domingo, 1 de mayo de 2011

CAPITULO XIX

LA RENUNCIA





_ Juan preparáte unos amargos. Llamámelo a Guido que tengo que charlar unas cosas con él. Esas fueron las órdenes del General San Martín. Ya de regreso de su viaje a Guayaquil. Había llegado esa mañana a La Magdalena. Su primera reunión había tenido lugar, más temprano, con Rosita. Sé que charlaron largo y tendido, mientras almorzaban. Creo que fue ella quien lo terminó de convencer de que lo mejor era retirarse. Tampoco, estaba ya Monteagudo para insistirle en que tenía que erigirse en dictador. Su dilema estaba, por fin, resuelto. Y digan lo que digan. Estoy seguro que lo resolvió de la mejor manera. Supo contenerse ante una barrera, cuando muchos otros hubieran seguido de largo.


_ Guido me marcho de inmediato. Juan me tiene preparados los caballos para que me lleven a Ancón. Allí me espera “La Belgrano” alistada para llevarme a Chile.


El Coronel Tomás Guido quedó mudo. Por fin, logró decir:


_ ¿Bromea usted?


_ Hablo en serio.


_ ¿Y es posible que usted haga tal cosa? ¿Es posible que se vaya? ¿Qué nos deje? ¡Usted no nos puede hacer eso a nosotros! ¡Es una deserción! No se da cuenta usted que expone toda su obra al fracaso. La campaña no está terminada. No ve que va entregar al Perú a todo tipo de reacciones turbulentas. Su ausencia no puede provocar otra cosa más que anarquía. ¿Cómo se atreve usted a abandonar a aquellos que los han seguido desde el Plata y desde Chile? ¡No le creo!


_ Lo he meditado todo profundamente, detenidamente. Ni desconozco mis obligaciones, ni olvido mis deberes, ni paso por alto los intereses de América. Pero no puedo permanecer aquí ni un día más. Me duele muchísimo el abandonarlos a ustedes. Camaradas a los que quiero como hijos. Pero no puedo demorar un solo día sin empeorar mi situación. Me marcho. Nadie, ni usted mi amigo me apeará de la convicción en la que estoy. Estoy convencido que mi presencia en el Perú les acarreará a ustedes más desgracias que mi separación. Así me lo presagia el juicio que me he formado de lo que pasa tanto dentro como fuera de este país. Tenga usted por seguro que por muchos motivos no puedo quedarme en mi puesto, aún en contra de mis sentimientos y de mis más firmes convicciones. Voy a decirle una de ellas: es la inexcusable necesidad que tengo, si voy a sostener el honor del ejército y su disciplina, de fusilar a algunos jefes. Y me falta valor para hacerlo con compañeros de armas que me han seguido hasta aquí. Y como si esto fuera poco. Existe una dificultad mayor, que no la conoce ni nuestro fiel amigo, el General Bernardo O´Higgins. Se lo digo a usted sin doblez. Bolívar y yo no cabemos en el Perú. Y Bolívar está resuelto a venir. No ahorrará medio alguno para entrometerse en las cosas del Perú. Tal vez esa sea la solución para este país.


A la mañana siguiente salimos para Ancón. Un fondeadero a 5 leguas al norte del puerto principal de El Callao. Efectivamente, allí lo esperaba “La Belgrano”. La que no pudo zarpar hasta la mañana del día siguiente. Ya que ese era el momento de la marea alta. Mientras esperábamos. Escribió una carta para su gran amigo Guido.


Mi amigo,


Usted me acompañó de Buenos Aires, uniendo su fortuna a la mía; hemos trabajado en este largo periodo en beneficio del país lo que se ha podido; me separo de usted, pero con agradecimiento, no sólo a la ayuda que me ha dado en las difíciles comisiones que le he confiado, sino que con su amistad y cariño personal ha suavizado mis amargura y me ha hecho más llevadera mi vida pública. Gracias y gracias, y mi reconocimiento.


Su San Martín.


Me pidió que se la entregara. Me preguntó si aún tenía la faca que me había regalado. Le dije que sí. Me contestó que no la usara sin causa y que no la guardara sin sangre. Acto seguido, recomendó que me cuidara. ¡Vaya si tenía razón en este punto! Me abrazó y nunca más lo vi. Aunque muchas veces lo recordé. Y en otras tantas tuve noticias sobre sus andanzas.




