendo si estaban velludas nuestras partes. Acto, seguido, entre risas y chacotas. Nos obligaron a bajarnos los calzones. No me dolió que me capturaran. Sí que se hubieran burlado de mi hombría. Por eso ese día. Primero, me desquité con unos buenos tiros. Soy buen tirador. Traté de que mis disparos fueran hechos sin odio. Ya que el odio nubla la visión y hace temblar al pulso. Otra cosa fue el asalto. Solo les puedo decir que respeté a los heridos y a los que se rendían. En pocos días, el 20 de diciembre sería mi cumpleaños. Cumpliría veintiún años. Pero creo que ese día fue cuando me hice hombre.
Por todo ello. Tengo el recuerdo de esa mañana gravado en mi memoria. También, como una en las que más frío pasé en mi vida. Pese a que estábamos en verano, nevaba. Sería que andaba medio desabrigado. Salimos temprano del pueblo de Pasco para ganar el valle. En una hondonada nos esperaban los godos en línea de batalla. Detrás de una laguna se ubicaba uno de sus batallones de infantería. En el centro dos piezas de artillería. A su derecha, los talaveras, parapetados detrás de un foso que servía de desagüe a la laguna. Detrás de la línea de su infantería, una reserva montada de dragones. Nosotros avanzamos al trote detrás de una cortina de tiradores desplegados en guerrilla. A la derecha formaba el Batallón 2 chileno con órdenes de atacar por el flanco a los infantes que estaban detrás de la laguna. Nuestro Batallón 11, reforzado con dos piezas de artillería tenía por misión atropellar frontalmente a los talaveras. Por si algo salía mal. Atrás venía Lavalle con sus granaderos. Los nuestros atacaron con ardor. Después de unas pocas descargas cerradas de fusil. Se lanzaron hacia adelante con sus bayonetas caladas. Los chilenos del 2 sacaron corriendo a los godos. Mientras que los leones del 11 hicieron lo propio con su famoso enemigo. Lavalle, que no podía con su genio. Atacó a la caballería enemiga. Tomando prisionero a un tal Santa Cruz. Uno que después terminó pasándose a nuestro bando.
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A caballo de los primeros días del mes de enero de 1821, llegamos a las costas del Pacífico para reunimos con el grueso. El resto de las tropas se San Martín habían desembarcado hacia unos días atrás en Huacho, al noroeste de la capital. Nos habían estado esperando para poder operar juntos contra el Ejército de Lima. Ambas fuerzas se juntaron efectivamente a orillas del río Chancay. Pero, aparentemente, llegamos tarde para que este plan pudiera concretarse. De todos modos, pensé que ya habría otras oportunidades. Después de los saludos y los abrazos, nos pusimos al tanto de las novedades. Nosotros le contamos los de la sierra. Ellos, mayormente, las producidas en el mar. Entre ellas destacaba la captura del bergantín enemigo “Esmeralda”. Nos relataron que el propio vicealmirante Cochrane había dirigido el asalto. Resultando herido en un muslo durante su desarrollo. Y, agregaban, que nuestro comandante gneral le había hecho una visita en su camarote de la “O´Higgins”. Lo había hecho acompañado por su médico personal, un inglés, pero de ascendencia francesa. Nuestro querido y conocido James Paroissien. Uno de los granaderos que había participado del asalto me puso al tanto de los detalles de la acción. Todo había sido posible merced a un elaborado engaño montado por el propio Cochrane. Hizo que su buque insignia, fuera tomado por español. Al hacerlo perseguir falsamente por el resto de la flota patriota. Al verlo en apuros, y creyéndolo uno de los suyos. Los realistas mandaron a la “Esmeralda” a acercarse en su ayuda. Cochrane, acompañado por algunos marineros y varios granaderos, se le aproximaron en dos botes a remo. Subieron por las escalas y se apoderaron de su cubierta. Tras una breve lucha se quedaron a cargo de la nave. La que ahora, había sido rebautizada como “Valdivia”.
