domingo, 1 de mayo de 2011

CAPITULO IX


LAS DELICIAS DE SANTIAGO



Tal como nos lo había explicado Fray Rodolfo, en sus clases de historia clásica. Las delicias de Capua fueron la perdición de Aníbal tras los triunfos fulgurantes de su campaña italiana. Santiago, estuvo a punto de serlo para nuestro querido comandante. No porque él estuviera inclinado a los placeres fáciles, que no lo estaba, en absoluto. Aunque no puede decirse lo mismo de los hombres que lo acompañaban. Si bien vale argumentar en su descargo que ellos, y Santiago, se lo merecían. Ya que, habían sido casi tres años de intensos esfuerzos. Todos, a esa altura, necesitábamos un descanso. Sólo la voluntad de acero de nuestro máximo líder pudo preservarnos y mantenernos en curso en pos de nuestro objetivo supremo: la libertad americana.
                                                           ***


_ ¿Estoy bien? ¿Cómo me veo? _ Nos preguntó Eduardo a los compañeros de alojamiento. Socarrones, les respondimos con burlas sobre la solidez de su hombría. Pero en realidad todos estábamos nerviosos. No todos los días uno es invitado a festejar una victoria en una de las casas principales de un país recuperado al enemigo. Todo ello sin importar si uno estaba realmente invitado o debía colarse como amanuense de algún jefe del Ejército Libertador. Pero en Santiago todo era alegría y jolgorio, ese verano de 1817. En la casa de don Vicente Pérez Rosales, lo mejor del país se aprestaba a celebrar el baile de la Victoria de Chacabuco, en honor de nuestro comandante. Se sumaba a este motivo la proclamación del General O´Higgins como Director Supremo de Chile; y la eminente repatriación de los patriotas confinados por el gobernador español Casimiro Marco del Pont en la lejana isla de Juan Fernández.


Dado el gran número de invitados, los patios que rodeaban a la solariega vivienda habían sido acondicionados con velámenes y mástiles navales a los efectos de dar cabida al mayor número posible de asistentes. Por su parte, la iluminación de estos salones había sido improvisada con arañas confeccionas con sables bayonetas que sostenían velones de cebo, encintados para evitar que la cera derretida cayera sobre los concurrentes. La ornamentación había sido creada a partir de paneles y biombos adornados con dibujos alegóricos al triunfo de las armas patriotas. Uno, especialmente evocador, lo mostraba al General San Martín, que sostenía una bandera chilena, con un león muerto a sus pies.


De la comida mejor ni hablar; ya que ningún manjar local fue dejado de lado. Había desde pavos rellenos hasta cerdos asados adornados con manzanas en la boca. Pasando por jamones chilotes, almendrados de las monjas, huevos chimbos, quesillos de cabra y escabeches de las más diversas carnes. Todo ello rociado con los mejores vinos blancos ácidos de Santiago, así como los dulces de Concepción. Sin olvidar algunos peninsulares, pues aquí no había enemistad alguna.


Llegamos con Eduardo Joffré y otros auxiliares para cumplir con nuestra misión habitual. Cual era la de cuidar cabalgaduras y carruajes. Sin embargo, la algarabía reinante facilitó nuestros propósitos de participar de la velada, aunque no hubiéramos sido formalmente invitados. Con discreción nos fuimos ubicando en lugares distantes de las autoridades y sus custodios locales.


Por los que nos contaron otros que estaban en actitud similar supimos que el entretenimiento estaría a cargo de dos bandas de música. Una tercera, de reserva, acudiría al lugar de la fiesta donde más se la necesitara. Nuestra fuente agregó que lo que realmente había llamado la atención de los concurrentes. Había sido la novedosa idea de colocar en la entrada cañones de montaña. Sonreímos, ya que éstos eran artefactos bien conocidos para nosotros. Desde nuestras ubicaciones “privilegiadas” observamos que la vestimenta de los concurrentes era acorde a la ocasión. Todos habían concurrido con sus mejores galas. Por su parte, las damas lucían tocados de flores y los caballeros gorros frigios con cintas celeste y blanco. Pero esa noche no había mejor gala que un uniforme patrio. Aunque remedados e incompletos como estaban. Ellos evidenciaban que sus portadores habían participado de la hazaña. Esa noche fueron la atracción central y nos franquearon todas las entradas.