                                                                                   ***




Más allá del dolor que la partida de nuestro general me producía. Esta situación abría la tierra bajo nuestros pies como un abismo. En primer lugar, sufriríamos todos los que nos encontrábamos, de un modo u otro, próximos a San Martín. Eso era obvio. Los argumentos del Coronel Tomás Guido, su secretario ayudante, en contra del retiro de su general en jefe. Eran de peso. Mucho de lo que él le había profetizado. Estaba seguro que se cumpliría con largueza. Para seguir, estaba el hecho de que Monteagudo, mi jefe directo. Había sido expulsado del gobierno en ausencia de San Martín. Cuando él llegó de Guayaquil nada pudo hacer; ya que era un hecho consumado. Por su parte, Monteagudo mismo había buscado refugio en Guayaquil. Bajo las alas protectoras de la estrella naciente de Simón Bolívar. ¿Otra coincidencia? Y como si todo esto fuera poco. Quien lo había desterrado. Era un viejo enemigo mío: José de la Riva Arguello, a la sazón prefecto de Lima. Uno más que no creo que olvidara del incidente de aquella noche en la taberna de “El Diablo” en la calle de la Faltriquera. Finalmente, estaba mi situación con María. Agravada, luego de ese mismo incidente. Donde su marido salió con algunos huesos rotos. Pero con el aprecio de María reconstituido hacia su persona. Gracias a los misterios del corazón femenino. Esas heridas, le habían vuelto a abrir las puertas de su alma. Y, en consecuencia, ella ya no quería saber nada conmigo. Al menos por ahora. Obviamente, doña Joffré tenía razón. Cuando las desgracias vienen. Lo hacen todas juntas, en batallones.


Cavilaba estas cosas mientras desandaba mi camino desde Ancón. Estaba siempre la posibilidad de regresar a Uspallata. Hubiera sido lo más lógico. Creo que lo hubiera convencido fácilmente al Coronel Guido para que me dejara libre. Pero, por alguna extraña razón. O debo decir por varias. Entre las que se contaban mi amor frustrado por María, mi sed de venganza y la bronca que ahora sentía contra todo aquello. Fue que decidí quedarme en el Perú.



                                                                                            ***



En Lima la vida continuaba. El torrente de pasiones que San Martín había tratado de encauzar, ahora en su ausencia, se desbordaba. Él había previsto que las políticas discurrirían por los canales del Congreso Constituyente. Efectivamente, éste se había reunido al comienzo de la primavera de 1822. Las provincias libres habían enviado sus delegados. Mientras, que las que estaban en poder de los realistas habían sido representadas por limeños. Inicialmente, la medidas de tipo humanitario. Como la terminación del tráfico de esclavos. Y otras de carácter administrativo. Como la organización territorial. Fueron fácilmente aprobadas. Por su parte, otras. Las realmente de fondo. Fueron descartadas. Tal fue el caso de la misión. García del Río-Paroissien que fue, finalmente, desautorizada. Poniéndole punto final los proyectos monárquicos en América. Otras que buscaban traer la paz a los espíritus exaltados. Como fue el caso de la ley de amnistía. Se quedaron cortas; ya que, por ejemplo, Monteagudo fue específicamente excluido de ella. Tampoco, fue muy feliz el ejercicio del poder ejecutivo que hizo el congreso. A través de la Junta Gubernativa, a cargo de un tal José La Mar, que había reemplazado a San Martín.


Otro frente que se deterioraba, rápidamente, era el militar. Los ansiosos que criticaban a San Martin por su supuesta inacción. Tuvieron, al fin, su oportunidad. O al menos, eso creyeron ellos. Ni bien pudo, el general Alvarado se lanzó a perseguir a La Serna con los casi 5.000 efectivos que pudo juntar. Pese al buen plan. Que había sido ideado por San Martin. Pero, quien no había ordenado su ejecución. Precisamente, por la falta de medios para ejecutarlo. Este era uno que, básicamente, consistía en atacar a los realistas desde dos direcciones: desde la costa y desde la sierra. Y pese a los esfuerzos desarrollados por Miller. Quien operaba desde el litoral marítimo. La Serna no tuvo mayores problemas en derrotarlo a Alvarado en las batallas de Torata y Moquegua. Acto seguido, la falta de liderazgo evidenciado, sumado al desgaste de fuerzas que llevaban casi 10 años de operaciones condujo a un desenlace natural. Cansadas de tantos sufrimientos, de soportar estoicamente una carencia crónica de apoyo. Se sublevaron. Las peruanas en el Balconcillo, al principio del año siguiente. También, se comentaba la creciente inquietud entre las nuestras. Especialmente, en la guarnición de El Callao. Todas las críticas apuntaban hacia el Coronel Enrique Martínez. Al que tildaban de déspota. Solo para dar un indicio de la debacle. Les digo que de los casi 5.000 soldados argentinos, chilenos y peruanos que conformaban la fuerza de Alvarado. No más de unos 1.500 volvieron a sus campamentos. Con ello los realistas se anotaban un éxito resonante; y lo que era más importante, renovaban sus esperanzas de reconquistar Lima.



                                                                                   ***



Congresito ¿cómo estamos con el tris-tras de Moquegua?


De aquí a Lima hay una legua


¿Te vas?, ¿Te vienes?, ¿Nos vamos?


