domingo, 1 de mayo de 2011

CAPITULO XVII


UN LIBERTADOR ACOSADO



Doña Joffré decía con sabiduría que si algo empezaba mal acababa peor. Tal fue el caso de mi relación con Bernardo de Monteagudo. Pero tengan paciencia vuestras mercedes. Tal es el entripado. Que les pido me permitan que se lo vaya contando de a poco. Empecemos por el final. Monteagudo murió asesinado en Lima. Una vez que San Martín se había ido, y mientras estaba al servicio de Simón Bolívar. Obviamente que murió en su ley. Como dicen algunos: genio y figura hasta la sepultura. Fue lo que dije cuando me lo contaron. Tratando de que mi comentario pasara lo más desapercibido posible. Mis razones tenía para hacerme el distraído. Un pensamiento, seguramente, compartido por muchos de nosotros. Reconozco que no me produjo tristeza. Todavía tenía presente su huida a Mendoza después de Cancha Rayada. Su permanente aprovechamiento de la confianza de San Martín. Pero, por sobre todo su forma de vida. Siempre al límite. Justificándolo todo, la mentira, el asesinato para el logro del objetivo. Probablemente, fuera su conducta indispensable para quienes quieren hacer una revolución. No lo sé. De hecho fracasó. ¿La mejor prueba de ello? Según creo. Es que no fue asesinado por sus enemigos. Si no por una persona de su confianza. Alguien que lo conocía bien. Todo un símbolo.
Entre tantas, recuerdo esa noche oscura y neblinosa. Como sólo el invierno limeño puede producir. Como siempre estaba excitado. Y hablaba casi sin parar. Me pedía que le llevara café a cada rato. Estaba con él. Otro viejo conocido mío. El fraile dominico, Rodolfo Mendoza. Mandado a buscar para montar el juicio a Monseñor Bartolomé de Las Heras. Acusado de actividades contrarrevolucionarias. Tal como ya lo habían hecho en Mendoza contra sacerdotes realistas. Ambos debatían cual sería la mejor forma de apresarlo, juzgarlo y deportarlo. Fray Mendoza, era un especialista en Teología y en Derecho Canónico. Monteagudo, un revolucionario y un maquiavélico nato. No sólo era importante inculpar al pobre cura. Era necesario montar un proceso que pareciera lo más justo posible. No querían predisponerse mal con Roma. Poco les importó a ambos que el clérigo, en cuestión, tuviera más de 80 años. Ni las similitudes que tales actitudes tenían con las de la odiada Inquisición. En efecto, derogada el año anterior. Querían dar un escarmiento al clero. Demasiado apegado a sus viejos privilegios, a sus posiciones y a la Corona.
Otro recuerdo que me viene a la memoria fue el sainete que vivimos con las locuras de Cochrane. De hecho, Monteagudo era el Ministro de Guerra y Marina de la nueva administración peruana. Así, que las acciones del vicealmirante estaban, de alguna forma, bajo su control. Y en esta, a diferencia de la anterior, creo que tenía razón. El famoso marino escocés, el “Lord Metálico”, como lo llamaba San Martín. Estaba fuera de control. Llevando sus amenazas a los hechos. Había capturado, y no devuelto, buques y dineros propios, en el Puerto de Ancón. Por suerte, nuestro comandante general sabía cómo ponerle el cascabel a ese gato. En principio, le ordenó a Monteagudo formar una armada. Que fuera peruana, no chilena; y por tanto, no subordinada a la de Cochrane. Y la otra, mandó llamar a otro marino excepcional. A nuestro querido Hipólito Bouchard para que le pusiera freno. Como sería la fama del francés, que cuando se enteró que lo esperaba frente al Callao. El escocés hizo mutis por el foro y se fue para Valparaíso. De todos modos, no fue fácil concretar la creación de una marina para Perú. Al efecto, se contrató a otro marino extranjero. Al capitán de navío inglés, Martin Guisse. Se comenzó con la adquisición de buques. El primero fue la goleta “Sacramento” capturada y rebautizada “Castelli”. Más tarde, se incorporaron los bergantines “Belgrano” y “Balcarce”; siguieron la corbeta “Limeña”, las goletas “Macedonia” y “Cruz”, el bergantín “Coronel Spano”; y finalmente, la fragata “Protector”. Su primera misión consistió en patrullar y bloquear los puertos sureños de Cobija y Nazca. Pero, por las permanentes quejas de Monteagudo, supe que nunca lograron su cometido. Eran demasiado pocos.
