ESOS MONTES
“El tránsito sólo de la Sierra ha sido un triunfo. Dígnese Vuestra Excelencia figurarse la mole de un ejército moviéndose con embarazoso bagaje de subsistencia para casi un mes; armamento, municiones y demás adherentes; por un camino de cien leguas, cruzado por eminencias escarpadas, desfiladeros, travesías, profundas angosturas, cortado por cuatro cordilleras, en fin donde lo fragoso del piso se disputa con la rigidez del temperamento. Tal es el camino de Los Patos que hemos traído.” Le dictaba San Martín a su ayudante. Yo parado, al pie de su carpa esperaba la terminación de la carta que debía salir mañana para Buenos Aires. Mi tarea era llevarla hasta Los Manantiales, a casi tres jornadas de marcha, donde la esperaba un chasqui de guerra para entregarla en mano al General Pueyrredón, nuestro Director Supremo y amigo de mi jefe. Era el 8 de febrero de 1817. Hacia una hora que habíamos llegado al pueblo de San Felipe, Capitanía General de Chile. Y por primera vez en once días. El sol se ocultaba para el grueso del Ejército de los Andes sobre la línea del horizonte que formaban los valles que teníamos adelante. Y no sobre un cordón montañoso.
Pero una cosa es referirlo en un escueto parte militar y otra muy distinta haberlo hecho con las patitas que Dios a cada uno nos dio. Efectivamente, en once días habíamos cruzado “cuatro cordilleras”. La árida Precordillera del piedemonte mendocino; la Cordillera del Tigre -que fue la que más nos costó-; la Cordillera Oriental –que siendo la más alta nos trató mejor-; y, finalmente, la del Límite –que siendo la última la pasamos como si nada-. Disculparán, entonces vuestras mercedes que pase a relatarles las peripecias que tuvimos que sobrellevar. Porque así como las guerras tienen unos pocos momentos fulgurantes, donde uno se olvida de todo. También hay muchos donde no se hace nada. Y otros tantos donde el cansancio lo hace a uno arrepentirse de todo. Esas jornadas fueron de este último tipo. Pero como dijera mi General San Martín ese sudor que derramamos a raudales sobre aquellas pedrerías nos ahorró mucha sangre de los nuestros. Bastaba ver la cara de sorpresa de los godos cuando nos veían llegar para justificar tamaño esfuerzo.
***
Antes de nuestra partida hubo multitud de ceremonias, misas despedidas públicas y privadas. No es cosa habitual que una región, en este caso Cuyo, prepare y despache un ejército para la guerra. Son cosas para recordar con orgullo por muchísimos años. Especialmente, cuando uno mensura los escasos recursos que había disponibles. Sólo desde esta perspectiva, la obra cobra la dimensión titánica que realmente tuvo. Callado y sufrido como era nuestro pueblo por aquellos días. No escatimó esfuerzos para darnos todo lo que podía. Aunque hay que reconocer que a nuestro querido jefe no le tembló la mano para exigir este apoyo cuando algunos chaquetearon. Pero, otra cosa muy diferente fueron los festejos de despedida. Esos, sí, que nacieron del corazón. No pienso relatarles ninguno de los Te Deum a los que tuve que acompañar a mis jefes, en los que me aburría; ni ninguna de las ceremonias oficiales, donde me cansaba de tanto estar parado. Las fiestas de despedida eran otra cosa. Hubo varias. Pero la que dieron los Ferrari para homenajearlo al General San Martín, a su estado mayor y a sus jefes marcó el punto más alto en distinción. Desde mi particular punto vista. Ya que no estaba entre los invitados. En este tipo de reuniones, en realidad, se superponen dos muy distintas. Una, la oficial a la que concurren los que sí habían sido invitados; y otra mucho más informal, que se desarrolla en su periferia, a la que asistían la multitud de asistentes, ayudantes, conductores, palafreneros y postillones que acompañan y deben esperar a sus amos. Obviamente, que vuestras mercedes deducirán a cuál de ellas concurrí. El hecho de integrar la mismísima comitiva de nuestro comandante general fue mi mejor invitación. Aunque, mi tarea era la de cuidar del ganado de silla y de tiro que la trasladaría.
