domingo, 1 de mayo de 2011

CAPITULO VIII

El TROPEZÓN DE CHACABUCO



Muy probablemente vuestras mercedes no compartan mi parecer y mi opinión sobre lo que ustedes llaman la victoria de la Cuesta de Chacabuco; ya que yo me atrevo a llamarla tropezón. Bueno, eso fue precisamente lo que fue. Un tropezón. Porque si bien el resultado de las armas nos fue ampliamente favorable. No lo fue en la medida en que debió haberlo sido. En principio, habíamos fallado en darles un golpe decisivo a los godos, como era la intención de nuestro comandante general. Pero, lo más grave fueron las discusiones y los disensos que ella trajo. Diferencias que con el tiempo serían mortales para la cohesión de nuestro ejército y para la empresa emprendida por nuestro querido comandante.
Como ya les he explicado a vuestras mercedes el plan original para derrotar al poder español en América implicaba conquistar Lima. Centro neurálgico de ese dominio colonial. Para ello el camino del Alto Perú, que era el más directo, se había mostrado inconducente en varias oportunidades. La única alternativa era intentar una aproximación indirecta contra Lima desde el mar. Lo que nos llevaba, lógicamente, a la conquista de Chile. A los efectos de disponer de un puerto sobre el Océano Pacifico. En el cual, pudiera embarcar la fuerza expedicionaria para librar esa campaña. Obviamente, en el medio estaba la Cordillera de los Andes, que se nos interponía. Como ya se lo he explicado a vuestras mercedes. El cruce se hizo en varias columnas. Con la finalidad de engañar a los godos sobre nuestras verdaderas intenciones. Haberlo hecho en una sola gran columna. Hubiera sido facilitarles demasiado las cosas. Pero, estaban los problemas que se deducían de esta estratagema. Cuales eran: cuándo, dónde y cómo reunir a esas columnas dispersas para librar la necesaria batalla decisiva. Donde buscaríamos derrotar a las fuerzas realistas presentes en Chile. Para ganar ese espacio. El que nos permitiría acceder a los recursos necesarios para la campaña del Perú. De los cinco destacamentos que cruzaron los Andes en forma independiente. En realidad, solo dos eran esenciales para este cometido. Los otros tres satisfacían la necesidad de desorientar al enemigo. Por lo que su reunión con el grueso no estaba prevista. Al menos en forma inmediata.  La primera de las columnas principales cruzó por el Camino Real de Uspallata y lo hizo a órdenes del Coronel Gregorio de Las Heras. Marcharon en ella las formaciones más pesadas de la artillería de campaña y los abastecimientos. La segunda, al mando del Coronel Estanislao Soler, lo hizo por el difícil camino de Los Patos. Cruzó en ella la masa de los elementos de maniobra. Además, del cuartel general, con el propio San Martín a cargo de todo. Estaba previsto que ellas convergieran en la localidad chilena de San Felipe. Que era su desemboque natural. A unas pocas leguas de la hacienda de Chacabuco. En teoría todo sonaba bien, perfecto, casi genial. Pero como verán ustedes el diablo está en los detalles.