Otro de los temas que se trataron por esos días. Era si seguir esperando, como quería San Martín, seguía siendo la estrategia era correcta. Teniendo en cuenta que las tropas comenzaban a dar muestras de cansancio, y las enfermedades como el cólera comenzaban a hacer mella en ellas. Aunque a esto nadie me lo contó. Lo escuché de oído. De los hombres más cercanos al general cuando lo discutían entre ellos. Había quienes quieran una acción inmediata contra Lima. Otros, que junto con San Martín, creían que era solo cuestión de tiempo para que se diera una solución política. Por otra parte, argumentaban que no estábamos en fuerza para lograr una de carácter militar. Todos coincidían en que el problema radicaba en el poco fervor revolucionario de los criollos pudientes. Y el temor a la reacción de las mayorías indígenas. Las que, en su gran mayoría, permanecían fieles a la Corona. Igual posición de lealtad mantenía buena parte del clero peruano. En ese sentido la Iglesia navegaba a dos aguas. Combinando el miedo al contagio a las ideas revolucionarias; con su ancestral habilidad para concordar con quienes ejercían el poder real. Después de nuestra llegada, los obispos multiplicaron sus llamados a la obediencia, probablemente temerosos a la anarquía que asustaba a todos por igual. Y aunque parezca mentira las mentes más abiertas, y favorables hacia un cambio de sistema, eran la de los militares. Nuestros enemigos. Así estaban las cosas. Por estos motivos nadie se extrañó cuando el Batallón Numancia, conformado por peruanos y colombianos se pasó a nuestras filas. Tampoco, cuando supimos que el Virrey Joaquín de la Pezuela. Un rancio realista. Había sido depuesto por una sublevación militar ocurrida en Aznapuquio, sede del campamento de las fuerzas que defendían Lima. La misma había sido encabezada por el Teniente General José de la Serna. Quien, a partir de ese momento. Sería la cabeza de nuestros adversarios, los godos.
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El cuartel general de San Martín funcionaba en una gran casona colonial en las afueras de la villa de Huaura. A su alrededor se habían levantado carpas y ranchos para nosotros. Todo a unas doce leguas al noroeste de Lima. Allí pasamos lo quedaba del verano y buena parte del otoño. Sin mayores novedades militares. Pero con un incesante ir y venir de correos y visitas. Una de las más importantes fue la del Capitán Manual de Abreu. Formamos una guardia de honor para recibirlo. Por lo que sabíamos, venía como enviado especial del propio Rey Fernando para negociar la paz con nuestro comandante general. Después, de ser recibido y escuchado; fue escoltado por un pelotón del Numancia a cargo del Sargento Mayor José Caparrós hasta su destino final en Lima. También, supe que hubo otras negociaciones. Estas fueron directas con el comandante enemigo, el General de la Serna. Lo vi salir a nuestro general varias veces a hacia distintos lugares de reunión. Recuerdo, al menos tres. Una de ellas hacia Punchauca, una hacienda cercana. Otra hacia la ciudad de Miraflores. Y una última, hacia la costa, a bordo de una fragata española. Me enteré que la idea era negociar una paz honrosa. Honrosa, tanto para los Realistas porque les admitiría salvar su honor. Y para nosotros, porque nos permitiría consolidar los logros de nuestra Independencia. Pero, decepcionados nos enteramos que no hubo acuerdo. Para colmo de males, comencé a escuchar voces adversas hacia estas tratativas. Había quienes las despreciaban porque uno de nuestros ofrecimientos, al parecer, era el de colocar a un príncipe español a cargo del gobierno independiente. Agregaban, que San Martín desconfiaba de un sistema republicano a ultranza; y que prefería una monarquía constitucional. Muy complicado para mí. Lo que realmente me preocupaba a mí y a mis compañeros. Era que si todo este lio no se solucionaba, habría que seguir peleando. Especialmente, cuando ya hacían varios meses que no veíamos un cobre. Que la calidad de la comida había bajado notablemente. Y para que para colmo de males. Enfermedades, como la malaria y el cólera, comenzaban a hacer sentir su efecto. Sin mencionar, que la masa de nosotros llevábamos varios años de batallar continuo, casi sin descanso.
Ese otoño no hubo muchas novedades militares. Excepto por la expedición de Cochrane a los puertos del sur. Y al lanzamiento, a cargo de Arenales, de otra campaña a la sierra. Mucho menos ambiciosa que la anterior. La campaña naval dio algunos frutos. Mereced a la excelente conducción del teniente coronel, devenido en marino, William Miller. Sus planes era asaltar con sus 500 infantes y sus 100 hombres de caballería los puertos y poblaciones costeras. Coordinadamente con el apoyo de los cañones de la flota. Así lo hizo en Pisco, capturando la localidad de Chincha. Lo mismo, luego en Sama; y finalmente, en Arica. Las cuentas a Miller le cerraron bastante bien. Con más de 100 negros esclavos liberados de las haciendas de la zona. Con los que pudo cubrir sus bajas. Por otro lado, logró que los hacendados realistas le “donaran” 6.000 duros en metálico, 500 botijas de aguardiente, 1.000 cargas de azúcar y otras tantas de tabaco.
