EN EL PLUMERILLO
La ferviente actividad era evidente. Nadie estaba sin hacer nada o por lo menos simulaba no estarlo. Al contrario, de muchos cuarteles patriotas de la época, El Plumerillo era un campamento militar donde se trabaja, se instruía y se preparaba una fuerza para pelear. Eso todos lo sabían. No había tiempo para perder, se los había explicado y explicado hasta el cansancio el coronel venido de España. Pero que se veía que sentía la causa americana hasta los tuétanos. Al contrario de otros militares revolucionarios, todo en el transmitía simpleza y fuerza. Su uniforme, aun con sus toques personales, distaba de los grandes entorchados que eran el gusto de esos figurones. Sus modales y sus gustos, también, lo diferenciaban. Para empezar no tenía personal dedicado al cuidado de su persona. En cambio, si tenía tres ayudantes militares, a los que volvía literalmente locos con una catarata de órdenes que empezaban al alba y que muchas veces superaban la puesta del sol. El Plumerillo funcionaba, tanto como campo de instrucción militar; como cuartel general del naciente Ejército de los Andes. Al efecto de servir a la primera de estas finalidades, contaba con una amplia plaza de armas, donde se practicaban los movimientos de orden cerrado. Y con un espaldón que servía como polígono de tiro. Para la segunda, disponía de un grupo de humilde edificaciones de barro y techo de paja. Las que servían de alojamiento a las distintas dependencias del estado mayor y la maestranza.
Entró al campamento y se dirigió directamente a la casona que servía de mayoría y de residencia para el comandante. Se apeó, ató su caballo a uno de los palenques e ingresó a la primera de las habitaciones que servía de ayudantía. Sabía bien, Juan Estay, que lo primero que tenía que hacer era entregar su informe, “en caliente” como le recomendara su jefe directo el Sargento Mayor Álvarez Condarco. Sería el propio San Martín acompañado por miembros de su estado mayor quien lo recibiría. El ayudante, luego de anunciarlo lo hizo pasar a una gran habitación que servía de sala de situación y de dormitorio del coronel. En ella a la par de mapas y esquemas había varios cofres que contenían los nacientes archivos del Ejército Libertador. Lo componían, listas de proveedores, roles de combate, informes de reconocimiento como el que se proponía a entregar. En pocas palabras toda la información que un ejército necesita para funcionar y que solo los que han servido en uno tienen noción de su volumen y de su importancia.
José de San Martín estaba de pie junto a un amplio tablón sobre el que se apilaban papeles y asomaban las cartulinas más amplias de los mapas. Estaba vestido con una camisa de bayetilla blanca, pantalones y botas de montar. En su mano derecha sostenía una lupa y a su frente se veía un equipo completo de dibujo con tiralíneas y varios tinteros con tintas de diversos colores. Era obvio que estaba extrayendo datos de las cartas topográficas que especialmente le preparaba y actualizaba su oficial de ingenieros, Álvarez Condarco. Con la llegada del baqueano las conversaciones cesaron y San Martín ordenó a los presentes que se acomodaran para recibir la exposición del recién llegado. Sin más miramientos Juan Estay, tras recibir un mate de uno de los auxiliares, comenzó a relatar los pormenores de su “informe de reconocimiento”, como los militares lo llamaban.
_ Salimos el viernes temprano por la quebrada de San Alberto. Hasta Manantiales hay cinco días de marcha. Pasamos por la estancia El Yaguaráz, dejamos al norte el cerro El Tigre, cruzamos por el paso del Espinacito y llegamos a Manantiales que es el único lugar con agua y leña en cantidad como para alojar a una tropa grande. Después, nos asomamos al otro lado -sin adentrarnos mucho- por el paso de las Llaretas como usted nos pidió mi Coronel. Aunque, como usted sabrá también está el paso de Valle Hermoso que es más suave pero más largo que el de las Llaretas. Largó de una sola tirada el baqueano Estay.