La residencia de Joaquín y Laureana Ferrari era una de las principales de Mendoza. De hecho, había sido recibido allí, por primera vez, el Coronel San Martín con su flamante esposa, María de los Remedios de Escalada. También, en ella se había lanzado la invitación de mi coronel para que las damas allí presentes bordaran una bandera para el ejército que él estaba forjando. Por fin llegó el esperado día de la fiesta de despedida. Allí me dirigí como parte de la comitiva que estaba al cuidado de carruajes y cabalgaduras. Cumplida con esta tarea inicial, solo me restaba el esperar su finalización. Para concluirla con el traslado de regreso de la comitiva. Mientras tanto, decidí matar el tiempo, junto a otros que desempañaban tareas similares. Nos ubicamos todos, formando una ronda en entrada auxiliar de la magnífica residencia. En eso estaba. Departiendo en los corrales con los auxiliares de Las Heras, Necochea, Manuel Escalada, Soler, Olazábal, Zapiola y otros jefes. Cuando fue que la distinguí a la esclava de los Poinsett. Le presté cierta atención, ya en otras oportunidades la negra me había servido de correo con María. Efectivamente, con un golpe de cabeza me hizo saber que me acercara. Me retiré del grupo con una excusa y me dirigí a donde estaba la morena. Escuetamente, en la jerigonza que hablaba, me hizo saber que María me esperaba en un sector alejado del jardín. Salí con las precauciones del caso. Allí estaba ella, sentada en una glorieta que coronaba la parte posterior de la inmensa propiedad de los Ferrari. Cuando llegué ella se puso de pie. Fue entonces, que pude contemplarla en todo su esplendor, enfundada en su bello vestido de fiesta. Debe haber advertido mi excesivo arrobamiento, porque con su habitual dureza me espetó:
_ Gracias, ya puedes cerrar tu boca.
Pasado ese momento, traté de recomponerme con un:
_Es que estás tan linda... _ Pero fui convenientemente interrumpido por un:
_ He estado pensando en nosotros...
¿Nosotros? Me pregunté internamente. Sin percatarme, aun por mi corta experiencia, que las mujeres tienen todas estas cosas planeadas.
_Si –prosiguió -creo que ha llegado el momento que formalicemos algunas cosas, pues me dicen que tu sales para la guerra.
_ Así es. _ Respondí orgulloso.
_ También, me dicen que estarás como ayudante de don José.
_Así es. _ Repetí, hinchando un poco más el pecho.
_ Bueno quiero que tengas un recuerdo mío. _ Me dijo acercándome un pequeño pañuelo blanco. Más allá del valor simbólico de la prenda. Cuando la acerqué a mi cara, para examinarla más de cerca. Percibí su perfume. Una mezcla de lavanda y jazmín. Ella se me acercó. Y la fragancia artificial de la prenda se vio reforzada por otra, similar, pero mucho más natural. Una que emanaba de su calor y de su olor natural. Nuevamente, esa proximidad me dejó sin habla y como siempre fue ella la que retomó la iniciativa con un:
_ Bueno, espero que al poner este pañuelo cerca de tu corazón. Me recuerdes, y que me escribas, si puedes todos los días.
_ Por supuesto. _ Fue lo primero que atiné a pronunciar. Pero que no hubiera dado por volver a sentir ese perfume. Seguramente, si algún dejo de prudencia o al menos de intuición me hubiera alertado de todos los problemas que esa promesa me acarrearía, otra hubiera sido la historia. Hoy sólo puedo decir en mi defensa, que los hombres no hemos sido creados por la naturaleza para tales sutilezas. Por el contrario son nuestras compañeras a las que el sabio Creador las ha dotado de tales artes; probablemente para compensar con creces aquello del “sexo débil”.
