domingo, 1 de mayo de 2011

CAPITULO XIV

SABOTAJES Y DESOBEDIENCIAS



Con la cola entre las patas iniciamos nuestro regreso. En el camino rumiábamos ideas sobre qué explicación daríamos para justificar la pérdida de la documentación que nos había sido confiada. Lo que no sabíamos, era que nuestros superiores tenían, en esos instantes, problemas muchos más graves que atender. De momento, volvían a recrudecer las versiones sobre la partida de la expedición monárquica que se preparaba en Cádiz. Es más, se agregaba ahora, el hecho de que la monarquía portuguesa estaría dispuesta a facilitarle para su desembarco, el Puerto de Montevideo. Con este hecho volvía al tapete la vieja cuestión de la inacción de porteña ante la invasión portuguesa a la vecina Banda Oriental. Y la necesidad de contar con una fuerza militar para proteger a Buenos Aires. Mientras tanto, el cerco tendido por Estanislao López, hombre fuerte de Santa Fe; y de José Gervasio de Artigas, Protector de los Pueblos Libres se estrechaba sobre la capital. Sus formas de hacer la guerra eran diametralmente opuestas a la de Buenos Aires. Esta última, los combatía en una forma que pretendía ser “civilizada”. Digo, pretendida, porque no eran en ella extraños los abusos y los crímenes que eran comunes en nuestra época. Las fuerzas leales a Buenos Aires, se consideraban a sí mismas civilizadas, porque tenía infantería de línea, caballería de reserva y artillería volante como sus contra-partes europeos. Todo apoyado por carretas cargadas de víveres, concubinas y otros enseres; además del ganado en pie.  Lo que, en realidad desdibujaba, un poco, aquello de la imagen moderna. Las otras fuerzas en pugna, la de los caudillos. No eran más que enjambres de jinetes, con algún cañoncito como arma de apoyo. Obviamente, sus tácticas eran diferentes. Mientras las primeras buscaban el combate formal, frontal. Las segundas lo eludían cuanto podían, y se empeñaban en desgastar a su adversario con incursiones montadas contra sus vulnerables trenes logísticos. En concordancia con su aparente superioridad táctica y numérica. La estrategia de Buenos Aires era la de avanzar con dos columnas convergentes para rodear y atrapar a los huidizas fuerzas de los caudillos. Una había partido desde Córdoba a cargo de nuestro conocido, el General Juan Bautista Bustos. La otra, lo había hecho desde la capital porteña, y estaba al mando del General Juan Ramón González de Balcarce. Un personaje, como decíamos los baqueanos: “de escopeta”. Por lo tonto y engreído. El intento de Bustos moriría, tras ser derrotado en Fraile Muerto. En esta ocasión, López utilizó una de sus tácticas preferidas: el robó de la caballada y del ganado en pie de su adversario. Con lo que lo dejaba de a pie y con hambre. Tiempo, más tarde, la disciplinadas tropas de Balcarce, tuvieron inicialmente suerte. Al sorprender y vencer al propio López en el Paso Aguirre. Pero, solo para ser derrotadas, a su vez, en el combate decisivo de Monte Aguiar.
Así estaban las cosas. Con el campo cruzado a galope, tanto por partidas leales a Buenos Aires, como otras que lo eran de los caudillos. Nuestra elemental prudencia nos indicaba que debíamos ocultarnos ante la presencia de cualquiera de ellas. Pero una cosa es decirlo, y otra lograrlo. En el paisaje quebrado de las Sierras cordobesas. En función de ello, en un raro rapto de lucidez, el Teniente Casagrande estuvo de acuerdo conmigo. Acordamos, entre los dos, pasar los más desapercibidos posibles. Razón por la cual mudamos nuestras pilchas militares por otras más civiles. Además, inventamos una historia, que creímos convincente, por si éramos sorprendidos; y nos veíamos obligados a justificar nuestra presencia en aquellas tierras.