_ ¿Se encontraron con tropas realistas? _ Lanzó Álvarez Condarco, rompiendo el fuego de las preguntas, ya que tal circunstancia lo preocupaba sobremanera.
_ No, aunque vimos alojos cerca del Llaretas y huellas que llegaban hasta el lado oeste del Espinacito, pero eran de varios días atrás.
_ ¿Leña, agua, pasto fuera de Manantiales? _ Inquirió, a su vez James Paroissien, preocupado por esos aspectos logísticos.
_ Algo de llareta que se puede usar como leña, hay en casi todo el camino, pero no creo que alcance para todos ni para todo. Agua hay en casi toda la ruta. Pasto bueno, sólo en Manantiales y para no más de dos días, si es que se lleva una buena cantidad de tropa como es lo que pienso.
_ ¿Mucho frió, puna?
_ Sí, se puso duro especialmente en el paso. Hasta nos neviscó un poco. Sí, el Espinacito tiene mucha puna. Vamos a tener que engordar bien a las mulas, no es un paso fácil...
_ ¿Usted dice que no es un paso fácil? ¿Pueden pasar por allí carretas, la artillería? _ Preguntó don Bernardo O’Higgins.
_ No, hasta dudo que puedan pasar mulas cargueras que no sean de las mejores.
Se hizo un silencio. San Martín tomó la palabra para ordenar acciones concretas en función de la información disponible. Dijo:
“Bueno, como siempre los informes que pedimos nos traen cosas buenas; y otras no tan buenas. Lo mejor es que parece ser que los godos no nos están esperando por ese lado. Lo peor es que el cruce por esa ruta va a ser más duro de lo que suponíamos, especialmente desde el punto de vista logístico. Quiero que todos los detalles de este informe queden asentados, que se actualice con ellos la cartografía con la que estamos trabajando. Álvarez Condarco hágase cargo de esta tarea. Quiero que el estado mayor estudie la posibilidad de llevar leña y forraje con nosotros o adelantarlo, si esto fuera posible. Además, quiero que analicen que medidas podemos tomar para con el frió y el soroche, de tal modo de aliviar a la tropa y al ganado durante el cruce. General Soler quiero que estudie especialmente el tema del cruce de la artillería, por donde puede pasar, que elementos podemos fabricar para facilitar el cruce de los cañones más pesados, como patas de cabra, malacates, poleas, etc. No se olviden de lo que dijo Napoleón sobre la guerra de montaña: “Por donde pasa una cabra pasa un hombre, por donde pasa un hombre pasa un batallón, por donde pasa un batallón pasa un ejército.” Por favor, véalo con Fray Luís. Sé que Napoleón usó distintas máquinas en sus campañas en Italia. Aquí le paso este libro: “Principes de la guerre de montagne” de Pierre Bourcet, que algo explica sobre ese tema.”
La reunión formalmente se disolvió, aunque las discusiones siguieron en grupos más pequeños. Juan Estay me llamó a su presencia. Con temor y emoción ingresé a esa habitación, no porque supiera lo que allí se decidía, sino porque sería presentado al Coronel San Martín como el pequeño “agente” que días atrás había conseguido aquel bendito papel de las maletas de un supuesto agente en Uspallata. Esperé en la puerta. Los escuché hablar entre ellos en voz baja. Juan me indicó que pasara, con una seña de su mano derecha. Me aproximé, me quité mi sombrero y me pare lo mejor que pude ante el hombre, cuya figura cada día adquiría mayor importancia para mí y para todos los cuyanos.
_ Este es el chico del que le hablé mi Coronel. _ Dijo solemne Juan Estay.
_ A mí no me parece tan chico. Especialmente si se ha mostrado tan corajudo. _ Dijo San Martín mirándome directamente a los ojos.
_ Seguro que no. _ Asintió Juan Estay.