***
Como ya les he contado, el encauzamiento que producía la cordillera impedía que los destacamentos se apoyaran mutuamente en caso de necesidad; o que simplemente pudieran comunicarse. Ya que, eran pocas las oportunidades para hacerlo. En ese sentido, las interconexiones entre los distintos sistemas de pasos eran fundamentales. Precisamente, una vez llegada nuestra columna a las márgenes del arroyo Santa María, a la vera del cerro Aconcagua, se podía acceder a la quebrada del rió Mendoza que era por donde marchaba la columna del General Las Heras. No habíamos terminado de llegar cuando recibí la orden de tomar contacto con esa columna. Salí, casi inmediatamente con una mula fresca y una ración de charque. Ya de noche me detuvo el centinela del batallón 11. Después de unos minutos de conversación me enteré que a ellos no les había sido tan fácil como a nosotros. Ya en el puesto comando de Las Heras nos confirmaron todo. Como para empezar, una de sus guardias, en Picheuta: Había sido sorprendida por los godos y habían tenido muertos, heridos y desaparecidos. Pero, agregaban con orgullo, que al día siguiente, el Mayor Enrique Martínez con un escuadrón de granaderos, luego de combatir en Los Potrerillos, por más de dos horas, echó a los godos al otro lado de la cordillera. Cuando volví con esas nuevas, San Martín no se sorprendió al escucharlas. Según su parecer los realistas estaban haciendo justamente lo que él esperaba que hicieran: ir a su encuentro por el camino principal. Pero, igualmente, alguna previsión había que tomar. Por eso se le ordenó al Sargento Mayor de Barreteros Antonio Arcos adelantarse a la columna y fortificar la garganta de Achupallas, que era nuestro punto terminal, por si las moscas.
A fines de enero, llegué a Los Manantiales. Allí, esperaban reunidos: la vanguardia, y la masa del grueso que nos había precedido. Ver momentáneamente reunida a la nuestra, que era la columna principal, fue un espectáculo en sí mismo. Mi jefe directo, el Sargento Mayor Álvarez Condarco, me había enviado con un importante parte para los generales Soler y O´Higgins que allí lo estaban esperando. De hecho, eran instrucciones detalladas. Elaboradas por el mismísimo Coronel Mayor José de San Martin para coordinar los últimos movimientos tendientes a reunir al ejército al otro lado. Vale decir, en Chile. Más precisamente, en San Felipe de Putaendo. Para ello, luego de cruzar el valle de Los Patos debían continuar su marcha hacia el paso de Las Llaretas. Nuestro comandante se reunió con nosotros el día 31. El espectáculo que vio. No lo tranquilizó. Dada la estrechez de la sendas. Los diversos cuerpos de marcha. Se amontonaban y perdían mucho tiempo esperando su turno para usar el paso. Ordenó que a los hombres se les entregara una ración de dulce de membrillo para que aguantaran mejor la espera. Por otra parte, la situación –por momentos- parecía más bucólica que bélica. Ya que, por ejemplo, en los lugares de descanso había soldados semidesnudos tratando de secar sus ropas mojadas luego de franquear el río Los Patos, en innumerables fogones que desprendían altas columnas de humo.
También, se podían ver a miles de mulas y caballos pastando plácidamente en las verdes ciénagas y vegas de la zona. Nada en esa atmósfera hacía presagiar lo que aquellos hombres y bestias tendrían que afrontar en pocas jornadas más. Probablemente, fue por eso que mi jefe no hizo cuestión alguna con tanto relajo. Sabía, que la seguridad estaba bien instalada. Es más, ordenó que esa noche se distribuyera una ración de vino.
En el amor como en la guerra los primeros movimientos son decisivos. Ganar los primeros enfrentamientos no es poca cosa ni se limita a eso. Hay un aspecto moral detrás de ello. En empresas como la guerra la confianza que uno tenga en sí mismo y en su propia organización valen su peso en oro. Sin exagerar, porque aquí –como en todo- hay excesos nocivos- San Martín sabía que debía ganar las primeras escaramuzas, si quería tener las mejores probabilidades de éxito para cuando llegara el gran choque. La masa de su ejército era bisoño o había sido ya derrotado a manos de las más experimentadas tropas realistas. Debía cambiar esa impresión y cuanto antes lo hiciera mejor.
Por eso preparó el próximo combate lo mejor que pudo. En principio, colocó al mando a alguien de su círculo íntimo. El Mayor Antonio Arcos, como él había sido forjado en los duros combates librado por los peninsulares contra las huestes napoleónicas. También, como él era un “hermano”, es decir era un integrante de la Lautaro. Por eso cuando lo llamó a su tienda de campaña y comenzó por tutearlo nadie se extrañó. Le dijo: “Antonio, tu comprendes la importancia de los combates de vanguardia como nadie aquí, por eso tu estarás a cargo de ocupar y fortificar Achupallas. Te doy lo mejor que tengo: una sección de mis granaderos a cargo de un teniente que promete, Juan Lavalle. También, será necesario que te lleves unos barreteros. Y que ni bien tengas noticias de los godos –que no sería extraño que te estén esperando- me avises. Para ello te doy a mi mejor correo, el baqueano Juan Cruz.” Dicho esto concluyeron la entrevista. Yo que estaba cebando mate en la trastienda, quedé atragantado. Por fin estaría en combate me dije con asombro. Pero, un nudo en mis tripas, no fue precisamente la sensación que esperara o deseara.