Como si mis desgracias no fueran suficientes. Tenía, ahora, que soportar la copla realista. La arrogancia de los que nosotros habíamos vencido tiempo antes. Solo un motivo me mantenía sentado en esa silla. Mirando insistentemente hacia la puerta. María me había citado en aquella taberna de moda en la calle Belén. Una ciudad que ya no estaba en nuestro poder. Los nuestros la habían abandonado. Las tropas de Canterac la habían hecho suya. Aunque nadie creía que pudieran mantenerse por mucho tiempo. Probablemente, fueran vitoreados por los mismos que nos habían recibido con flores a nosotros dos años atrás. Me quedé. Me negué a replegarme con las tropas patriotas. No quería más ser parte de ellas. Gastadas, cansadas, casi amotinadas como estaban. También, latía en mi corazón la posibilidad de recuperar los favores de María.


Por fin la vi entrar. Sin mayores dilaciones se sentó en mi mesa. Elegantemente evitó mi boca. Me ofreció su mejilla.


_ ¿Cómo estás? ¿Piensas seguir con esta locura de quedarte? Me cuentan que hoy el congreso, presionado por los amotinados de Balconcillo, eligió a Riva Agüero como Presidente de la República. Es uno de tus enemigos jurados. No se debe haber olvidado de lo que le hiciste aquella noche.


_ Ni falta hace que me lo recuerdes.


_ ¿Qué es lo que tienes pensado hacer?


_ No lo sé. Todavía no lo tengo decidido. Técnicamente soy un desertor. Podría reintegrarme a nuestras tropas en El Callao. Pero, no tengo ganas. Todos ellos tienen el olor de los vencidos. También, puedo intentar volverme a Uspallata; pero, tampoco tengo muchas ganas. No quiero volver ahora. Por descarte, me queda quedarme por acá. Haber que pesco. María pareció no entender mi indirecta.


_ Podrías quedarte en lo de Fray Mendoza, en el convento.


_ Sabés que tenés razón. Creo que es mi única opción. _ Me escuché decir resignado. Seguimos charlando un rato más sobre cosas intrascendentes. Me hizo prometerle que la visitaría y que no me olvidaría de ella. Vaya descaro. Pese a la certidumbre sobre su manipulación. Ya sabía, en ese mismo momento. Que no podría sustraerme de su atracción. Y que iría a visitarla. Por aquello que el corazón tiene razones que la razón no entiende.


                                                                             ***



Fray Mendoza me recibió con los brazos abiertos. Como un hijo prodigo. Pero, pronto aprendí que en esta vida no existe tal cosa como casa y comida, gratis. Amén de mis tareas serviles en el convento. El fraile decidió que me hiciera cargo del entrenamiento de sus goliardos. De todos modos, tanto él como yo, debíamos ser muy cautos con nuestras actividades. Como decimos en Uspallata, el horno no estaba para bollos. En Lima pululaban los realistas. Personas como nosotros éramos sospechadas. Tanto para uno como para otros. Era obvio que se nos vigilaba. También, algunos de nuestros hombres sufrieron ataques directos. Uno murió acuchillado cuando volvía a su casa. Otros tuvieron más suerte y solo recibieron una tunda de palos. Por su parte, el clero tradicional. Al que Mendoza había atacado y juzgado tan duramente. Le devolvían el favor. El fraile me contó que el obispo de Lima gestionaba en Roma la remoción de tan molesto huésped.


Los días continuaron su curso. En varias oportunidades intenté retomar mis contactos íntimos con María. Pese a mis intentos. Nunca volvió a ser lo mismo. Nunca pude pasar de ciertas muestras de cariño. Ella sostenía que aún me amaba, pero que le debía fidelidad a su marido. Especialmente, ahora, tullido como él estaba. Me dijo que él sospechaba de nuestra relación y que le había hecho una escena de celos terrible. Por otro, lado estaba su padre. El garante de su casamiento. El que había manejado en términos de una alianza. Una puerta de entrada que lo vinculaba con lo mejor de las clases dirigentes del virreinato. Obviamente, que veía con inquina todo acercamiento a un tipo como yo. Que a la par de ser un criollo plebeyo. Estaba vinculado a un libertador que había partido. Dejando su proyecto y sus hombres al garete. Así, sin mayores alternativas. Galgueando, pasé ese verano. Incidentalmente, me cruzaba con camaradas. Quienes deambulaban, mendigando por Lima. Los ayudaba como podía. Los invitaba a comer al convento. Por suerte, los frailes dominicos eran bastante generosos, y sabían hacer la vista gorda en ese sentido. En uno de estos encuentros, en el otoño del 23, me contaron que un gran general, un tal Sucre, había llegado con 3.000 colombianos a El Callao. Prometiendo más ayuda y despejando el terreno para la llegada de su jefe, el “gran” Simón Bolívar. Otro, también, me contó que Lavalle había preguntado por mí. Cosa que me llenó de júbilo; y me dio algo de calor en esos fríos días.