_ Como prueba de que aprecio a los hombres de valor le vamos a hacer un regalo a nuestro amigo. _ Dicho esto, San Martín tomó una hermosa navaja sevillana que extrajo de uno de sus cofres y me la tendió. Como me dijo era una cachicuerna albaceteña. Un recuerdo de su paso por Cádiz. La tomé y comencé a abrirla. Trac, trac, trac hicieron sus siete muelles varias veces. Hasta que quedó desnuda una afilada hoja de más de una palma de largo. Debo haber quedado mudo, porque el coronel y el baqueano se rieron al unísono. Juan Estay dijo algo de que no se podía recibir de regalo tal hoja y me entregó una moneda que extrajo de su chaleco para que yo se la entregara a su vez, al coronel San Martín como “pago” por su regalo. Así lo hice, estreché la mano de coronel y me retiré para que ellos pudieran seguir tratando los asuntos serios en los que estaban. Intuyendo para mis adentros la terrible influencia que las decisiones de esos hombres tendrían en mi futuro inmediato. Aunque sin saber, cuan útil me resultaría, en mi futuro, el regalo recientemente recibido. Aquella arma blanca, si bien no fue la primera en mi vida; pero sí la que me prestó los mejores servicios a lo largo de mis años mozos. Desde cortar carne junto al asador hasta despachar a algún indeseable. Como en aquella noche neblinosa en la Ciudad de los Reyes, cuando debí dejarla abandonada en el pecho de un rival. Un famoso revolucionario al servicio de Simón Bolívar. Lo que no puede considerarse un mal fin para una buena faca como esa.
Mendoza en 1814 era una aldea edificada a la vera del piedemonte oriental de la pre cordillera, un cordón montañoso más bajo y geológicamente más antiguo que la Cordillera de los Andes y que se extendía paralelo a ella. Llamaba la inmediata atención del visitante, una elaborada red de irrigación compuesto por canales, hijuelas y acequias que cruzaban la ciudad en todas direcciones. Este singular sistema era -de hecho- una herencia de los primeros habitantes de la zona: los indios huarpes. En realidad, un conocimiento copiado a los incas. Cuando sus posesiones llegaban hasta la zona de Tambillos, en Uspallata. Con estos canales se irrigaban en forma artificial considerables extensiones de tierra. En consecuencia, lo que naturalmente era un desierto; podía ser sembrado, y se convertía en un oasis. Había, como en todo poblado colonial, una plaza mayor. En torno a ella se levantaban el templo mayor, en este caso dedicado al patrono de los Franciscanos; el cabildo y una feria o mercado. Las casas eran bajas en su mayoría y las calles de tierra, pero mantenidas en orden merced al permanente regado a la que eran sometidas para aplacar la tierra; y al barrido constante que las hacendosas mendocinas realizaban con escobas de picana.
Con Juan Estay habíamos llegado a la aldea a última hora del día anterior. Cumplida la misión encomendada por San Martín venía, ahora, el reposo del guerrero. Eso del reposo mi protector pensaba tomárselo literalmente; ya que nos habíamos alojado en una posada de mala fama ubicada detrás de la feria y a la vera del zanjón Cacique Guaymallén y que era propiedad de una “dama” de su conocimiento. La Turca, de quien ya les hablara. Ella, se llamaba, en realidad, Leonor González. Era una morena, más bien baja y natural de Valencia. Había venido a América acompañando a un señorito que pronto la abandonó, no dejándole más alternativa que dedicarse a la profesión más antigua del mundo. Su nariz aguileña era un testimonio claro de los ocho siglos de dominio morisco en la península. Se sumaba, el hecho de su tersa piel color te con leche. Rasgos que le valieron el sobrenombre de marras. Hacendosa y tozuda como era, la Turca había hecho sus ahorros y con ellos comprado la posada, que no era más que una fachada para las actividades de sus “pupilas” como ella las llamaba. El edificio tenía dos plantas. La baja servía de comedor y por las noches de improvisada peña. En la superior estaban las habitaciones, más bien cuartuchos donde tenía lugar el “negocio carnal” según las enseñanzas de Fray Rodolfo. Era viernes así que había música. Luego de cenar, las mesas se habían dispuesto en semicírculo para dar lugar al espectáculo. Un cantor acompañado por dos guitarras entonaba:
“Cuando pa’ Chile me voy,
Cruzando la cordillera,
Late el corazón contento,
Una chilena me espera.