La fiesta dio oficialmente comienzo con el rugir de 21 cañonazos. Obviamente, el momento culminante del convite fue el brindis ofrecido por nuestro comandante general. De pie, en el centro del salón, rodeado de sus jefes y los integrantes de su estado mayor. Alzó su copa y brindó por la victoria y por la patria. Con el paso de los años he olvidado sus palabras exactas. Pero sí llamó mi atención lo que siguió después. Al terminar su brindis, dirigiéndose al afitrión, alzando y mirando su copa, lo inquirió:


__¿Don Vicente está permitido? _ Habiéndole contestado el dueño de cas que esa copa y cuanto estaba allí dispuesto podía romperse si esa era la voluntad de su invitado principal. San Martín arrojó la suya al suelo, haciéndola estallar en mil pedazos. Un ensordecedor crujir de cristales nos indicó que su actitud había sido imitada por toda la concurrencia masculina. A continuación, se cantó nuestra canción patria. Primero, lo hizo nuestro comandante casi a capela, sólo acompañado por dos negros con trompas. Luego, todos la entonaron –una vez más- al compás batiente de las tres bandas reunidas al efecto. Acto seguido empezó el baile. Se inició con un clásico minué; seguido por los ritmos más rápidos de la contradanza y finalmente por alegres rins. Esto era, en definitiva, el evento que nosotros esperábamos. Ver si podríamos gozar de la compañía de alguna moza local. En ese tema no hubo progreso. Valientes como éramos. Inicialmente, nadie se atrevió a nada con respecto de la selecta concurrencia femenina. En concreto, nada hubo más que miradas y sonrisas cómplices. En realidad, lo único que conseguimos con el paso de las horas fue una creciente provisión de comida y de copas. Finalmente, nos invadió la dulce inacción de los borrachos alegres. Aunque después se contaran hazañas amorosas de todos los calibres.


                                                                    ***


Los festejos, ya fueran estos públicos o privados, siguieron por varios días. Parecería que todos necesitaban un respiro después de todas las vicisitudes por las que habían pasado. No sólo los integrantes de nuestro ejército. Por sobre todos, el sufrido pueblo chileno que desde hacía varios años andaba enzarzado en las luchas por su independencia. Particularmente ellos, habían tenido que soportar las marchas y las contramarchas propias de todo proceso revolucionario. Así como habían disfrutado de algunos pocos triunfos, habían tenido que sufrir una larga serie de derrotada. Sin mencionar, las deportaciones, las torturas y otras lindezas impuestas por los godos.


Pero, por más que se festejara. Como nos comentaba nuestro jefe directo, Álvarez Condarco. La situación militar distaba de estar controlada. Al sur, los godos sobrevivientes de Chacabuco, se habían fortificado en la ciudad-puerto de Talcahuano. Desde donde podían recibir ayuda desde Lima. Por este motivo, los “leones” del Coronel Las Heras habían sido despachados en esa dirección. El hecho de no haberlos derrotado en forma decisiva mantenía el escenario de la independencia de Chile sin un claro vencedor. Para colmo de males, aun con una victoria decisiva en el país trasandino, el centro de gravedad enemigo seguía estando en Lina. A muchas leguas de Santiago.


Con lo grave que esto era, no era por lejos la peor de las amenazas. La situación política no estaba calma. Con la victoria parcial de Chacabuco los emigrados volvían a sus casas y –de paso- a sus conspiraciones. Ya la derrota de Rancagua, tres años atrás, había puesto de manifiesto las profundas disidencias internas en el campo patriota local. La entronización del partido encabezado por O’Higgins no ponía fin a la cuestión de quien debía gobernar Chile. Ni de qué curso seguir para consolidar la independencia conquistada. La figura poderosa de los Carrera, como cabezas del partido opositor. Se erguían como largas sombras proyectadas por una cadena de picos en un atardecer de montaña. Para colmo de males, ya habían pasado dos años de Waterloo. Y con el “Ogro” de Napoleón preso en Santa Elena. La Santa Alianza tenía las manos libres para reponer a los monarcas guillotinados, destronados o simplemente desplazados por la ola revolucionaria de principios de siglo. En el caso que nos tocaba a nosotros. Vale decir el de los Borbones españoles. A nuestro antiguo señor, el Rey Fernando, se le había caído la máscara; mostrando su verdadero rostro. Ya nadie lo llamaba “El Deseado”. Ahora se usaban términos tales como: “El Felón”, “El Rey Traidor” y otros que no puedo repetir. Pero por más que todos se hicieran los alumbrados en la Metrópoli. Era vox populi que era sólo cuestión de tiempo para que se organizara y enviara una expedición restauradora a América.


                                                                                  ***


Por intermedio de Eduardo Joffré nos enteramos de varias noticias. La primera, que su hermano mayor, José Antonio, debería acompañar a San Martín a Buenos Aires. Nos explicó que nuestro comandante general necesitaba imperiosamente entrevistarse con Pueyrredón a los efectos de requerirle fondos para continuar su campaña. La segunda, que los Poinsett estaban de regreso en Santiago. Esta última buena nueva no fue comentada ni atrajo acotación alguna. Mejor que mejor pensé para mis adentros. Mientras menos sospechen de mis sentimientos para con María. Finalmente, Eduardo me notificó que nuestro jefe quería vernos mañana temprano por la mañana.