Pero el hecho que más recuerdo de este gran granuja fue uno que me tocó personalmente. Todo comenzó de la manera que menos esperaba. Con aquella nota que me citaba esa medianoche en la plazoleta de la Micheo. Firmaba: María. El lugar estaba en el sector aristocrático de Lima. Pero, a esa hora, lo que único que reinaba era la tiranía delictiva: Una peste que asolaba a la Ciudad de los Reyes por esos días. Salí de mi alojamiento en las caballerizas del palacio virreinal. Caminé hacia el norte por la calle Belén. Las diez cuadras que me separaban de la del Jirón de la Unión. Una de las principales del damero limeño.  De hecho, una estrecha calle, hecha aun más angosta, por los balcones en voladizo que avanzaban desde ambos lados. Y que le daban fama de elegante. Quería llegar unos minutos antes a la cita. Por precaución, también para calmar mi nerviosismo.  Al llegar me ubiqué en la oscuridad del atrio del convento de San Juan de Dios. Muy pocos fueron los transeúntes con los que me crucé en camino. Ninguno vi en la plazoleta. Calculé que ya eran las doce pasadas y nada.  No había ni rastros de María. Salí de mi circunstancial escondite. Crucé la plazoleta en diagonal. Desde una de sus glorietas. Escuché un chistido. Creí distinguir, por sus vestimentas, a un muchacho. Pero el brillo de sus ojos me puso sobre la pista. Era María, vestida en ropas de hombre.
_ ¿Estás loca no sabes que está prohibido?
Se limitó a encoger los hombros. Para luego abrazarme. La proximidad de su cuerpo, el calor, el olor, que creía olvidado. Aumentaron mi confusión.
_ Te creía más audaz.
_María eres una mujer casada…
_Mal casada. Querrás decir. _Me interrumpió, para proseguir ella:
_Pero eso no importa ahora. Estoy aquí para hablar algo muy importante. Tu comandante…
_ ¿Qué pasa con mi comandante?
_ No cabe duda que es el hombre del momento. Pero eso puede cambiar. Me dicen que no entiende, que no escucha.
_ ¿Qué no entiende qué?
_ Mira.  El tiene ideas muy elevadas, pero que no funcionan aquí. Cree que alabando o educando al pueblo llano los va a convencer. Aquí hay muchos intereses. Económicos, para empezar. No se le puede dar la libertad a los esclavos ni a los indios. Todo se basa en ellos.
_ En su explotación…
_ ¿Pero qué esperaban? Ustedes los alistaron en sus regimientos de infantería como carne de cañón. ¡Excelente! Aquí, al menos, quieren cuidarlos para que vivan y trabajen.
_ Lo nuestro es más digno.
_ ¿Más digno? Qué risa que me da. Despertá. Vos y tu comandante no son más que unos soldadotes. Acá para mantenerse en el poder van a tener que dar palos. Esto es Lima. La Ciudad de los Reyes. Te pueden perdonar muchas cosas. Jamás que alteres cómo funciona la cosa.
_ Bueno veo que vos estás muy al tanto de todo. Pero, ¿me has convocado, aquí, a medianoche para hablar de estas cosas?
_ No, tonto. Estás aquí porque necesito pedirte algo. Algo que solo tú puedes hacer. Quiero que te pongas a órdenes de Monteagudo. El único entre ustedes que sabe lo que hay que hacer.
_ De hecho lo estoy. Es el auditor del ejército. Ahora, también, es ministro de guerra.
_ No. Eso son las apariencias. Quiero que lo obedezcas en todo. En todo lo que te pida. Sé que vos y los que son como vos, lo tienen por una mal bicho. Dicen que no es un soldado. Lo tildan de ave negra, de caga tinta…
Resignado bajé mi cabeza. Estaba todo dicho. Me abrazó y me besó en la boca por primera vez.