Late el corazón contento,
Una chilena me espera.”
Nada más apropiado para la audiencia y para la ocasión; ya que entre las mesas se distinguían varios guasos chilenos, al igual que arrieros y conductores de carretas cuyanas.
“Y cuando vuelvo de Chile,
Entre cerros y quebradas,
Late el corazón contento
Pues me espera una cuyana.”
Todo era alegría, no solo mereced a la música sino a las generosas porciones de vino, matizadas por copitas de grapa, que circulaban entre la concurrencia. Cuando el trío iniciaba su tercera estrofa fue que los vi. Uno era el joven al que le habíamos interceptado en la pulpería de don Selser en Uspallata cosa de un mes atrás. A los que estaban con él no los conocía, aunque me llamó la atención que miraran hacia nuestra mesa y que cuchichearan algo entre ellos. Luego se levantaron, y se fueron. Así que no los vi más.
“Viva la chica y el vino,
Viva la cueca y la zamba.
Dos puntas tiene el camino
Y en las dos alguien me aguarda.”
Sin duda alguna, si algo vivía aquí esa noche, era el vino. Porque fueron muchas las jarras que Juan Estay se puso entre el pecho y la espalda. No es una crítica moralista. ¿Quién puede negarle ese vicio a un hombre de la talla de Juan Estay? El problema era que afuera, en el patio, nos esperaban y no era precisamente: una linda chilena ni una fogosa cuyana.
Una vez que salimos. Se nos vinieron encima. El ataque estuvo destinado a matar desde un principio, pues no medio advertencia alguna, lo que era regla de honor en esos pagos y en esos tiempos. Sabe Dios donde sacó Juan Estay los reflejos para esquivar la puñalada que nuestro viejo conocido, demostrando ser el más audaz de los tres, le tiró a fondo.
_ Date por muerto maula, yo te voy a dar hacerte amigo de los milicos revolucionarios. _ Sonó la voz del agresor con marcado acento trasandino y que tras la fallida estocada inicial se acomodaba para una segunda.
_ ¿Muerto? Tu abuela. Qué entuavia no ha llegado ese día. _ Tronó aguardentosa y sardónica la voz de Juan Estay, mientras enrollaba su poncho alrededor de su mano izquierda, a la vez que en la derecha blandía ya su faca.
Los otros dos, superado el desconcierto inicial por la reacción que no esperaban; ya que habían observado las copiosas libaciones del baqueano. Comenzaron a maniobrar hacia los flancos de su víctima. Yo, por mi parte, estaba petrificado por el miedo. Pero éste que no es zonzo me hizo pegarme a una de las paredes del callejón. Mis ojos ya acostumbrados a la noche divisaban claramente el brillo de los puñales y mis oídos percibían el tintinear de las espuelas rodajeras de los atacantes. Aun sin saber de dónde saqué las fuerzas me encontré a mi mismo abriendo mi sevillana. Don Estay se defendía como gato entre la leña, aunque era solo cuestión de tiempo para que le entraran y recibiera una estocada mortal. Los tres agresores lo asediaban por todos sus flancos, quedando resguardado solo el de su espalada, también apoyada en el lado opuesto del callejón. En esa danza macabra estaban cuando uno de ellos cometió el error de ignorarme y darme la espalda con total impunidad. Sin pensarlo alargué mi brazo y lo apuñalé en la zona de los riñones. Lo que me sorprendió fue la suavidad con que mi hoja se introdujo casi sin esfuerzo en su cuerpo. Después vino el grito del desgraciado y su sangre tibia en mis dedos, que fue lo que realmente me dio más miedo.