Por un par de días anduvimos tranquilos. Hasta que una mañana soleada. Nos topamos, saliendo de una quebrada, con una partida federal. Nos frenamos en seco. Frente a nosotros. Una docena de caras poco amigables. Formadas en semicírculo en frente nuestro. Estaban armados con lanzas, sables, y alguna que otra carabina. Todos, vestían a lo gaucho. Casi todos llevaban un poncho como única prenda externa. Preferentemente, rojo punzó. Que era el color que los identificaba. En realidad, no hacía falta. Si uno se fijaba en sus pelos largos, y en sus barbas hirsutas. Parecían mulas mal tusadas. Uno de ellos reconoció mis aperos cuyanos. Y eso rompió el hielo. Otro, que parecía ser el jefe. Me interrogó que hacía un mocito de esas tierras tan lejos de sus pagos. Largué el rollo que habíamos inventado. Éramos arrieros que volvíamos de un arreo de ganado traído desde San Luis para un hacendado de Traslasierra. Hicieron como que nos creyeron. Pero, agregaron que era mejor que los acompañáramos. Ya que había partidas de Buenos Aires en la zona.
El campamento federal estaba en una quebrada escondida entre las sierras. Perfectamente oculto. Solo eran apenas distinguibles dos boyeros que hacían guardia montados en sendas alturas circundantes que cerraban la entrada y la salida del espacio llano. Al centro, una pirca de piedras. Donde un grupo de mujeres se afanaban en la preparación del rancho para ese día. A un costado, una veintena de caballos, bien maneados, pastaban tranquilos. Debajo de la sombra de un sauce añoso otra docena de gauchos descansaban tirados sobre sus aperos. Las presentaciones fueron breves. Las instrucciones, también. No éramos estrictamente prisioneros. Ya que ellos no los tomaban. Pero sería mejor para nosotros que no nos alejáramos mucho. Eso hicimos. Desensillamos. Y nos acomodamos lo mejor que pudimos.
En eso estábamos cuando llegó al galope un jinete. Vociferaba algo así como: “los agarramos, les tomamos las carretas, son nuestras”. Sin que mediara orden alguna. Todos comenzaron a ensillar sus pingos. Hicimos lo propio. No queríamos quedarnos afuera. Como una tromba salimos del valle, tomando la senda que nos llevaba hacia el bajo. En dirección a hacia el valle que se abría a la entrada de la quebrada. Donde pasaba el camino real que unía Santa Fe con Córdoba. Allí estaban. Un grupo de unas cinco carretas tiradas por dos bueyes cada una. Sus conductores estaban tendidos boca abajo, sobre un costado. Un gaucho los custodiaba con una lanza. Detrás de cada una de ellas. Su contenido vaciado, tirado en el piso. Había de todo. Víveres, cofres cargados con ropa, otros con vajilla y otros enseres domésticos. De uno de estos últimos. Un gaucho sacaba ropa blanca y uniformes militares. Por los entorchados y dorados, nos dimos cuenta de que aquel equipaje pertenecía a alguien importante. Estampado en el cofre había un escudo de armas y las letras “GB”. Inmediatamente, me interesé. Vi una maleta de suela. Igualita a la que nosotros usábamos para llevar correspondencia. Fue descartada por quienes lo revisaban. Solo interesados en alguna pilcha para mejorar su atuendo o en algo para el ajuar de sus respectivas chinas. Nadie nos pasaba la menor atención. Atentos como estaban en desvalijar el cargamento; y hacerse con lo suyo. Con una mirada cómplice; y una leve señal de mi cabeza; le pedí a Casagrande que se acercara. Tomé el cartapacio que había sido descartado. Y juntos comenzamos a revisar la correspondencia y los documentos. Uno de ellos llevaba el sello del Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Y estaba firmado por José Casimiro Rondeau. Sin dilación lo abrí. Ante la mirada incrédula de Casagrande. No acostumbrado como yo. A esta tarea de revisar correspondencia extraña. Para nuestra sorpresa ese documento. No era nada más ni nada menos. Que la orden de relevo del General don José San Martín. Quien debía ser reemplazo por su portador. Vale decir el General Juan Ramón González de Balcarce. Quien era a la sazón el infortunado dueño de esa tropa de carretas.