***


_ ¿Qué hace ese atolondrado? ¿Acaso no le dije que esperara? _ Fueron las amargas preguntas retóricas de nuestro comandante general al ver que la Segunda División reiniciaba el asalto para empeñarse, nuevamente, contra el centro del dispositivo español. El primer asalto frontal había sido rechazado. En consecuencia, San Martín le había ordenado a O´Higgins que esperara a la columna de Soler. Según lo coordinado, esta última ya debería estar amenazando el flanco enemigo; pero por causas desconocidas no se tenían noticias de ella. El bravo jefe chileno se impacientaba ante esta demora; y por lo visto no estaba dispuesto a esperar más.
Pero, nuevamente, una cerrada descarga de fusilería recibió a este segundo intento. Una vez más las primeras filas compuestas por los negros de los regimiento 7 y 8 tuvieron que detenerse en su ascenso sin alcanzar las posiciones de quienes les disparaban. El espectáculo era sobrecogedor. Mientras unos caían, otros buscaban refugio en las pocas cubiertas que le ofrecía la pendiente desnuda por las que avanzaban. Los heridos se replegaban como podían. Pero esta vez fue peor que la primera. Los godos daban indicios que se preparaban para el contraataque; ya que por primera vez vieron que podían ganar la partida.
_!Álvarez, Álvarez! _ Gritó San Martín.
_!Ordene mi coronel mayor! _ Le contestó Álvarez Condarco rayando con su caballo y acercándolo al de su jefe.
_Necesito que lo encuentre a Soler y le ordene que apure el paso. Dígale que si no se apura, acá estará todo perdido.
_Juan, Eduardo, indio, conmigo. Me siguen. ¡Todos al galope! _ Nos gritó quien era el ayudante del General San Martín sin detenerse siquiera a mirar atrás.
Al galope tendido, pendiente arriba, salimos al encuentro de la columna de Soler. Ante nosotros, entre los cerros de las Tórtolas Cuyanas y el Manantiales, se habría un abra. La misma unía a dos quebradas que corrían casi paralelas. Y por la que discurrían los caminos de la Cuesta Vieja y la Nueva. Después de una media hora de enloquecedora carrera, y una vez arriba de la dorsal, divisamos el polvo de la columna que avanzaba hacia su objetivo final: la hacienda de Chacabuco. Salimos a su encuentro. Al poco tiempo vimos el estandarte del Teniente Coronel Alvarado, que era quien mandaba la vanguardia. Allí nos dirigimos. Por suerte Soler marchaba a pocos pasos de la cabeza de la columna. Su rostro, al igual que el de todos sus hombres, denotaban los rigores de una marcha forzada iniciada hacia ya varias horas.
_Mi coronel, lo estamos esperando abajo. La división de O’Higgins, ya asaltó dos veces, no creo que aguante mucho. El Coronel San Martín... _Estaba hablando mi jefe, cuando Soler lo interrumpió.
_ ¿Qué quieren que haga cuando me han dado el camino más largo y más difícil? Bien podría haber esperado ese bruto. ¿Qué quiere, ahora, ganar la guerra el solo...?
No era momento de recriminaciones. Soler ordenó alto y mandó a su trompa tocar: “reunión de jefes”. Al poco tiempo se presentaron: el Capitán Frutos que venía a cargo de la artillería, el Coronel Las Heras, Jefe del Batallón 11, y el Teniente Coronel Necochea, a cargo de los Granaderos a Caballo.
_Señores. Parece que la cosa está que arde y nos estamos perdiendo lo mejor de la fiesta. Si algo no me gustaría sería que ese chileno se lleve la gloria de nuestra primera batalla en serio. _ Tomando aire continuó:
_ Frutos quiero que usted instale una base de fuego aquí arriba en esa altura. Creo que se llama cerro Chingüe o Chinque. Desde allí podrá batir la línea realista en desenfilada. Me entendió, quiero fuego en desenfilada. Usted, Las Heras con sus infantes quiero que haga una conversión a la izquierda y les caiga por el flanco. A usted, Necochea, con sus granaderos, lo quiero al fondo de la posición. Quiero que ataque en dirección a la hacienda. Seguramente, los godos cuando lo vean sabrán que están perdidos. Salimos en cinco minutos. Bueno señores, les deseo suerte. Más ordenes en el entrevero.
Cumplida con su vital misión. Mi jefe, Álvarez Condarco, no sabía qué dirección tomar para encontrarse lo antes posible con San Martín. Finalmente, decidió acompañar a Soler con la esperanza de que el camino que los separaba sería más corto que el que nos había traído hasta aquí. Tuvo razón. Pasada la una de la tarde con el sol al tope del firmamento llegamos al lugar de la batalla. El desorden era descomunal. Desafío a quien pueda decir que una batalla está ganada o perdida viendo lo que nosotros veíamos. Una densa humareda blanca se elevaba como una nube de tormenta sobre las posiciones de infantería. Con dificultad, se distinguían en el centro los uniformes blancos de los españoles recostados sobre los faldeos de los cerros Quemado y Guanaco. Los rodeaban los nuestros por el frente, el flanco norte y la retaguardia. Desde nuestra posición el sonido de las descargas de fusil parecía inofensivo, como el de ramas secas cortándose. Sí, los proyectiles de artillería llamaban más la atención; especialmente cuando le atinaban a algún grupo de desgraciados. A medida que nos fuimos acercando se hicieron más patentes los gritos. Los había de dolor, pero también de júbilo; y además, se escuchaban no pocos insultos. Finalmente, el olor de la pólvora quemada que lo impregnó todo y hasta nos hizo toser.
Como pudimos nos abrimos paso hacia donde pensamos que se encontraría nuestro comandante general. En eso estábamos, cuando el escuadrón de granaderos de Medina pasó como una exhalación delante de nosotros. Coliguante que tenía una vista de cóndor nos alertó. ¡Es San Martín! es San Martín! Gritaba el indio. Efectivamente, al frente del escuadrón iba el mismísimo General. Siguieron de largo y se dirigieron al centro del dispositivo realista, donde se encontraban las posiciones de artillería. Casi simultáneamente, vimos a los queridos negros de los batallones 7 y 8 que se abrazaban y vitoreaban en la cima del cerro Guanaco. ¡Hasta llegamos a ver a los granaderos sableando a los artilleros godos! Sin lugar a duda las cosas iban bien.
Ahora, las formaciones patriotas convergían sobre el cuadro que los realistas intentaban formar. Nuestras fuerzas eran como los tentáculos de un pulpo apretando a su presa por los cuatro costados. Lejos de resistir, el cuadro se deformaba y crujía. Los que podían salían de este encierro, sólo para caer sableados por los granaderos que los esperaban en sus alrededores. Luego, los que quedaban, se dispersaron. Como podían se retiraron; y se parapetaron en los olivares que rodeaban la hacienda de Chacabuco. Pero, sólo para comprobar que allí, también, merodeaban los granaderos que Soler había enviado a cerrar el fondo del valle.
No hubo rendición formal. Progresivamente los focos de resistencia realista fueron vencidos o, simplemente, dejaron de luchar por el mero cansancio. Había muertos de ellos por doquier. Más de 500 según me dijeron. Nuestras bajas, por suerte, habían sido mínimas. No más de una docena. Poco a poco, nos fuimos concentrando sobre la hacienda. San Martín con su estado mayor y sus ayudantes ocuparon su casco. También, sus dependencias. En las que se instaló el hospital de campaña para atender a los heridos. Con la paulatina calma llegaron las reflexiones y las recriminaciones.