Por su parte Juan, había tajeado feo la cara de nuestro viejo conocido. “Tomá, para que tengas vos y los maturrangos que te mandan!” Había exclamado Estay. Dicho esto, el desventurado trío recogió sombreros y cuchillos caídos; y se retiró cargando al herido. No sin antes prometer la peor de las venganzas. Casi simultáneamente, parte de la concurrencia atraída por los gritos de la pelea había ganado el callejón; aunque con más curiosidad que disposición para ayudarnos. Solo la Turca se preocupó cuando vio los brazos de Juan Estay cruzados por varios cortes, que comenzaban a manchar de rojo su camisa. Pero mayor fue su sorpresa cuando me vio. Allí parado con mi sevillana aun abierta chorreando sangre. Me abrazó y entramos juntos a la posada. Mujer de oficio, Leonor era además una excelente enfermera. En pocos minutos, vendas y emplastes estaban adecuadamente colocados. Después de unos instantes, rompió el animoso silencio la voz –esta vez casi sobria de Juan Estay que me decía: “Ensillá, nos volvemos para el Plumerillo, tenemos que informar lo de esta noche. Esto no ha sido una pelea de mamados”.
***
El informe de reconocimiento de Juan Estay había dejado preocupado a todo el estado mayor. Y pese al dicho voluntarista de Napoleón. Una cosa era que pasara un baqueano y otra muy distinta todo un ejército. Para colmo de males no había forma de llevar las cargas pesadas como la artillería de campaña. Claro, Estay en su sencillez no había expresado que en realidad no se trataba de cruzar una cordillera, sino cuatro. La primera era la Precordillera mendocina, si bien baja, es dura y fatigosa de atravesar por la marcada ausencia de recursos; la segunda, era la cordillera Del Tigre, sólo accesible por el difícil paso del Espinacito de más de 6.000 varas de altura; y a continuación venían dos formidables cordones paralelos: la Cordilleras Oriental y la Occidental o del Límite. Sucede que sólo en un breve tramo, el de Mendoza y San Juan. La larga Cordillera de los Andes, que se extiende desde las Islas Aleutianas hasta la Antártica, se divide en dos. Obviamente, se trata de su tramo más elevado, que incluye entre otros picos, a los cerros Aconcagua y Mercedario de casi 8.000 varas de altura. Por suerte entre los macizos señalados corren valles longitudinales, como el de Uspallata –entre la primera y la segunda- y el del río San Juan entre la segunda y la tercera- que permiten un breve descanso al viajero; ya que allí sí hay pastos, agua y leña en cierta abundancia.
Pese a todo lo dicho. La majestuosa magnitud de los Andes no había sido nunca un obstáculo absoluto para las comunicaciones entre Mendoza y Santiago de Chile. Ya sea para los corredores incas que la recorrían desde Cuzco hasta Tambillos. Ni para los chasquis que lo hacían entre la Capitanía General de Chile y su dependencia cuyana. Desde aquellos lejanos tiempos se habían establecido rutas por las que marchaban desde correos y personas; hasta bienes comerciales. Por ejemplo, por más de 200 años los trámites judiciales cuyanos debieron tramitarse en la Real Audiencia de Santiago Chile. Por lo que existía un eficiente sistema de postas. También, cruzaban esas montañas los insumos que en Cuyo se elaboraban. Y los que llegaban de contrabando provenientes de barcos ingleses y franceses que recalaban en el puerto de Buenos Aires y que eran requeridos en Santiago. En sentido contrario llegaban desde la capital trasandina manufacturas como armas y pólvoras que esas provincias necesitaban para luchar contra las invasiones de los indios. Obviamente y pese a todo lo intenso que pudiera llegar a ser. No era, por razones obvias, un cruce sencillo. En principio, hacía falta un equipamiento para enfrentar las bajas temperaturas y un ganado excelente, preferentemente mular. También, era necesario contar con las autorizaciones de las autoridades pertinentes. En este caso del denominado: “Guarda Celador del Camino Principal de Aconcagua y Los Andes”. En forma paralela, estaban los cruces clandestinos que practicaban los contrabandistas de ganado y otras gentes de averías. Pero todos ellos, ya fueran legales e ilegales, quedaban confinados a los meses calurosos que iban de noviembre a marzo en un año benigno. Tampoco eran raras las tormentas de nieve y de viento blanco –aun durante ese lapso- que atrapaban y literalmente mataban a miles de animales y a los audaces que las arreaban. Como efectivamente pasó en el año de 1654 cuando una tropa de reses a cargo de Antonio y Pedro Moyano Cornejo debió soportar una tormenta de ocho días que provocó la muerte de 3000 de las 4000 cabezas de ganado que trasladaban.