Me esperaban más sorpresas. Cuando llegué a mi sector de vivaque en el cuartel general. La sonrisa socarrona de mi jefe Álvarez Condarco y el papel extendido que tendió hacia mí me hizo saber que acababa de recibir mi primera carta de María.
Mi querido y pequeño lord,
Cuanto lamento que no poder compartir contigo esa gran aventura en la que estás embarcado. Cuanto sufro sola, en esta ciudad completamente sola. Esta ansiedad me mata y muero por no haber podido compartir contigo suficiente tiempo antes de tu partida. Ahora si conozco la soledad del corazón. Me engañé cada vez que me dije que no eras tan importante para mí. Lo que comenzó como agua fría de lluvia se ha convertido en el incendio que ahora me abraza. Aunque debo solo a mis impertinencias el conocimiento que ahora añoró. No consideres mi pasión como una conquista sino, más bien como una entrega.
¿Pero serás tan indelicado de no corresponder estos sentimientos, como para no haberme escrito de una sola línea? ¿Y cómo es posible que sea yo quien sea la primera en hacerlo? ¿Es que a ustedes, soldados, no les enseñan los deberes para con una dama? Lloro de solo pensarlo.
A partir de ahora mi corazón estará dedicado solo a ti.
María.
Salimos antes del alba hacia el paso de Valle Hermoso. Nos esperaban unas largas jornadas. Luego de más horas de las quiero recordar sobre los aperos, cruzamos de un saque el famoso portezuelo del Espinacito. Llegamos finalmente, a orillas del río los Patillos, donde se encontraban nuestras avanzadas de seguridad. Nos presentamos al oficial de servicio cuando ya era noche cerrada. Luego de compartir impresiones y unos mates nos fuimos a dormir. Mañana sería un día difícil para todos. Otra vez salimos antes del alba para ganar el mayor tiempo posible. También, de un saque cruzamos a Chile por Valle Hermoso, que era el paso más empinado, pero por eso –precisamente- el más directo. Ya del otro lado, las órdenes eran proceder con la máxima cautela; ya que estábamos en territorio enemigo.
Arcos me mandó llamar, algo me olí cuando el estafeta me dijo que me presentara vestido de civil acompañado por “el indio”, como casi todos llamaba a Coliguante. Así lo hice. No fue difícil la transición de soldado a paisano. Ya que la única prenda militar que portaba era una vieja chaqueta de los Cívicos de Mendoza. Por lo que simplemente me puse sobre las bombachas mi querido poncho marrón. Morrión no había conseguido, así que mantuve mi chupalla de paja como cubrecabezas. Por su parte, Coliguante decidió mantener su atuendo, que era mitad cristiano mitad huarpe.
_ Mozos, tengo las mejores referencias sobre ustedes. _ Comenzó a decir Arcos. Prosiguió seguro:
_ Pero respecto a lo que tengo que ordenarle pueden ustedes negarse, pues es...
_ No es problema mi Mayor. Ordéneme lo que sea nomás. _ Me escuché decir.
_ Bueno, si de veras están dispuestos... Así vestidos como civiles quiero que me hagan un reconocimiento de las Achupallas. No es cuestión de mostrarse mucho ni que me lo tomen prisioneros. Simplemente quiero saber si están los godos, cuántos son, dónde están ubicados, cómo están armados y qué están haciendo. ¿Me entienden?
_ Seguro. _ Dije con una voz que pretendí fuera lo más aplomada posible. Coliguante fiel a la tradicional parquedad de los de su raza no dijo ni mu.