***


La historia que sigue, juro que es cierta. Pero, dejo en libertad, a vuestras mercedes, el creerla verdadera o no. Les garantizo que, tanto su desarrollo como -especialmente- su final son verídicos. Pongo a mi honor de gaucho baqueano, y mis caronas de plata como garantía. 
_Esto es lo que llamo tener suerte. Perder una mis cartas. Y aparecerse, luego, con una tan valiosa como ésta. Donde esos ahijunas de Buenos Aires me relevan por ese bueno para nada de Balcarce ¿Comparte usted mi juicio? _ Fue la pregunta retórica lanzada por nuestro comandante general. A quien, era -por ese entonces- nuestro jefe directo. Y que estaba allí para ofrecer nuestros pescuezos. Como cabezas de turco. Ya que hacía varios días que estábamos en la lista de desertores del ejército.
Casi atragantado. El Auditor Mayor, Antonio Álvarez Jonte, no tuvo más remedio que contestar que estaba de acuerdo. Retomando el hilo del interrogatorio. San Martín continuó:
_ Haber explíquenme cómo fue eso de que López estaría dispuesto a una tregua.
_ Así nos dijo, mi General. Una vez que Juan Cruz le explicó nuestra situación y que le implorara clemencia. Fue que ese hombre dijo tener una gran simpatía por usted y por su campaña. Es más, nos pidió que le relatáramos aquello del cruce de los Andes, cómo fueron las batallas de Chacabuco y Maipú, y anécdotas suyas; y muchas otras cosas más. Ese mismo día, nos invitó a su mesa. Y allí mismo, me pidió que le transmitiera a usted que no estaba en su ánimo interferir con empresa del Perú. Que sus diferencias eran con Buenos Aires. Dijo el Teniente Casagrande de un tirón. 
San Martín se mantuvo en silencio por un momento. Era obvio, que sopesaba la explicación ofrecida. Y analizaba sus consecuencias. También, deberían darle vuelta en su cabeza la nota de su relevo firmada por el nuevo director supremo. Luces y sombras. Oportunidades y riesgos que se le abrían en su camino.
_ Se da cuenta usted. Álvarez. Esta gente sencilla, casi sin instrucción. Tiene más noción de Patria. Que todos sus aves-negras de levita que pululan en Buenos Aires.  _ Finalmente, dirigiéndome a mí, que no había abierto mi boca. Tal como me habían instruido dijo:
_ Bueno mocito. Una vez más parece que usted es un hombre de suerte. De tener que ordenar que lo azoten por negligencia. No puedo hacer otra cosa más que felicitarlo. Este parece ser su destino.
Completaron el cumplido unas palmadas sobre mis hombres. Dicho y hecho esto. Por indicación de Álvarez Jonte. Salimos del edificio principal de la Posta del Sauce que le servía de puesto de mando provisorio.
_ Entendieron ustedes que ya no tienen crédito. Ni pueden pasarse más de la raya. _ Nos dijo en tono de reto. Agregando: Mañana volvemos a Mendoza, así que prepárense. Hicimos como que entendimos y nos fuimos con el resto de la tropa.


***


A Mendoza llegamos para principios de 1820. El clima, durante el viaje, nos trató bastante bien. Pero los chasquis con malas noticias nos llovieron. Por ejemplo, uno nos anotició de que el gobernador de Tucumán, Feliciano Mota Botello, había sido depuesto. Ya que el propio General don Manuel Belgrano, había sido hecho prisionero. Por su parte, otro proveniente de Córdoba, sostenía que su gobernador, el Doctor Castro. Se mantenía precariamente mereced al apoyo de Bustos y del Ejército del Norte. Pero, agregaba que ya corrían rumores de que esta situación no se mantendría por mucho tiempo más. Ni Cuyo mismo se salvaba.  Se sabía que los vientos federales ya soplaban sobre las cabezas de los allegados a Dupuy y a La Rosa. Del mismo modo, crecía la certeza de que el único sobreviviente de los hermanos Carrera, en junta con Carlos María de Alvear, el enemigo íntimo de nuestro comandante general, estaban detrás de muchas asomadas provinciales.