Pero hacerlo comercialmente era una cosa y militarmente otra muy distinta, ya que a la oposición que presentaba esta formidable geografía. Había que oponerle la de la voluntad adversa de un enemigo que podía montar emboscadas en lugares de paso obligado. En este último sentido, una de las reglas de oro de la guerra de montaña es que un pequeño destacamento bien armado y abastecido puede retener casi indefinidamente a un adversario mucho mayor que pretendiera forzar un paso obligado. Entre ambos peligros, San Martín ya había elegido, preferiría enfrentarse a todos los rigores que el terreno le ofreciera; antes que a un piquete realista que aunque reducido; pero que bien ubicado pudiera malograr a la más poderosa de las columnas militares. Con ello, se adelantaba a su tiempo, con lo que se conocería después como la Estrategia de la Aproximación Indirecta, hecha famosa por el Capitán inglés Sir Basil Liddell Hart. La historia militar registraba otros cruces militares de magnitud y por ende famosos, como el de Aníbal en su guerra contra Roma; y el de Napoleón para ocupar el norte de Italia. Pero todos ellos deben ser considerados de menor magnitud al que intentaría el militar criollo. Especialmente, si se reconoce que tanto en ancho como en altura. Los Pirineos, que son los montes que los dos primeros necesitaron franquear. Son comparativamente mucho menos imponentes que nuestros macizos americanos. Todo ello sin mencionar el hecho, nada despreciable, que el macizo europeo estaba cubierto de pequeños poblados de montaña. Los que, eventualmente, podían brindar refugio o apoyo a las tropas. Todos conectados por bien conocidos senderos. Nada de eso existía en nuestros montes. Despoblados y carentes de recursos como eran.
San Martín había orientado a su estado mayor para que por sobre todo buscara la sorpresa como factor de éxito principal. Como él la llamaba: una manoeuvre de derrière[1] que le cayera al enemigo por un lugar que no esperara. Ello imponía cruzar los Andes por un lugar inesperado, vale decir por uno difícil. Estaba la ruta principal conocida como del Aconcagua que unía las localidades de Uspallata y Los Andes. Su propia facilidad la descartaba para los planes; pero el problema era que era la única que permitía el tránsito de grandes cargas como la artillería. Ya sabían por Estay que la del Espinacito, aunque cercana a ésta, no solucionaba este problema. Por supuesto, que había otras, tanto al norte como al sur del objetivo estratégico que representaba Santiago de Chile, centro del poder realista. Pero estaban muy distantes entre sí. Por ejemplo, a 17 leguas al sur discurría el paso del Portezuelo de Piuquenes que llegaba a la localidad chilena de San Gabriel; y a 35 leguas más al sur, la del Portezuelo del Planchón Vergara que se comunicaba con Talca. Por su parte, al norte, estaba el Paso de Guana, a más de 80 leguas de Mendoza, que unía San Juan con la zona de Coquimbo. En resumen, un frente lineal de montaña de más de 100 leguas para tropas con una movilidad, que como máximo llegaba, a media legua por hora. ¡Vaya desafío!