Lo de Arenales, no fue tan bueno. No por su culpa. No tuvo las tropas ni los recursos que necesitaba. Para colmo, el cansancio y las enfermedades habían adelgazado a nuestras organizaciones al mínimo. Su misión era ocupar el valle de Jauja para colaborar con las fuerzas guerrilleras que allí operaban. Aunque estas últimas, en realidad, no fueron de gran ayuda. Como decimos los cuyanos fue mucho ruido para pocas nueces. Arenales, salió de Huaura, y ocupó Huancayo sin mayores problemas. Enterado de que Canterac había salido de Lima. Marchó en su persecución. Pero, al llegar a Huancayo, recibió órdenes de San Martín de detenerse. No era prudente arriesgarse con las tropas en tan precarias condiciones. Conociéndolo como lo conozco. Estoy seguro que eso no le debe haber gustado mucho.
Hoy pienso. Cuan distinta hubiera sido la suerte de mi General San Martín. Si tan solo hubiera tenido a sus órdenes, no un Miller o un Arenales. Si no una docena de ellos. ¡Qué jefes aquellos! Solo los oí quejarse cuando no les fueron dadas las misiones más difíciles. O cuando no se les permitió cumplirlas a su modo. Que era siempre el más audaz. Cuan distinta era su actitud. Comparado con otros. Que pasaban sus días quejándose de todo. Aunque, no tuvieran otra preocupación que conseguir las mayores comodidades para ellos mismos. Sin importarles la suerte de sus hombres.
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Amanece cada día más tarde. Con neblinas mañaneras que avanzan desde el mar. Aunque todavía está cálido por las tardes. En uno de esos días de fines del otoño peruano, nos enteramos de que el Ejército de Lima y la sede del gobierno realista se habían trasladado a Cuzco. Al parecer, el General de la Serna había decidido ganar el control del interior. Aunque, dejaba a sus espaldas un importante destacamento propio en la fortaleza del Real Felipe, en el puerto de El Callo. Con el obvio objetivo de dejar esa puerta abierta para recibir refuerzos desde la Metrópoli. Me pareció que las lecciones de nuestra reciente campaña a la sierra eran tenidas en cuenta por nuestro nuevo contrincante. Muchos se alegraron. El camino a Lima quedaba libre. Yo, y otros veteranos no. Sabíamos lo duro que era pelear donde los españoles se habían ido. Y que era donde los tendríamos que ir a buscar si queríamos terminar con ellos.
Casi inmediatamente. Inquietantes rumores nos llegaban desde la capital abandonada. Que los esclavos se sublevaban, que los indios de la campiña se aprestaban para matar a todos los blancos y otras cosas por el estilo. Por estos motivos no me extrañó totalmente cuando uno de los ayudantes nos despertara aquella fría mañana de junio.
_ ¡Arriba! ¡Levántese! _ Gritó una voz autoritaria. De esa que están acostumbradas a ser obedecidas.
_ Salen con el general y su ayudante de campo para Lima en diez minutos. Van de incognito, así que nada de uniformes. Pónganse sus pilchas civiles ¿Entendieron?
Nos vestimos lo más rápido que pudimos. Salimos hacia el corral. Embozalamos a nuestros caballos. Ensillamos y nos fuimos para el frente de la casa de “El Ingenio”. Una casona con amplias galerías que oficiaba de casa y de mayoría para el General San Martín. Allí ya nos esperaban los caballos listos para la comitiva que teníamos que guiar. Aunque sus integrantes todavía estaban desayunando. Aprovechamos ese lapso para poner algo sólido en nuestros buches. Que estaban vacíos, y en nuestras maletas. Para más adelante, por si las moscas. No sería la primera vez que nos quedábamos galgueando por ahí. Al poco tiempo salió el General San Martín. Vestía con sus conocidos pantalones de montar rusos. Pero sobre los hombres se echó su chamal, su poncho chileno de color marrón. En sus mano derecha, su cubre cabeza. Un guarapón de ala grande, hecho con paja de Guayaquil. Y en su izquierda, un par de guantes amarillos de cabritilla.
Ni bien me vio me gritó:
_Juan supongo que llevamos algo para comer. Un baqueano puede estar perdido, pero nunca pasar hambre.