En cambio las noticias que recibíamos de Chile, por suerte, eran mucho más alentadoras. Parecía ser que de ese lado de la cordillera era de donde soplaba el viento fresco de la Libertad. O´Higgins informaba que los preparativos para la expedición al Perú estaban casi finalizados. Mucho de esto había sido posible por la agresiva campaña naval lanzada por el Almirante Cochrane. Quien habiendo obtenido la superioridad naval, mereced a audaces incursiones y capturas de navíos enemigos, aseguraba la ruta marítima de la expedición. Una condición impuesta por San Martín para sus conquistas navales.
Una novedad que nos consternó a todos. Fue el hecho de que la salud de nuestro comandante sufriera un nuevo deterioro. Insistentemente, los dolores reumáticos de su gota. Volvieron a atacarlo. Esta vez en forma muy severa. Tanto que le impedían caminar y montar sin ayuda. Pero por sobre todo,  advertimos que más allá de los achaques físicos. Estaba su procesión interna. Por un lado, tironeado por las sucesivas órdenes del directorio porteño para suspender la campaña del Perú.  Y lugar de esa magna empresa, usar su ejército para proteger a Buenos Aires de los caudillos provinciales. Lo que, traería aparejado, tanto para él como para nosotros; un inevitable envolvimiento en las luchas fratricidas. Y era precisamente allí. Donde él trazaba su línea a no ceder. Bajo ningún concepto participaría en ellas. Ya lo había repetido hasta el cansancio: “Jamás desenvainaré mi sable para derramar sangre de hermanos”. Por otro lado, estaba la tensión que su gran proyecto le producía. No era moco de pavo organizar, equipar, entrenar y dirigir una fuerza multinacional que pudiera enfrentar con éxito a otra. Superior en número, en recursos y en veteranía. Especialmente, cuando su propio gobierno lo dejaba en la estacada. Sin entregarle los recursos financieros prometidos. Y tener que cargar con la vergüenza que ese incumplimiento ajeno implicaba. Ante dirigentes propios y extranjeros.
Finalmente, tuvo que decidirse. Estoy seguro que eso le trajo cierto alivio. Con la concisión que caracterizaba su pensamiento lo expresó así ante propios y extraños: “Yo debo seguir el destino que me llama. Voy a emprender la grande obra de dar libertad al Perú”.


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A los preparativos normales de nuestro viaje a Chile. Se sumaba, ahora. La necesidad de contar con una litera para llevar al general. En aquellos tramos, que por suerte no eran los más largos, en los que no entrara la carreta que lo transportaba. En consecuencia, no tendríamos más alternativa que usar la ruta de Uspallata. Hasta la base del Paso de La Cumbre del Bermejo, a la vera del cerro Santa Elena. No enfrentaríamos mayores problemas. Lo mismo, a partir de cruzar el paso, en el lado chileno. Donde la senda volvía abrirse y se transformaba en un camino digno de ese nombre. Pero, la subida al paso era muy empinada y muy angosta para una carreta. Con esa misión en mente, llegamos tarde ese día a la casa de nuestro antiguo conocido, el Negro Alderete. Suponíamos, con razón, que su oficio de patrón de una surtida tropa de carretas. Nos proveería de los medios para construirnos la litera que necesitábamos para transportar a nuestro general. La idea era fabricar una suerte de camilla con resguardo. Ya que había que tener en cuenta la incidencia del inclemente sol cordillerano, sin descartar el frío y hasta una nevada tardía. Los materiales que usaríamos serían los mismos que los que se usaban en la construcción de las carretas: madera dura de algarrobo para el armazón; totora y tientos de cuero para el recubrimiento. El diseño, nos lo había bosquejado, el propio Fray Luis Beltrán en un papel. Era simple pero efectivo. Un armazón de madera, recubierto de cuero. Con seis apoyos para los hombros de seis porteadores. Una pequeña toldilla desmontable en su parte superior. Protegería al general de las inclemencias. 