_ Sin San Martín al mando tenemos que estar precavidos. _ Quien había dicho esto era –precisamente- uno de los hombres de mayor confianza del general. El Sargento Mayor Álvarez Condarco. Antes de empezar con su alocución nos había requerido el correspondiente voto de secreto. A continuación, prosiguió:


_Tengo fundadas sospechas de que algo se está tramando. No confió de ese Monteagudo ni en sus contactos aquí en Santiago. Para colmo de males me dicen que Poinsett está de vuelta. Algo debe haber olido... _ Álvarez Condarco siguió explicando y dando detalles. Yo dejé de escucharlo y aproveché el tiempo para echarles una ojeada a los que estábamos allí. Mi amigo, el indio Coliguante, Eduardo, y Pedro un arriero que tenía fama de guapo. Éramos cuatro muchachos, mitad soldados, mitad civiles. Todos auxiliares del Ejército Libertador. En pocas palabras: gente sin importancia que podía pasar desapercibida en una ciudad convulsionada como Santiago. También, aunque en ese momento no me diera cuenta. Éramos un elemento disponible y barato.


_Me entendieron. ¿Alguien tiene alguna duda? _ Preguntó, finalmente mi jefe. Dando a entender que la reunión llegaba a su fin. No pregunté nada. No quería pasar por bobo. Además, Eduardo me lo explicaría todo después. Dicho y hecho. Aunque con tirabuzón le fui sacando los detalles de nuestra nueva misión. Eduardo nos explicó que Monteagudo, era formalmente el auditor del Ejército de los Andes. Pero según Álvarez Condarco, también, el encargado de los trabajos sucios y el representante de intereses non santos. Él sería el blanco de nuestra atención. Era un revolucionario profesional, que había venido desde Buenos Aires poco después de Chacabuco. Esta presteza había alzado una nube de sospechas entre los veteranos de la primera hora. Para colmo de males, había hecho buenas migas con O´Higgins. Es más, por encargo de éste, estaba escribiendo un proyecto de constitución para el primer gobierno independiente de Chile. Entonces, surgía la duda que nosotros ayudaríamos a despejar. ¿Cuáles eran los verdaderos intereses de Monteagudo, particularmente, con respecto a Bernardo O´Higgins?


Por otra parte. Vuestras mercedes, se preguntarán. Como yo me lo preguntara en su momento. ¿Qué hacíamos nosotros espiando a nuestros propios jefes? ¿No hubiera sido mejor concentrar nuestras energías en hacerlo con los godos? Después de cavilarlo largo. Y de recibir algunos talerazos por ese lado. Llegué a la triste conclusión. De que como decimos en Uspallata: no hay peor cuña que la del mismo palo. Que lo que viene a significar en estas lides de la política y de su hermanita menor la estrategia. Si hay que tener a los enemigos cerca. Muchos más a los “amigos”. A los que nunca conviene darles la espalda.
                                                              ***


Las noticias que nos llegaban del sur no eran alentadoras. Talcahuano no caía y seguía resistiendo con éxito los embates de “Los Leones”. También, sabíamos que José Miguel Carrera se había presentado en Buenos Aires con una pequeña flota financiada por los EEUU. Pero, también, que se había negado a subordinarla al Ejército Libertador; pues según su temeraria afirmación: “...San Martín no va a liberar mi país sino a conquistarlo”. Del mismo modo, estábamos al tanto que cuando el díscolo chileno quiso zarpar sin permiso, Pueyrredón lo encarceló. Por lo que por ese lado no había que esperar problemas. Al menos, en lo inmediato. Por su parte, se decía que sus hermanos estaban en Mendoza preparando una rebelión contra lo que llamaban la “intromisión argentina en Chile”. Luego, nos llegaron rumores de que ya habían cruzado la cordillera y que estaban trabajando en Santiago de incognito. Lo único que sabíamos con certeza era que su padre ya estaba de regreso en la ciudad tras su destierro en la isla de Juan Fernández.


Nuestra tarea principal era la de vigilar los movimientos, las reuniones, los contactos de Monteagudo. Al efecto montábamos guardia frente a su residencia y lo seguíamos discretamente cada vez que salía. Al principio nos pareció algo emocionante; pero con los días se transformó en una tarea tediosa. Diariamente reportábamos nuestras novedades a Álvarez Condarco, quien anotaba lo que le parecía importante. Pasaron algunos días con la monotonía habitual de rondas y descansos. En verdad era impresionante la cantidad de visitantes que recibía Monteagudo. Entre ellos algunos llamaron la atención de mi jefe. El primero, obviamente, era Joel Poinsett. El enviado norteamericano estuvo con Monteagudo varis veces. En una de ellas, lo hizo acompañado del patriota Manuel Rodríguez. Quien era todo un personaje, por esos días, en Santiago. Pues, era considerado el más valiente opositor a la presencia española en Chile. De hecho, no se había exilado luego de Rancagua. Por el contrario había organizado una eficiente montonera que con emboscadas y golpes de mano mantuvo a raya a los godos hasta la llegada de las tropas sanmartinianas. Enemigo acérrimo de O´Higgins, aceptó entrevistarse con un delegado del Director Supremo. Pero, aparentemente, no hubo acuerdo. Ya que ambos salieron de la reunión hechos una furia. Lanzando maldiciones hasta en arameo.