Ya no escuché más, ni la catarata de recomendaciones que me hacían los veteranos, ni los saludos de los amigos. Solitos con nuestras almas y nuestras cabalgaduras salimos para las Achupallas, en lo que sería nuestra primera acción de guerra. Partimos al paso, yo con mi mula tordilla “La Paloma” y Coliguante con su petiso. La senda serpenteaba tranquila hacia el suroeste. Por primera vez en días bajábamos una cuesta en vez de subirla. Pronto la extrema rudeza de los Andes fue quedando atrás. Abajo se divisaba un valle. Después supimos que lo llamaban Valle del Chalaco. Como lo expresara magníficamente. El Teniente Stephen Naylor. En su conciso pragmatismo anglosajón: podíamos decir, ahora. Que San Martín salió último de Mendoza y arribó entre los primeros a San Felipe, lo que demuestra que todo fue planificado a la perfección.
Obviamente, que nos tienen que haber visto llegar. Probablemente, el sol que nos daba en la cara no nos dejó verlos primero. Lo concreto es que la voz de “Alto quien vive” vino de arriba y de nuestra derecha. Cuando alcé la vista, solo pude ver el morrión blanco característico de los talaberas y la negra boca del mosquete que nos apuntaba. La entonación de la voz denotaba cierto nerviosismo; por lo que deduje que el horno no estaba para bollos. Pensé que seguir como agentes encubiertos ya no tenía sentido, menos caer prisionero. No hubiera podido soportar las bromas de mis compañeros cuando fuera rescatado. Así que giré, di grupas y salí al mejor trote que mi mula podía darme. El disparo no se hizo esperar. Pero como presupuse pasó alto y largo sobre mi cabeza. Lo que sí me inquietó fue el inconfundible sonido de cascos de caballos tomando el galope en nuestra persecución. Sabía que era cuestión de tiempo, pero tampoco quería facilitarle las cosas. Así que seguimos subiendo hasta donde más pudimos. Nos acorralaron contra un faldeo, mi mula pudo subir unos pasos más, lo que me dio una ventaja momentánea. Los jinetes echaron pie a tierra. Unos hicieron rodilla a tierra llevándose el fusil a la cara haciendo puntería, otros se lo terciaban para trepar mejor. Los talaberas ascendían jadeando y con dificultad. Al primero que se me acercó lo derribé de un talerazo en la frente. El segundo, me tiró una estocada con su fusil. Que llevaba engarzada una descomunal bayoneta. A la que, por suerte, puede esquivar. El tercero, me puso un excelente culatazo en el mentón. El golpe me hizo ver unos puntitos brillantes. Inmediatamente, escuché el sonido característico y único que hace un sable al salir de su vaina. Zas, dije, me ensartan como una aceituna. Alcancé a forcejear con uno que de atrás me quiso sujetar. Supongo que para que el otro me apuñalara mejor. Recuerdo que traté de pensar en cómo zafar, pero me invadía una ola de pavor que me tenía paralizado. El godo que me ahorcaba, olía a sudor y a humo. El momento se hizo eterno. No me acuerdo de nada más. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Mi primer recuerdo después del golpe, al margen del dolor de mandíbula, fue casi como un sueño. Me parecía escuchar el toque de: “!A la carga jinetes!”. Ya despierto, percibí claramente que la quebrada se llenaba del estruendo de cascos, pistoletazos y gritos. Era la carga del Teniente Lavalle contra las posiciones realistas. Detrás de ella partía el sonido más apagado, casi inofensivo, como de ramitas secas rompiéndose. Eran los disparos de los mosquetes de los barreteros y de los infantes que Arcos habían instalado en la altura en apoyo a la carga de la caballería. Lavalle y sus jinetes pasaron a nuestro lado como una tromba. La desbandada realista fue total. Creo que sólo pararon de correr cuando llegaron a San Felipe.
Después de las gastadas y bromas de rigor a cargo de los granaderos, debimos salir de vuelta hacia el cuartel general con el parte de la victoria. De ese lio que pasó a llamarse el combate de Achupallas. ¡Vaya suerte la de los estafetas! Los granaderos allí se quedarían a las espera de refuerzos para proseguir hasta San Felipe. Nos tomó casi dos días llegar. Sólo para volver a salir. Ya que la vanguardia y el grueso se ponían nuevamente en movimiento. Esta vez, en vistas a la emboscada de Achupallas, el jefe de la vanguardia, el general Soler, ordenó el adelantamiento de todo un escuadrón de granaderos a caballo hasta la localidad de San Felipe. Por suerte, esta vez no nos tocó acompañarlos como estafetas. Ya de vuelta en el cuartel general nos enteramos de otra victoria. Otra vez los granaderos. Esta vez en las Coimas, una localidad más abajo de las Achupallas y más cercana a San Felipe. Un escuadrón, a órdenes de Mariano Necochea, se había llevado por delante a 700 godos, después de simular que se retiraba para atraerlos y contraatacarlos.