También, me encargué de reclutar a los seis baqueanos que eran necesarios para portear la litera. En principio estaban los hermanos Joffré. Quienes, luego de una estadía con sus padres en Uspallata. Estaban con los ánimos renovados para proseguir la campaña. Obviamente, estaba yo. Por lo que les pedí a los Joffré que consiguieran a los tres que faltaban. La escolta estaría a cargo de dos secciones de 60 granaderos a caballo. Quienes, dicho sea de paso, podrían ayudarnos. Si es que esto fuera necesario, con la carga de la litera. Los cuidados médicos serían prodigados por mi conocido, el Doctor Colisberry.
Lo mío iba bien. De parabienes. Adelantado como estaba en los preparativos para el cruce. Nuestras órdenes eran las de esperar la comitiva del general en Uspallata. La misma tenía previsto llegar antes de fin de año. Y unirnos a ella, a partir de aquí. Los que nos dejaba algunos días libres para nosotros, para visitar viejas amistades y holgazanear. También, tenía que saldar una deuda pendiente. Visitar la familia de mi amigo, el indio, Coliguante.
Ellos vivían en un paraje conocido como la Cueva del Toro. A mitad de camino entre Uspallata y Mendoza, a la vera del camino de la Pampa de Canota. Junto con otras familias huarpes compartían un lugar que tenía fama de misterioso y de místico. Ya que se decía que era un lugar muy antiguo: El primero en ser habitado en estas tierras andinas. Como prueba de ello había un alero gigantesco de piedra que daba alojamiento parcial a varios fogones indios. En las paredes de esta cuasi cueva, sobre sus paredes ennegrecidas por siglos de humo, se distinguían símbolos abstractos que representaban, al sol, la luna, el cielo, la tierra, al hombre y a su pareja, la mujer. También, se decía que su cementerio, había sido utilizado por los mismos incas. Una docena de casas de piedra y techo de paja componían el poblado huarpe. A la par de los corrales de pircas que contenían al ganado de cabras y de algunas pocas vacas. Completaban el cuadro, las parcelas cultivadas con papa y maíz. Y una docena de alpatacos. La variante andina del algarrobo pampeano. Y de cuyos frutos en forma de vaina se decía que los huarpes obtenían una medicina de propiedades casi mágicas.
Por un amigo en común les había anunciado de mi visita. Más allá de la amistad que nos unía. No podía caerles sin avisar. Mucho más con el tema que me llevaba a verlos. Relatarles la muerte de su hijo. Llevándoles algo de tranquilidad. Con la resignación ´propia de su raza me recibieron y escucharon mi relato. Como prenda de mi cariño le entregué a su padre un sable de caballería que me había regalado mi antiguo jefe, Álvarez Condarco. Por otro lado, a su madre, le devolví la tabaquera de su hijo. Hecha por ella misma, con un buche sobado de avestruz. Ambos quedaron complacidos. Pero, creo que lo que más les gusto fue una medalla con su respectivo diploma que había hecho firmar por el propio San Martín. Donde constaban los servicios prestados por Coliguante y las circunstancias de su muerte “en cumplimiento del Sagrado Deber Militar”.


***


En los primeros días de enero de 1820 estuvimos en Santiago. El cruce fue más fácil de lo que preveíamos. Como lo habíamos anticipado, solo fue necesario cargar la litera en la subida del Paso de la Cumbre. Lo que agregó una demora de no más de un par de jornadas. El general pasó unos pocos días en su mayoría del Obispado. Allí recibió algunas visitas, leyó la documentación importante acumulada en su ausencia; y dio varias audiencias destinadas a coordinar las acciones futuras. Al poco tiempo, él y una reducida comitiva salieron para las termas de Cauquenes. Solicité y obtuve la autorización de mi jefe para permanecer en Santiago. Tenía asuntos pendientes que atender.