Todo saber artístico se rige por principios más o menos universales, pero –en el caso del militar- se trata de principios duales, muchas veces opuestos entre sí. Por ejemplo, el principio de masa obliga a concentrar un volumen de fuerzas superior al del enemigo en el lugar decisivo. Ahora, bien toda gran concentración de medios es peligrosa, ya que es muy difícil de ocultar. Por lo tanto, este principio está reñido con el de sorpresa, que busca justamente sorprender al adversario. Por consiguiente, la conducción militar es un arte que se balancea siempre entre dilemas. Una gran concentración de tropas dificulta la sorpresa; la que a su vez se ve facilitada por la dispersión. Todo termina siendo una cuestión de medidas y proporciones, ya que como sostiene Clausewitz lo militar no tiene su propia lógica, pero sí su propia gramática. Aun así, la lógica formal no se le aplica totalmente. En cambio, son las leyes de la paradoja la que mejor lo rigen. Por ejemplo, un buen plan puede fracasar por el simple hecho de será el más esperado por el enemigo. Por el contrario, uno aparentemente malo, puede tener éxito porque el enemigo no esté preparado para enfrentarlo.
Todo esto, al contrario de muchos de sus contemporáneos, lo sabía San Martín, y allí residía parte de su genio. Él debía sabía que debía reunir la masa de sus fuerzas en un lugar del otro lado de la cordillera. Preferentemente cerca de ella y camino de Santiago que era su objetivo estratégico. Para ello, primero, había que evitar los destacamentos que los realistas ubicarían en los pasos obligados de la cordillera para detener a un ejército invasor. En este último sentido, en la elección de lugares de paso, en su cantidad y en su ubicación estaba la clave del problema. Una columna única sería fácil de detectar, anticipar y en consecuencia detener. Muchas columnas pequeñas, por el contrario, sería difícil que pudieran apoyarse mutuamente; a la par dey fáciles de ser derrotadas individualmente por un adversario hábil. “Dispersarse para marchar y reunirse para combatir”, tal era la máxima elaborada por el filosofo chino de la guerra Sun Tzu. Quien varios siglos atrás había sintetizado la norma bélica que San Martín debería seguir si quería tener posibilidades de éxito. Sencillo de comprender como era el principio, la dificultad de su cumplimiento estribaría en los detalles del dónde, del cómo y del cuándo. Para su definición el conocimiento del terreno sería vital, y en este sentido, los viejos baqueanos cuyanos tenían la llave de este conocimiento.
***
Cuando Juan Estay relató el incidente ocurrido en lo de la Turca la noche anterior. Obviamente, focalizó su narración en el desagradable encuentro con los tres forasteros. Con el obvio omitido de los detalles que no venían al caso. Álvarez Condarco, que además de ser nuestro jefe, era quien estaba a cargo de las tareas non sanctas que le encargaba San Martín. La denominada guerra de zapa. Se preocupó por el incidente y tomó nota de todo. Estay nos relató que creía, que el sargento mayor le había dicho que daría cuenta a su comandante de lo más importante. Y esto era que los godos no estaban inactivos. Ellos también buscaban información, difundir sus ideas y amedrentarnos. Eran los preparativos de la batalla. Los preliminares del gran choque que se avecinaba. Dicen que los que saben, sostienen que es –precisamente- en esta etapa cuando las batallas se ganan o se pierden. No en el campo de batalla. Donde todo ya está decidido. Mientras don Estay nos relataba estos pormenores, tuve la intuición que este tipo de incidentes serían comunes en nuestro futuro. Aunque más que intuición era una deducción. Nuestra propia naturaleza nos predisponía para ello. Hablo de los baqueanos. Éramos por definición, gente de recursos. Hábiles en el arte de sobrevivir. Conocíamos el terreno, sus recursos, como aprovecharlos. Por ejemplo, podíamos marchar, por días enteros, sin necesidad de abastecimiento alguno. Mitad soldados, mitad paisanos. Teníamos las virtudes de ambos. Pues, por un lado, éramos bastante hábiles en el manejo de toda la panoplia de armas de los primeros. A los que sumábamos, por otro lado, la picardía de los segundos. Otra ventaja, que se me ocurría por aquellos momentos. Era el hecho de que éramos fácilmente olvidables. Ya que si se daba el caso de que cayéramos prisioneros. No hacía falta que alguien se hiciera responsable por nosotros. Todo podía negarse y olvidarse.
[1] Maniobra de flanco que busca, por un lado evitar atacar frontalmente el dispositivo enemigo; y por otro lado, golpearlo en su flanco o en su retaguardia.