EN LAS TERMAS DE CAUQUENES
“… sabes vencer Aníbal, pero no sabes aprovecharte de tus victorias.” Dicen que así lo increpó al famoso conductor militar. Quien había sido el jefe de su temible caballería númida. Otros, menos condescendientes. Le reprochaban al general cartaginés que las “delicias de Capua” habrían sido la causa originaria de esta incapacidad de resultar vencedor en la Segunda Guerra Púnica. Cuando –aparentemente- lo tenía todo para ganar. En realidad, Aníbal Barca, fue un estratega genial que luego de franquear los Alpes y de dar la batalla perfecta de Cannas. Logrando arrinconar como nadie a la poderosa República Romana. ¿Qué fue lo que le pasó? Según Fray Rodolfo Mendoza, que siempre pensaba en mal intencionado, porque como él mismo decía, se equivocaba menos. Compartía la versión de las famosas delicias de Capua. Según él, habrían aflojado los ánimos del general y el de sus duros veteranos. Por mi parte, después de varios años de meditación y comparando la situación del cartaginés con la nuestro querido General San Martín. Me parece que ambos se quedaron sin el apoyo de sus respetivas capitales políticas. A ninguno de ellos le faltaron las condiciones militares; y hasta las políticas. Pero un raro sino les negó el apoyo de quienes debían dárselo. A Amílcar Barca los gerontes que gobernaban Cartago. A San Martín los inútiles como Balcarce, o los imbéciles como Rivadavia.
Se sumó a la falta de apoyo político, en el caso de nuestro jefe supremo, el tema de sus problemas de salud. Desde que lo conocí allá en El Plumerillo, sabía de su herida en el costado, que cada tanto le dolía. Y que había recibido en España en ocasión de un enfrentamiento con salteadores. También, estaba el aplastamiento de su pierna en San Lorenzo. Todas heridas típicas de un soldado. Molestas como eran sus secuelas, no le impedían cumplir con todos sus deberes. El problema, era que había otras dolencias, no tan evidentes. Como su úlcera que lo hacía vomitar sangre de tanto en tanto. Pero, que le hacían pagar a este gran hombre su tributo. Obviamente, que su contextura era muy fuerte. Caso contrario no hubiera podido hacer todo lo que hizo. Pero, por otro lado, era una persona que no se cuidaba. Tomaba cuartillos de café negro, apenas comía –casi siempre de pie-. El dormir y en descanso, tampoco, estaban entre sus pasiones. Tampoco, se lo hubieran permitido sus múltiples obligaciones. Lo peor, probablemente, era la pesada carga de los problemas que tenía que enfrentar cotidianamente. Los que, sin duda, afectaban en su ánimo. Problemas, que iban desde los estratégicos y políticos; hasta algunos tan menores como el herrado del ganado. En aquellos días no teníamos claro como estas cosas nos afectaban y minaban nuestra salud. La fórmula que los resumía era aquella de “la procesión va por dentro”.
En función de todos estos antecedentes de dolencias, secuelas y enfermedades. No nos sorprendió la novedad de que el General San Martín, con una escolta de 60 granaderos, trasladaría su mayoría a la localidad de Cauquenes. Distante unas 17 leguas al sur de Santiago. El lugar, cuando preguntamos. Según nos informaron los locales, era conocido por las propiedades curativas de sus termas. Todos esperábamos que los baños en estas aguas sulfurosas sirvieran de alivio para sus padecimientos. Tampoco, me sorprendió que don Álvarez Jonte, que había reemplazado a nuestro antiguo jefe, el Coronel Mayor Álvarez Condarco; me eligiera para acompañarlo como su asistente. Seguramente, los días marineros compartidos en la “Rosa de los Andes”, eran la causa de mi elección. Ya que habían generado cierta familiaridad entre ambos. Pero más allá del honor que tal designación implicaba. Mi preocupación, por esos días, estaba dirigida hacia otro enfermo. Concretamente, en la salud de mi amada, María.
****
El camino hacia Cauquenes nos demandó un poco más de tres jornadas. Lo recorrimos a caballo del serpenteante curso del Rio Cachapoal. Que discurre, dando saltos y cascadas, por el fondo de un estrecho valle cordillerano. Sus laderas empinadas están tapizadas de una frondosa vegetación, donde sobresalen por su altura, los alerces y los cipreses. En la vertiente de la Pelambre, que es una de las tres que dan origen al curso de agua, se levantaban las únicas construcciones de la zona. Las mismas serían el alojamiento de nuestro general, de su estado mayor, de su escolta; y de nosotros, sus auxiliares. Cabe destacar que, también, venía con nosotros el doctor William Colisberry. Quien estaría a cargo de los cuidados médicos de nuestro general. Colisberry venía recomendado, por otro estadounidense, Mr. Poinsett. Dicho sea de paso, era el galeno que había tratado, inicialmente, a María en Santiago. Al parecer, el doctor era un adelantado en su campo, las enfermedades pulmonares. Más concretamente, en lo que por aquellos días se conocía como fiebre blanca o tisis. Una infección purulenta a los pulmones que producía un decaimiento y un deterioro general en quienes la sufrían. Pero cuyas causas se desconocían completamente. Aunque, algunos, Colisberry entre ellos. Conjeturaban que se debía a la existencia de unos pequeños organismos vivos. Pero, no era compartido por la mayoría de los médicos. Por lo que lo habitual era tratarla con tizanas diversas para calmar los ataques de tos, y -más dramáticamente- con incisiones en el tórax, cuando el enfermo quedaba imposibilitado de respirar por sí mismo. En un principio, se había pensado que el propio San Martín sufría de ella. Pero Colisberry, luego de examinarlo, lo rechazó de plano. No así, en el caso de María, que pasó a ser su diagnóstico.