La primera sensación extraña fue la de sentirme libre. Al menos por un tiempo. Con ya casi seis años de servicios para la Patria sobre el lomo. No es que mi entusiasmo disminuyera. Simplemente, se había hecho más prudente. Ya que uno se va dando cuenta de que la carrera será una de largo aliento. Por lo tanto, me dispuse a disfrutar de los pequeños momentos que esta libertad temporaria me permitía. Lo primero que hice fue dar un paseo por la Cañada o, como la llamaba ahora, la Alameda de las Delicias. Era sorprendente como habían crecido los álamos traídos desde Mendoza.  Con el recorrer de las cuadras, y mientras más me internaba en el casco viejo de la ciudad. Comenzaban a aumentar los paseantes que compartían mi decisión de pasear esa mañana. El sol de enero, a esa hora temprana, era todavía soportable. Otra cosa sería si fuera mediodía. Pero como medida preventiva. Tanto las damas como los caballeros, portaban diversos tipos de cubre cabeza. Entre los segundos, reinaba una casi total uniformidad: entre los humildes la chupalla de paja, y entre los pudientes la galera de fieltro. Entre las primeras, solo podía convenirse en que el atributo común, era el de la coquetería. Ya que había sombreros femeninos de los más diversos. Por ejemplo, a mi frente una mujer grande y gorda avanzaba oronda debajo de una inmensa pamela de paja. Otras, más audaces se inclinaban, como otros en la política, por los dictados de la moda francesa. Que en esos días reinaba. Las más vistosas avanzaban sin sombrero, debajo de un quitasol, con el pelo recogido en elaborados trenzados. Todo sin olvidar mencionar a las más apegadas a las tradiciones hispánicas, que no habían abandonado al viejo peinetón;  y que se cubrían la cabeza y medio rostro con una mantilla.
Seguí mi ruta normal. Cruce el Calicanto. Pasé frente a los franciscanos y me dirigí hacia mí, destino: la residencia de los Poinsett.  El hecho de que María, se encontrara en el jardín de acceso. Era un claro signo de la mejoría en su salud. También, una circunstancia que facilitaba un encuentro romántico. O al menos eso creí.
_ ¿Quién lo ha visto y quién te ve? Mírenlo al mocito. Lo más campante. Nos viene a ver. _ Lanzó la que hasta instantes creía mi amada a un supuesto interlocutor invisible.
_Yo, María. Estuve lejos, por San Luis, por Córdoba, por Mendoza...
_ ¿Es que acaso no te han enseñado a escribir? _ Fue la réplica brutal.
_ Bueno, nosotros, yo. Estábamos en una misión especial. No podíamos... no estábamos autorizados a escribirle a nadie...
_! Mentira! ¿Quién ese “nosotros”? Seguramente tú y algunos otros de tu misma laya. Cuando uno quiere de verdad está dispuesto a todo. No quiero verte más. _ Con estas terribles palabras terminó su parlamento. Y dándome la espalda ingresó a su casa.
Poco más que salí corriendo. Por suerte no había tenido tiempo de extraer de mi espalda el ramo de flores que había comprado frente a la iglesia-basílica de San Francisco. El ridículo hubiera sido total. Con bronca las arrojé en una acequia cercana. Y seguí mi camino de regreso para el cuartel.


***


La frenética actividad que ocurría en el lugar debió haberme llamado la atención. Obviamente, mi mente estaba en otro lado.
_ ¿Por dónde estabas? Te hemos estado buscando desde el mediodía. La recriminación de Eduardo Joffré me sonó lejana. Salimos para Rancagua esta noche misma. Ha caído el gobierno de Buenos Aires y se ha sublevado el Ejército del Norte. Estuve a punto de contestarle que a quién le importan tales estupideces. Pero, me limité a mirarlo con caras de pocos amigos.
Efectivamente, esa noche, después de recibir nuestras raciones de charqui y galleta. Salimos para el lugar donde se estaba reuniendo la masa del Ejército Unido. Su comandante general, según se decía, quería hablarles en persona a la masa de sus integrantes.