***


Lo más que advirtieron fue el verlos compartir unos bailes. O llegado el caso, tomarse de la mano en alguna fiesta. Ambos, siempre guardaron las apariencias. Lo cual no fue obstáculo para que la Ciudad de los Reyes, entronizara a Rosa Campuzano Cornejo. A Rosita, como la conocíamos nosotros. Como la amante oficial del Protector de Lima. Mi Comandante General, el General José de San Martín. Otra era la realidad que se vivía en “La Magdalena”. Donde gozaban de la privacidad y de la complicidad de sus íntimos. Allí sí se demostraban su afecto y su amor. A la par de pasar horas juntos, charlando. Por aquel entonces, ella tenía 25 años, él 43. Pero más allá de su juventud. Rosita fue siempre una mujer hermosa. Tenía el salero típico de las razas bien combinadas. Su piel, color te con leche, contrastaba bellamente con su pelo renegrido y sus ojos verdes. Había nacido en Guayaquil. Y venido a Lima acompañando a un rico comerciante que la abandonó. Cuando ésta llegó, colaboró desde temprano con la revolución. De hecho, era una de las espías más audaces de la extensa red que manejaban los patriotas. Que reconociera a San Martín en su entrada a Lima. No fue un hecho casual. Ya que Rosita se le había presentado en Huaura. Poco tiempo después del desembarco del Ejército. Prometiéndole todo su apoyo.
Paralela a esta relación amoroso, física. Prosperaría una más profunda, más importante. Rosita, no solo fue la amante de San Martín. También, su confidente. Con ella discutía, principalmente, las reformas políticas que tenía en mente. Las que soñaba con imponer en ese laboratorio humano que era el Perú post colonial. Ella, no sólo era una persona ilustrada. Ya que había leído a los autores correctos. Conocía muy bien al quien es quien de la sociedad limeña. Especialmente, en sus dobleces, en sus hipocresías. Los había sufrido en carne propia. En calidad de querida de un hombre importante. Los matices que se le escapaban a un soldado como San Martín. Rosita los captaba efectivamente. Siempre le repetía: “No han faltado hombres poderosos que han alabado al pueblo sin haberle amado nunca, y muchos de ellos que el pueblo ha amado sin saber por qué.” Del mismo modo, le recomendaba prudencia y humildad: “Ten siempre presente que el orgullo echa a perder al hombre favorecido por el éxito”.
Esta creciente influencia no pasó –precisamente- desapercibida por su círculo íntimo. Especialmente, por su ayudante general, el Coronel Tomás Guido. Y por, su asesor jurídico de siempre, el Doctor Monteagudo. Siendo el primero de ellos, un hombre generoso, que no temía compartir la influencia sobre su jefe. No sintió nunca celos al respecto. No había problemas por ese lado. Por el contrario, la naturaleza manipuladora de Monteagudo se vio contenida, y confrontada, con este adversario no previsto. Que para colmo de males compartía la cama con su general. De este sentimiento, a las intrigas concretas había solo un paso. Monteagudo, estaba –en ese sentido y en muchos otros- dispuesto a darlo. Sabía que la revolución con la que había soñado estaba en un momento crítico. Ahora, cuando todo podía irse al Diablo. Cuando era esencial mantener la sangre fría. Su jefe, el hombre que él había ayudado a entronizar para esta tarea, se liaba con un trozo de carne. Sin importar cuán bien ésta estaba dispuesta.
¿Mi rol? En esta intriga. No lo comprendí hasta el final. O lo que es lo mismo. Cuando era demasiado tarde. ¿Creen vuestras mercedes que a mi edad me hubiera podido sustraer de la influencia de María? Créanme que lo intenté. Ella, junto a su padre, estaba con aquellos como Monteagudo que querían una Revolución. Una con mayúscula. Desconfiaban de la moderación de San Martín. Creían que una que se precie de tal, tiene que tener sus cadalsos y sus guillotinas. Probablemente, en algo tuvieran razón. Lima era una bolsa de víboras. Pero, su victoria, si es que la hubieran conseguido por ese lado. Hubiera sido una sin alas. Posiblemente, Monteagudo se diera cuenta de ello. Sí, aunque me cueste admitirlo, creo que al final lo terminó comprendiendo a San Martín. Pero, también para él, fue demasiado tarde. Para colmo de males se metieron en este estofado los jefes disconformes del ejército. Esos puristas, buenos para nada, que creían que Rancagua les había dado derechos sobre su comandante. Y como si esto fuera poco. Acaba de hacer su entrada en escena. El gran ambicioso que era Simón Bolívar. Ese sí que no le hacía ascos a nada.  Y que como una araña había tejido su red. Comprando voluntades. Como la de Rogel Poinsett, como la del mismo Monteagudo.  Una malla que se cerraba sobre San Martín. Apretando, primero, a quienes éramos de su círculo íntimo y seguíamos siendo leales.