Como operábamos en parejas, uno siempre tenía turnos libres. En los que se suponía que uno hiciera las cosas normales de la vida como: alimentarse, dormir y no hacer nada, sin mencionar otros menesteres. Fue en esas oportunidades que me aproveché para conocer la rutina diaria de María. Por lo que pude averiguar. Aparentemente estaba muy enferma. Y no pisaba la calle sino para concurrir los domingos a misa. . Cuando sale al exterior lo hace siempre acompañada por su fiel esclava. Pasaba la mayor parte del día en la cama, encerrada en su habitación. Y salía de ella por la tarde. Cuando bajaba el sol. Para dar un paseo por el jardín. Luego, se sentaba en un banco en una galería cubierta por una lona gruesa que pendía de la pared. A cuya media sombra crecían geranios y helechos. Allí leía un libro o realizaba alguna manualidad. Después de pensarlo. Deduzco que no tengo otra alternativa. Si es que quiero verla. Que montarle una emboscada en la Iglesia de San Francisco, que es a la que ella concurre.


Iste, missa est. Recita mecánico el cura párroco. Por fin termina la misa de ocho. Que es la primera de la mañana. Por suerte no es una de las más populares. La concurrencia se compone, en su mayoría, por mujeres devotas y mayores; y por algunos pocos hombres. Las mujeres lo hacen con sus cabezas cubiertas por mantillas tejidas al crochet o por tules color negro. Pese a ello, no me resulta difícil ubicarla a María. La veo recibir la bendición arrodillada, levantarse, cerrar su misal, y por último, dirigirse al atrio, donde se santigua antes de salir. En la cuasi penumbra de esta construcción de madera que separa el lugar santo del profano. Hago mi jugada y la intercepto. Pero ella aparenta no verme, me esquiva, y sale al exterior.


_! María! ¡María! _ Por unos pasos hace como que no me escucha. Pero, mediante una seña, le indica a su esclava para que prosiga sola. A la vez, que ella disminuye su paso para que yo pueda caminar a su lado. Casi con desdén me dice:


_ Te creía muerto. Ni una carta, nada, ninguna noticia...


_ Bueno yo. En realidad... Es que...


_ No puede ser. Tienes que prestarme más atención. ¿Qué es ese parche que tienes en la frente?


_ Sí, sí, seguro. Es que yo... No es nada solo un golpe que tuve.


_ Bueno. Me han contado que te has portado como un hombre. Eso me llena de orgullo. Aunque me preocupa. Verás, en realidad tengo que pedirte un favor. Quiero que busques unos papeles para mí.


El encuentro terminó rápido. Hasta tuvimos un roce de mejillas con María. Pero más allá de las connotaciones románticas de este acontecimiento. Había algo que me preocupaba. Tonto como era, a esa edad. No lo era tanto para no darme cuenta que lo que me requería María. Era, lo menos una indiscreción, sino una traición. ¿Cómo podía pretender que yo buscara entre los papeles de mi jefe, el legajo de su padre? ¿Es que acaso se había vuelto loca? No, el que estaba loco era yo por escucharla.


Lo que más me sorprendió fue que mi jefe no se sorprendiera. Cuando le conté sobre el extraño pedido de María. Era obvio que algo sabía. En definitiva, era él quien me había estado entregando las cartas de María. ¿Las habría leído? Probablemente. Por algo había sido elegido por San Martín para dirigir su servicio secreto.


_ Está bien Juan que hayas venido a mí. Las lealtades de un soldado no pasan por unas 80 libras de carne. Por mas bien formados que estén. _ Dijo socarrón. Por mi parte trate de disimular el desagrado que aquel comentario me había producido. El prosiguió:


_ Le seguiremos el juego. Veremos hasta donde o hasta quien llegamos. Aquí tienes. Estos son los papeles que tenemos de su padre. Dijo esto alargándome varios folios anudados entre dos tapas de cartón negro.


_ Bastante tenemos como verás. Obviamente, a cambio de estos papeles habrás de sacarle algo a cambio a tu novia. Así es este negocio. _ Dijo esto, a la par que largaba una risotada y me palmeaba la espalda.


Hubiera querido matarlo en ese momento. Me tuve que contentar con el más duro de los silencios y con mi mejorcara de desprecio.