_Así es mi general._ Contesté. Otros, entre chanzas gritaban a coro: “y de beber”. En obvia alusión, a nuestros hábitos de vida.
Salimos tranquilos, al paso. Cuando la senda lo permitía avanzábamos en dos columnas. Lo que facilitaba las conversaciones. De hecho. San Martín y Guido aprovecharon el trayecto para discutir la situación. En mi carácter de ladero me ubiqué inmediatamente delante de ellos. Al general le preocupaba, por ejemplo, las locuras que podía llegar a hacer un denominado “Lord Dinero” o “Lord Metálico”. Al tiempo caí que se trataba de Lord Cochrane. Por su parte, Guido mostró su inquietud respecto de la lealtad de los jefes del ejército. De hecho mencionó algunos nombres. Me llamaron la atención que se incluyeran los nombres de Las Heras y de Álvarez.
Ya desde lejos, Lima era una ciudad imponente. Nada tenían que hacer frente a ella Santiago y Buenos Aires. La ciudad de los Reyes, como se la llamaba. Las aventajaba a ambas. Tanto en tamaño como en magnificencia. Para empezar era una ciudad amurallada. Protegida por altos muros contra el ataque de los piratas ingleses que la codiciaban. Tan rápido había sido su crecimiento. Que su trazado urbano ya superaba el perímetro de las viejas murallas. Era, por lejos, la mayor orbe americana. Por centurias había sido la conexión entre las ricas minas de plata del Alto Perú y la Metrópoli. A la par, de ser la sede más importante del poder español en esta parte del mundo. Obviamente, esto era coincidente con hecho de que el Perú era, verdaderamente, una Nueva España. Y que al igual que la original, tenía su colección de condes, marqueses. Y sus haciendas sostenidas por esclavos. Nada que ver, con nuestras humildes Provincias Unidas del Río de la Plata. Donde la necesidad de recorrer amplios espacios, sumado a la aventura cotidiana de luchar contra indios hostiles forjó un tipo humano muy distinto al de los señoritos limeños. Entre nosotros surgió una suerte de pionero. Un tipo de aventurero que no tenía acceso, ni podía, ni le interesaba depender de un título de nobleza. Ya que acorde con su orgulloso código ético. Solo era merecedor de lo que él mismo había conquistado con su propio esfuerzo. Pronto nos daríamos cuenta de las implicancias concretas de estas diferencias.
Ingresamos a la ciudad por la Puerta de las Maravillas. Pese a los rumores de anarquía la ciudad lucía tranquila. Anochecía. Los últimos rayos de luz se filtraban entre las nubes bajas de anochecer. Iluminando, por última vez aquel cinturón amurallado, que lucía misterioso. Deslumbrados por este resplandor que nos daba directo en los ojos. Los entornamos y bajamos las alas de nuestros sombreros. Aunque poco, fue suficiente, lo que pudimos ver. Gente que despoblaban las calles para dirigirse a sus casas. Mientras que los serenos comenzaban con el encendido de los faroles. Después de un recorrido por el casco viejo. El general se decidió. Les pidió a sus ayudantes que nos dirigiéramos hacia el Palacio Virreinal. Ya que su intención era instalarse allí mismo. También, dispuso que se enviaran chasquis para ordenar el ingreso de las tropas a partir de mañana.
Pese a nuestras precauciones por pasar inadvertidos. Un grupo de mujeres lo reconoció al general cuando pasamos por la plaza mayor. Especialmente, una de ellas. Joven y muy linda se mostró muy afectuosa con el general. Oímos que su nombre era Rosita. Obviamente, la voz se extendió por todo Lima. Y en consecuencia, esa mañana teníamos una pequeña multitud de curiosos frente al Palacio. A media mañana, se hicieron presentes los notables de la ciudad. A la gente de importancia la hacíamos pasar al piso superior, donde se entrevistaban personalmente con San Martín. Previo semblanteo de su ayudante general, el general Guido. Yo y mis compañeros nos la teníamos que arreglar con el resto; vale decir con el pueblo llano. En su mayoría criollos pobres preocupados por la situación. Les habían dicho que el Ejército Libertador estaba hecho de una manga de facinerosos y violadores. Que además, venían con nosotros tropas de indios armados que pasaban a cuchillo a los hombres, previo haber violado a todas las mujeres. Les explicábamos, una y otra vez, que no éramos así. Que estábamos allí para liberarlos, no para someterlos. Pero, de hecho, esa mañana comprobamos que todos los negocios, ventas y pulperías estaban cerrados. Según decían por temor al saqueo por parte de nuestras tropas.