Nosotros, Eduardo y yo, íbamos en la comitiva del General. Poco antes de llegar a la ciudad. Se le informó que las tropas estaban listas para ser revistadas. Y que luego los oficiales se reunirían con su comandante general en una casona habilitada al efecto. Avanzamos, al paso con el General al frente, seguido por una reducida escolta de cazadores a caballo a cargo del Alférez Manuel Latui. A continuación, venía su estado mayor.  A cargo, del General Juan Gregorio de las Heras; seguido por los coroneles Paz del Castillo y Rudecindo Alvarado. Después venían: el Teniente Coronel Luciano Cuenca, el Sargento Mayor Francisco de Sales, el Secretario Ayudante, Francisco de Sales y los ayudantes Javier Medina y Juan Andrés Delgado. Nosotros éramos los que cerrábamos la comitiva. Por una vez, no éramos los guías que como tales van siempre a la cabeza.
Las tropas estaban formadas en línea con sus armas en presentación. Con la cabeza de la formación a la entrada del pueblo, y con la cola a la altura del edificio del cabildo de Rancagua. Estaban encabezadas por el 2do Batallón de Infantería; a cargo accidental del Capitán Ramón Deheza. Luego, venían los batallones de infantería 7 y 8. Ambos conformados por los famosos y queridos libertos. A su paso, San Martín se descubrió y los saludó con marcado afecto. Esos eran sus negros. Como el mismo les decía con cariño. A continuación, venían las tropas montadas: los Granaderos a Caballo y el resto de los Cazadores. Cerraban, la línea el Batallón de Artillería. Tampoco faltaba un nutrido público, de lugareños y huasos chilenos, que saludo con júbilo el paso del General.
Después de los breves saludos protocolares, San Martín, su estado mayor, y los oficiales presentes de las distintas unidades se dirigieron a una amplia casona que dominaba uno de los costados de la plaza de armas. Pasaron encerrados cerca de un par de horas. Luego de las cuales, San Martin emergió por fin. Sus ayudantes daban órdenes para que nos juntáramos en cuadro frente a la escalinata de la vivienda. Así lo hicimos, pero fue el propio general quien nos incito a romper filas y a acercarnos aun más. Eso si todo en el más absoluto de los silencios como si presintiéramos que íbamos a escuchar algo importante.  Comenzó diciendo:
“Soldados del Ejército Libertador, el Directorio de las Provincias Unidas. Vale decir la autoridad política que me ha dado este puesto ya no existe. En un gesto de confianza hacia mi persona que me compromete profundamente. Vuestros oficiales han decidido libremente mantenerme en mi puesto de comandante general. Con este hecho me encuentro en condiciones de continuar al frente de ustedes y ejercer el comando de la gran empresa que nos espera. Juntos hemos cruzado los Andes y dado la libertad a Chile. Les pido, ahora, me acompañen hasta Lima para consolidar la libertad americana. No hacerlo sería, no solo renunciar a nuestros ideales, si no, también, desperdiciar todos los sacrificios realizados. Soldados: ¡Viva la Patria!”
Cuando volvíamos a la formación nos topamos con el Capitán Stephen Naylor. Hacía tiempo que no le veíamos el pelo. Pero, vaya a saber cómo. El irlandés errante siempre se las arreglaba para estar presente en los momentos importantes.
_ Linda arenga la de nuestro comandante. Pero creo que pocos se dan cuenta de los significa. Es uno de los pocos hechos verdaderamente revolucionarios que ha producido esta Revolución. Un general ungido en el poder por sus oficiales, por sus tropas,  por nosotros. De paso, con su decisión, o debo decir nuestra, desobedecemos a un gobierno. No importa que este moribundo. Ya se recuperará y no nos lo perdonará jamás. Mejor que nuestro general tenga éxito, porque si no van a colgarlo. En ese instante no entendí el verdadero alcance de estas palabras. Incompletamente proféticas. Ya que pese a que San Martin, cumplió y venció. Ni el éxito lo salvó del descredito y del exilio. Pero, eso vuestras mercedes es otra historia, que les contaré en otro momento.