Nos preparábamos para movernos. El grueso y el cuartel general debían cruzar por Valle Hermoso, el paso final que nos separaba de Chile. En consecuencia, sería uno de los últimos momentos de cierta tranquilidad antes de la batalla decisiva que se avecinaba. Era mi oportunidad para cumplir la promesa que le hiciera a María y que ella tan acuciantemente me recordara en su primera carta. Conseguir un pedazo de papel, una pluma y un tintero me resultó relativamente fácil dado mi rol de auxiliar del cuartel general. También, lo fueron las instrucciones sobre los aspectos formales sobre cómo escribir una carta a una damita que me diera mi amigo y superior, Álvarez Condarco. Ahora ponerse a escribir era otra cosa. ¿Cómo poner en garabatos de tinta todas las emociones que desea transmitir? Después de mucho cavilar. Salió esto:
Estimada María,
No tengo palabras. Estos días han sido tan agitados. Tantas cosas han pasado. Por ejemplo, mañana salimos para San Felipe en Chile. Los godos no han estado esperando. Por suerte, hemos podido derrotarlos en cada una de las veces que quisieron detenernos.
Hasta yo mismo he sido herido. Por suerte nada serio. Un talabera me golpeó en la cabeza cuando hacia un reconocimiento. Por suerte, pronto llegaron los granaderos para rescatarme. Cayeron como una tromba, los hubieras vistos. ¡Cómo corrían esos realistas!
Por aquí todos muy contentos y esperando la pelea decisiva con los godos. Nuestro jefe, Álvarez Condarco dice que nuestro comandante general, José de San Martín, tiene todo muy bien atado y que antes de que termine este verano estaremos de vuelta en Mendoza. Ojala así sea y podamos recontarnos y reparar los males de esta ausencia
Los Manantiales, 5 de febrero de1817.
Juan Cruz.
Firmé y cerré el sobre. Corriendo salí para poder entregarlo en tiempo. Afuera ya clareaba al naciente. El estafeta se aprestaba a salir para Mendoza; nosotros para Chile y la gloria.
En el amor como en la guerra los primeros movimientos son decisivos. Ganar los primeros enfrentamientos no es poca cosa ni se limita a eso. Hay un aspecto moral detrás de ello. En empresas como la guerra la confianza que uno tenga en sí mismo y en su propia organización valen su peso en oro. Sin exagerar, porque aquí –como en todo- hay excesos nocivos- San Martín sabía que debía ganar las primeras escaramuzas, si quería tener las mejores probabilidades de éxito para cuando llegara el gran choque. La masa de su ejército era bisoño o había sido ya derrotado a manos de las más experimentadas tropas realistas. Debía cambiar esa impresión y cuanto antes lo hiciera mejor.
Por eso preparó el próximo combate lo mejor que pudo. En principio, colocó al mando a alguien de su círculo íntimo. El Mayor Antonio Arcos, como él había sido forjado en los duros combates librado por los peninsulares contra las huestes napoleónicas. También, como él era un “hermano”, es decir era un integrante de la Lautaro. Por eso cuando lo llamó a su tienda de campaña y comenzó por tutearlo nadie se extrañó. Le dijo: “Antonio, tu comprendes la importancia de los combates de vanguardia como nadie aquí, por eso tu estarás a cargo de ocupar y fortificar Achupallas. Te doy lo mejor que tengo: una sección de mis granaderos a cargo de un teniente que promete, Juan Lavalle. También, será necesario que te lleves unos barreteros. Y que ni bien tengas noticias de los godos –que no sería extraño que te estén esperando- me avises. Para ello te doy a mi mejor correo, el baqueano Juan Cruz.” Dicho esto concluyeron la entrevista. Yo que estaba cebando mate en la trastienda, quedé atragantado. Por fin estaría en combate me dije con asombro. Pero, un nudo en mis tripas, no fue precisamente la sensación que esperara o deseara.