Pasamos a alojarnos en un rancho de adobe con techo de caña. Muy cerca de uno de los brazos de la famosa vertiente. Por lo que el alegre rumor del agua corriendo entre las piedras nos acompañó, mientras allí estuvimos. El sol que era duro en esa zona, aunque nos llegaba filtrado por las copas entrelazadas de las grandes arboledas que rodeaban a las casas. Cerca de la principal, donde se alojaría San Martin, con sus más cercanos había dos grandes piletas o pozones tapizadas con piedras de la zona. Pese al frío de esa tarde vimos como columnas de vapor se elevaban de sus aguas. Dedujimos, correctamente, que estas eran las famosas termas de Cauquenes; y que tanto darían que hablar.
***
La rutina diaria se iniciaba con una sesión de mates amargos, al alba, en la cocina. Casi al término de ella ingresaba Álvarez Jonte con las órdenes para ese día. Lo normal, era que nos dividiéramos entre algunas tareas de fajina para la casa, como juntar leña o ayudar en la cocina. O en el mantenimiento en nuestros equipos y en el cuidado del ganado. A este último se lo rasqueteaba dos veces al día. Y se le reponían las herraduras faltantes. Como no teníamos herrero, este se hacía en la modalidad de “en frío”. También, nos enterábamos si era necesario despachar algún mensajero a Santiago o hacia algún otro lugar. En cuyo caso, el designado alistaba su monta y su equipo; y se disponía a salir. Al mediodía, nos volvíamos a reunir, siempre y cuando nuestras actividades lo permitieran, para comer algo ligero. Por lo general, un trozo de carne asada. Si estábamos lejos de las casas, nos debíamos contentar con la ración de charque que llevábamos en nuestras maletas. Entrada la tarde, y poco después de la puesta del sol, volvíamos a reunirnos. Para una comida más generosa. Normalmente, un buen guiso, o un gazpacho sobrio. Siempre acompañado con un bollo de pan de grasa; y si había suerte, por un cuartillo de vino agrio de la zona.
El Doctor Colisberry, por razones obvias era el personaje del momento. Muy alto, delgado, y desgarbado. Un tanto encorvado para sus 50 y tantos años. Los ojos eran lo que más llamaban la atención del personaje; ya que eran de un azul intenso, que contrastaban con lo blanco de su piel y de sus cabellos. Vestía con un cuidado desaliño. Por ejemplo: solía dejar caer sus lentes sobre su prominente nariz, con el nudo de la corbata siempre flojo. En su chaleco siempre había rastros de las cenizas del cigarro habano que se fumaba por las tardes. El interés por la persona, en mi caso particular. Se extendía a las artes de su oficio y a sus instrumentos. Respecto de esto último, iba el doctor siempre acompañado por un gran portafolio de cuero que le servía de botiquín. Bien pesado, ya que me tocó cargárselo en más de una oportunidad. En una de esas ocasiones, tuve la oportunidad de curiosear en su interesante interior. Estaba subdividido. En su parte superior había una gran cantidad de frasquitos rigurosamente etiquetados. En ellas se leían nombres, tales como: “belladona”, “brionia”, “bromiun”, “conium”, “ipeca”, “nux vómica”, “pulsatila”, “spongia” y el famoso “láudano”. Debajo, estaba el espacio para unos envases metálicos cilíndricos más grandes en los que se guardaban yerbas; tales como: el ajenjo, la amapola, el árnica, la belladona, el cedrón, la efedra, la malva, la manzanilla, el romero, la ruda, la salvia, el sauco y el tomillo. La subdivisión inferior estaba destinada para los utensilios de su oficio alópata. Había un pequeño mortero de mármol blanco para hacer las mezclas correspondientes. También una pequeña balanza de platillos con su correspondiente juego de pesas. Y un libro con hermosas ilustraciones de yerbas y plantas, titulado: “De Materia Medica” firmado por un tal Dioscórides.