***


_ Quiero que piensen como nosotros. Yo no quiero dar un paso más allá de la marcha de la opinión pública. No quiero riesgos en ese sentido. Les tenemos que dar la oportunidad de que lo hagan por ellos mismos. Cómo elijan gobernarse no nos concierne en absoluto. Nuestra misión termina cuando tengan los medios para gobernarse a sí mismos. Una vez hecho esto nos iremos. _ Dijo de un tirón el General San Martín. Acto seguido me pasó el mate. Estaba de cebador. Le gustaban amargos, con algo de café.
_ José, comparto tus ideas. Hay que ir despacio. Pero, la libertad de prensa y la supresión de la censura son claves para… _ Estaba argumentando Rosita. Cuando la voz aguda de Monteagudo la interrumpió, para decir:
_ Todo eso está muy bien. En teoría. Pero en la práctica, tenemos información de que circulan, panfletos, libelos difamatorios que promueven la contrarrevolución y la resistencia. Mientras sigan los españoles a cargo de los cargos públicos, de los negocios y de los periódicos. No tendremos posibilidad de instaurar nuestras ideas.
_Bueno, ¿Qué es lo que usted propone? _ Le interrogó San Martín.
_ Mi general. Según sabemos hay unos 15.000 españoles en Lima. Hasta que no reduzcamos su cantidad en forma importante. Descontando a unos 600 recalcitrantes que tendríamos que internar ya mismo. No avanzaremos gran cosa. Ni podemos permitir que comploten contra nosotros.
_ ¿Internarlos? ¿A dónde?
_ Mi general. Tengo el lugar. En el convento de La Merced. Acá en Lima. Pero, tarde o temprano, necesitaremos llevarlos a El Callao. Para desde allí poder deportarlos.
_ Está bien hagan los arreglos necesarios. Pero, no quiero excesos. Sentenció resignado San Martín.