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El tono áspero de las voces se escuchaba desde varios pasos de distancia. Por un lado, era la de Soler que se entrecruzaba con la de O´Higgins. De tanto en tanto, terciaba la de San Martín que sonaba más calmada. Varias veces, el comandante general del Ejército de los Andes trató de hacerlos entrar en razones. Cuando se dio cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, los mando callar; y dijo quedo:
“Señores, está visto que no llegaremos a un acuerdo. Por mi parte, reconozco que todo esto se podría haber evitado. Que tú, Bernardo podrías haber esperado un poco más. Por otro lado, General Soler, usted tiene razón: le tocó el camino más difícil. Pero el General O´Higgins, además, de ser quien es. Es para mí, el representante del gobierno de Chile. Usted, Soler dice no estar dispuesto a seguir combatiendo a su lado. No me deja usted otra alternativa. Por lo tanto, mi resolución es relevarlo del mando y enviarlo a Buenos Aires. Seguramente, nuestro Director Supremo sabrá asignarle un puesto acorde a sus capacidades. Sepa que goza de toda mi confianza, y así se lo haré saber al General Pueyrredón.  Hasta luego señores.”
Dicho esto, lo único que se escuchó fue un pesado silencio solo roto por las palmas de Soler golpeando las espaldas de San Martin. Desde la puerta, Soler se detuvo, y visiblemente emocionado, dijo:
_Mi coronel mayor, cuídese que esta campaña recién empieza. Le deseo a usted y a sus hombres la mejor de las suertes. Van a necesitarla.
Al rato salió San Martin. Mandó llamar a uno de sus ayudantes para dictarle su famoso y lacónico parte de guerra:
En veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a chile.”
Hecho esto ordenó que saliera el chasqui hacia Buenos Aires. Acto seguido, pidió no ser molestado, al menos por un par de horas. Hacía más de 20 que no había pegado un ojo. Y más de dos días en que su único alimento eran los mates cebados por sus baqueanos. Su úlcera se reavivaba y le recordaba que era humano.


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Estimada María,
Yo sigo bien, al igual que Eduardo y Coliguante. Todos contentos después de la victoria de Chacabuco. Donde los nuestros les dieron una paliza de padre y señor nuestro a los godos. Aunque, no todos por igual. Al final, mi general San Martin terminó echando al General Soler. Por mi jefe, Álvarez Condarco, se que esa medida no cayó nada bien entre los jefes, que ven un favoritismo a favor del chileno O´Higgins.
Pese a todos nos reciben como reyes en todas las villas por donde pasamos. Ni te imaginas las gentes en las calles saludándonos y arrojándonos flores a nuestro paso. Pero una vez más los problemas de celos. San Martin que se niega a recibir tantos honores. Parece ser que los incomoda. Y graciosamente, le cede el privilegio a su amigo, O´Higgins. Lo que no hace más que incentivar el descontento entre los jefes.
Pero no tengo por qué contarte estas cosas que a ti ni te interesan. ¿Cómo describirte los últimos días? Las marchas, los combates, todo lo que estamos viviendo. Cuando nada se compara con lo que siente mi corazón con tu recuerdo.
Los Andes, 17 de febrero de1817.
Juan Cruz.