La rutina de nuestro comandante no era muy distinta que la que todos le conocíamos. Madrugador como siempre, se levantaba antes del alba. Para despertarse se tomaba varios cafés amargos. Eso sí son la concesión al uso criollo de hacerlo con una bobilla. Luego, recibía a sus edecanes y secretarios. Impartía órdenes y dictaba cartas. Antes del mediodía –y aquí empezaban los cambios- se dirigía con el doctor a las termas. Vestido solo en calzones se sumergía en sus aguas. Sin que esto interrumpiera totalmente con sus deberes. Ya que, si era menester, se convocaba a un edecán o un secretario para que pudieran tomar nota de sus órdenes y dictados. Después de una reparadora, aunque breve siesta, había otra sesión de baños. Pero esta vez estaban seguidos de una sesión de masajes que administraba el propio Colisberry. Y finalmente la toma de láudano previo a la ingesta de la cena. Me tocó asistir al galeno en su preparación. En mortero de mármol vertía unas gotas del frasco titulado “Laudanum”; al que le agregaba clavo de olor, canela y una pizca de azafrán. Se molía prolijamente todo, se lo dejaba macerar unos minutos en vino blanco; y se lo daba de beber al general. Su acción terapéutica era la de calmar los dolores que le producía su úlcera gástrica. De paso, ayudarlo a dormir, ya que –como si todo fuera poco- descubrí que sufría de insomnio, y de un leve temblor en su mano derecha.
El trato cotidiano con el doctor Colisberry, no sólo me permitió ver de cerca el ejercicio de su ciencia, o mejor dicho de su arte. También, me posibilitó que lo interrogara sobre el estado de María. Sin ambages me dijo que el pronóstico no era bueno para ella. El mal que la aquejaba, la fiebre blanca, no tenía una cura conocida. Agregó, que él personalmente descreía del embellecimiento que algunos habían hecho de esta terrible enfermedad. A la que llamaban: "Spes phtisica", atribuyéndole rasgos místicos. En su concepción, toda enfermedad era una batalla perdida entre el hombre y su medio ambiente. Pero, tratando de ser optimista, finalizó su explicación. Sosteniendo que María siendo fuerte y joven como era. Podía llegar a tener a su afección bajo un relativo control. Eventualmente, interrumpido por las inevitables recaídas. Pero que si se cuidaba; y si se mudaba a un lugar de clima frío y seco –esto era lo más importante-; podría tener una larga vida.
Los correos iban y venían entre las termas de Cauquenes y Santiago. Portando las novedades del caso. Por ejemplo, nos enteramos por el último correo que Blanco Encalada estaba finalizando el alistamiento de una armada para poner fin al sitio interminable de Talcahuano. También, por ese lado se lo notificó al general, que el Comodoro William Bowles al servicio de su Majestad Británica en esta parte del mundo, pasaría por el puerto de Valparaíso para entrevistarse con él. Parecía ser que las noticias y la acción vendrían, ahora, desde el mar. Otra evidencia de ello, era que las cartas náuticas habían reemplazado a las terrestres en la sala de mapas del estado mayor que funcionaba en Cauquenes. Ya no se hablaba de mulas, ni de pasos cordilleranos, ni de cañones de montaña. Ahora, la fraseología incluía palabras como desembarco, fragata, corsario. Y otras más que había tenido la suerte de aprender en mi viaje ida y vuelta a Londres. La prueba evidente de que la mente de nuestro comandante general había saltado de los montes hacia los mares la tuvimos aquella noche. En la que él mismo nos refirió a todos, a modo de enseñanza, y de anécdota guerrera, su primera experiencia naval. Con todos nosotros, escuchando atentamente relato:
“Cuando era segundo teniente en el Regimiento de Infantería Murcia tuve que embarcarme en la fragata “Santa Dorotea”. Aunque sus tripulantes no tuviéramos nada de santos. Yo estaba a cargo de unos 100 infantes como fuerza de desembarco. En esos días estábamos en guerra con los ingleses. Me acuerdo cuando en una de nuestras campañas, mientras estábamos fondeados en Tolón, tuvimos oportunidad de ver los preparativos de más de 40 navíos, que el gran Napoleón alistaba para luchar contra Nelson. En lo que después se llamaría la batalla de Abukir. Algo realmente impresionante. A nosotros, como de costumbre, nos tocó bailar con la más fea. Cuando salimos a mar abierto, después de que una tormenta nos dejara maltrechos, nos topamos con la fragata inglesa “Lion”. De nada valieron las maniobras de nuestro capitán Manuel Guerrero y Zerón. Los ingleses nos dieron duro, pero, también les digo, que se cobraron lo suyo. Pero de resueltas, fue que terminamos medio hundidos, rendidos y capturados. Nos llevaron primero a Nápoles, y de allí a Barcelona. Por esto y por otras cosas que me tocó ver le digo que respeto a los ingleses; pero especialmente a su flota. Que con habilidad siempre está donde debe estar.”