***


A principios de la primavera. Las fuerzas realistas que estaban en El Callao. Faltos de refuerzos y temiendo quedarse sin comida. Abandonaron la fortaleza. Se abrieron paso, sin que se hiciera nada importante para detenerlos. Tampoco, se le permitió a la columna de Arenales, que operaba en la sierra, enfrentarlos. Al parecer, todo eso había traído mucho ruido. Especialmente, entre los comandantes y jefes más antiguos del ejército. Veían que no se hacía nada decisivo para ponerle fin a la campaña. A ellos, que no les hablaran a ellos de libertades civiles, ni de formas de gobierno. Eran soldados. Y la mejor forma para terminar con un problema. Era enfrentarlo y eliminarlo de cuajo. Preferentemente, de un solo golpe.
Esa mañana templada. Lo había acompañado al mi jefe directo, el Coronel Tomás Guido a Lima. Tenía una reunión con los comandantes del ejército. Ya estaban adentro, los miembros del estado mayor. Que tenían sus alojamientos allí. Los otros, con sus comandos desperdigados, fueron llegando uno a uno. Álvarez de Arenales, había venido especialmente para esta reunión. Al verme me saludo muy amigablemente. Recordando los duros momentos pasados en la sierra. Las Heras, como era su costumbre, entró con cara de enojado, sin siquiera mirar a nadie. Venía con varios jefes de regimiento: los coroneles Cirilo Correa del 7, Enrique Martínez del 8, Rudecindo Alvarado de los Granaderos, Mariano Necochea de los Dragones; y el Sargento Mayor Ramón Deheza del 11. Me extrañó que los jefes fueran todos argentinos. No estaban los jefes de regimiento chilenos; pero sí el jefe del Numancia, que llegó tarde, el Coronel Tomás Heres.
La reunión fue larga y tumultuosa. No sé que se habló porque esta vez no estuve de cebador. Me quedé afuera junto con otros ayudantes. Tonteando. Pasando el tiempo. En algo coincidían todos. Sus jefes estaban casados y aburridos de no hacer nada, de no tener directivas claras. Pero ese verso me lo conocía bien. La queja es una afición común en los militares. Si tienen que marchar, se quejan porque tienen que marchar; si tienen mucho descanso porque tienen que descansar. Y así hasta el infinito. Aunque, esta vez, el tono era más amargo. Y por primera vez. Las invectivas se focalizaban en nuestro comandante general.
Por fin salió mi jefe. Con cara de preocupación. Se limitó a decirme que volvíamos a “La Magdalena”. Comenzamos, en silencio, el trayecto de la legua y media que nos separaban de nuestro destino. Pero, no pudo superar su entripado. Comenzó diciendo:
_¡Locos, están todos locos!” Lo miré sin decir nada. No hizo falta. Siguió con su tirada. “Creen que lo pueden apurar al general. Por otro lado, el general no quiere escuchar. Yo le he dicho que es una locura pretender sostener una empresa cuando todo se derrumba alrededor. Ahora, estos insensatos le quieren hacer un planteo al general. Amenazan con volverse a Chile, y de ahí quien sabe. Repasar la cordillera. ¿Quién sabe? Es todo una locura. En ese momento pensé, pero no se los dije. Tienen razón en varios puntos. No se puede dudar que el tema de los sueldos adeudos pasa ya de castaño oscuro. Por otro lado, nuestras fuerzas son muy inferiores a los realistas. No sólo en los números. En calidad, en calidad. Juan. Las nuestras son un rejuntado. Esto no es el Ejército de los Andes. Acá tenemos de todo. Sin instrucción adecuada. Ni hablar del vestuario y del equipo. Las enfermedades. Este clima de mierda. Esa neblina que lo cubre todo hasta el mediodía…
Al llegar nos esperaba Monteagudo. Vaya a saber cómo, pero estaba al tanto del tenor de la reunión. Era el ministro de guerra y marina. Toda preocupación militar era de su incumbencia. Pero, ¿Cómo había hecho para enterarse tan rápido? Obviamente, tenía una muy bien montada red de informantes. Inmediatamente, me vino a la memoria el pedido de María. ¿Para qué me necesita? Si tiene todo bajo control. Pensé.
Cuando llegó San Martín. La palabra que usó Monteagudo fue motín. Guido quiso reducir las implicancias de lo que acababa de oír. Pero, era casi un imposible discutir algo con un  dialéctico nato como Monteagudo. Motín. Es una palabra muy dura. Especialmente, para un soldado. ¿Qué hacer? Para el auditor las cosas estaban claras. Los comandantes y jefes que habían expresado su descontento. No solo estaban fuera de la ley. Ponían en serio peligro todo el proceso revolucionario y debían ser castigados con la máxima dureza. Por su parte, Guido, era más componedor. Sin negar la gravedad de los hechos. Encontraba cierta justificación en ellos. San Martin, escuchaba en silencio. Cuando habló, lo hizo fue para poner las cosas en su lugar. Hasta el momento nada serio había ocurrido. De hecho, se habían reunido con su ayudante general. Con la obvia intención de que el mensaje llegara a los oídos del comandante genreal. No lo habían hecho en forma directa e individual. Como marcaba el protocolo militar. De todos modos. Monteagudo tenía razón en relación a lo peligroso de la situación. Había que tomar medidas para tenerla controlada.


***


Tenemos que saber que pasa en todos lados. Pero, también tenemos que encontrar la forma de presionar a los tibios. A los que nos saludan muy amablemente. Para después, traicionarnos. Lo que necesitamos en un grupo de gente decidida. Un grupo de choque. Pero uno con el cual no puedan identificarnos a nosotros. Uno que parezca natural, con gente de aquí.


Como puse cara de no entender. Monteagudo percibió la necesidad de que tenía que ser más claro.


_ Juan Cruz. Lo que necesito de vos es que te me vayas. Con algunos de tus amigos. Toda gente de confianza. Y me le den una mano a Fray Mendoza. Me dice él ustedes ya se conocen. Que él fue tu maestro. Es más, que ya han trabajado juntos en Mendoza, en Santiago.


No viendo el convencimiento marcado en mi cara. Creyó conveniente tentarme con:


_ Mirá Juan. Estas nuevas actividades van a tenerte en Lima. Cerca de una señorita. Que según tengo entendido. No te resulta indiferente. Creeme Juan que se de estas cosas. No hay nada mejor para impresionar a una damita que el peligro.


No podía ser peor. A las tareas de “agente secreto” que odiaba. Se mezclaban mis sentimientos por María. Justo, cuando había tomado la sabía decisión de alejarme y olvidarme de ella. Lo peor era que sabía que tenía que oponerme. Decirle a ese manipulador que no. Pero, no tuve las fuerzas para hacerlo. La lejana promesa de reconquistar el corazón de mi amada me lo impidió.