Al día siguiente comenzó la llegada de nuestros regimientos y batallones. Por expresa orden de San Martín. Habían sido advertidos de la situación. Y que no se toleraría ningún acto de indisciplina. Especialmente aquellos contra la población civil. Se les hizo jurar obediencia a un código especial de conducta. La primera impresión era fundamental. Así que entraron marchando, formados y en silencio. Poco a poco la ciudad fue recuperando la confianza en nosotros. Al ver que no éramos los barbaros que decían que éramos. Los últimos contingentes de tropas. Los que entraron el segundo día. Incluso gozaron de una cálida recepción. Habíamos ganado nuestra primera batalla por las mentes y los corazones de los peruanos.
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Pero, más allá de estas alegrías exteriores. Los que rodeábamos a San Martín por aquellos momentos. Sabíamos que él tenía motivos sobrados para estar preocupado. Por ejemplo, días antes había tenido lugar una tormentosa reunión con el jefe de su escuadra, Lord Cochrane. A la falta de pago, que era cierta. Se sumaba la acusación de inacción. Decía que no se podía tener a una flota inactiva por tanto tiempo. Finalmente, acordó con San Martín que Miller operaría contra los puertos en manos realistas en el sur peruano. También, y lo más importante, era que se retomaría el bloqueo del Callao. Y si era posible se lo capturaría. Ya se lo había intentado, pero sin éxito, hacía ya casi un año. San Martín sabía que era solo cuestión de tiempo para que esta guarnición cayera. Pero, necesitaba tener ocupado a “Lord Metálico”. De paso, colocar al marino escocés en una posición difícil frente a su madre Patria. La que veía con malos ojos aquello del bloqueo; ya que perjudicaba sus intereses comerciales. Todo esto lo sabía San Martín. Quien tenía agentes en todos lados. Pues, esa era –precisamente- la opinión del jefe de estación británico, el Capitán Sir Basil Hall.
De todos modos. En una revolución, a veces, las apariencias son más importantes que los hechos. Así, fue que San Martín ordenó que se organizara un baile para celebrar la Independencia. Tal como se había hecho después de Chacabuco, en Santiago. Una vez más encontrábamos motivos de alegrías en el medio de nuestras penurias. La creciente simpatía de las limeñas nos prometía una noche feliz. Más este no sería el caso. Al menos para mí. Nosotros, digo Eduardo y yo. Estábamos allí desde temprano. Apostados a la entrada del palacio virreinal. Teníamos órdenes de solo dejar entrar a quienes vinieran vestidos apropiadamente. Vale decir en trajes de baile. No fuimos decepcionados. Ya que eso fue un desfilar continúo de uniformes bordados, con medallas y penachos; mezclados con levitas y fracs; de morriones militares junto a galeras y bicornios civiles. Iguales o mejores galas lucían las hermosísimas limeñas que los acompañaban. Las que sumaban a su natural belleza, el salero de quienes se saben bellas y admiradas.
Fue en estas agradables circunstancias. Cuando recreaba mis ojos con tanta belleza. Que fui que la vi a ella. Sí, aunque les cueste creerlo a vuestras mercedes. Como me costó a mí, al principio. Cuando la vi. Efectivamente, era María quien bajaba de un carruaje frente a la entraba. Vestía un traje largo de color marfil, compuesto por una falda de vuelo con mandil. Con un corpiño de terciopelo amarillo, muy escotado, con un pañuelo tapándolo en parte. Las mangas eran anchas en los hombros, pero luego se ajustaban a la altura de los antebrazos. Su cabello estaba recogido por una redecilla dorada. Un conjunto a la moda de aquellos días. Que imponía una copia del vestido de las clases populares; pero que la calidad de los materiales no dejaba duda del status de quien lo portaba. En pocas palabras: estaba deslumbrante. Aparentemente sana y recuperada de sus antiguas dolencias. Junto a ella un mayor con el uniforme vistoso del Batallón de Infantería Numancia. Levita roja cerrada con una hilera de botones dorados, charreteras, también doradas. Una Impresionante faja de medallas sobre el sector izquierdo de su pecho. En sus manos un sombrero apuntado con una pluma blanca de orla.
_ Joaquín quiero presentarte a un amigo. Uno de los baqueanos del General San Martin. Juan Cruz, te presento a mi esposo: el Mayor Joaquín Aldunate Bordón.