***
Me esperaban más sorpresas. Cuando llegué a mi sector de vivaque en el cuartel general. La sonrisa socarrona de mi jefe Álvarez Condarco y el papel extendido que tendió hacia mí me hizo saber que acababa de recibir mi primera carta de María.
Mi querido y pequeño lord,
Cuanto lamento que no poder compartir contigo esa gran aventura en la que estás embarcado. Cuanto sufro sola, en esta ciudad completamente sola. Esta ansiedad me mata y muero por no haber podido compartir contigo suficiente tiempo antes de tu partida. Ahora si conozco la soledad del corazón. Me engañé cada vez que me dije que no eras tan importante para mí. Lo que comenzó como agua fría de lluvia se ha convertido en el incendio que ahora me abraza. Aunque debo solo a mis impertinencias el conocimiento que ahora añoró. No consideres mi pasión como una conquista sino, más bien como una entrega.
¿Pero serás tan indelicado de no corresponder estos sentimientos, como para no haberme escrito de una sola línea? ¿Y cómo es posible que sea yo quien sea la primera en hacerlo? ¿Es que a ustedes, soldados, no les enseñan los deberes para con una dama? Lloro de solo pensarlo.
A partir de ahora mi corazón estará dedicado solo a ti.
María.
***
Salimos antes del alba hacia el paso de Valle Hermoso. Nos esperaban unas largas jornadas. Luego de más horas de las quiero recordar sobre los aperos, cruzamos de un saque el famoso portezuelo del Espinacito. Llegamos finalmente, a orillas del río los Patillos, donde se encontraban nuestras avanzadas de seguridad. Nos presentamos al oficial de servicio cuando ya era noche cerrada. Luego de compartir impresiones y unos mates nos fuimos a dormir. Mañana sería un día difícil para todos. Otra vez salimos antes del alba para ganar el mayor tiempo posible. También, de un saque cruzamos a Chile por Valle Hermoso, que era el paso más empinado, pero por eso –precisamente- el más directo. Ya del otro lado, las órdenes eran proceder con la máxima cautela; ya que estábamos en territorio enemigo.
Arcos me mandó llamar, algo me olí cuando el estafeta me dijo que me presentara vestido de civil acompañado por “el indio”, como casi todos llamaba a Coliguante. Así lo hice. No fue difícil la transición de soldado a paisano. Ya que la única prenda militar que portaba era una vieja chaqueta de los Cívicos de Mendoza. Por lo que simplemente me puse sobre las bombachas mi querido poncho marrón. Morrión no había conseguido, así que mantuve mi chupalla de paja como cubrecabezas. Por su parte, Coliguante decidió mantener su atuendo, que era mitad cristiano mitad huarpe.
_ Mozos, tengo las mejores referencias sobre ustedes. _ Comenzó a decir Arcos. Prosiguió seguro:
_ Pero respecto a lo que tengo que ordenarle pueden ustedes negarse, pues es...
_ No es problema mi Mayor. Ordéneme lo que sea nomás. _ Me escuché decir.
_ Bueno, si de veras están dispuestos... Así vestidos como civiles quiero que me hagan un reconocimiento de las Achupallas. No es cuestión de mostrarse mucho ni que me lo tomen prisioneros. Simplemente quiero saber si están los godos, cuántos son, dónde están ubicados, cómo están armados y qué están haciendo. ¿Me entienden?
_ Seguro. _ Dije con una voz que pretendí fuera lo más aplomada posible. Coliguante fiel a la tradicional parquedad de los de su raza no dijo ni mu.
Ya no escuché más, ni la catarata de recomendaciones que me hacían los veteranos, ni los saludos de los amigos. Solitos con nuestras almas y nuestras cabalgaduras salimos para las Achupallas, en lo que sería nuestra primera acción de guerra. Partimos al paso, yo con mi mula tordilla “La Paloma” y Coliguante con su petiso. La senda serpenteaba tranquila hacia el suroeste. Por primera vez en días bajábamos una cuesta en vez de subirla. Pronto la extrema rudeza de los Andes fue quedando atrás. Abajo se divisaba un valle. Después supimos que lo llamaban Valle del Chalaco. Como lo expresara magníficamente. El Teniente Stephen Naylor. En su conciso pragmatismo anglosajón: podíamos decir, ahora. Que San Martín salió último de Mendoza y arribó entre los primeros a San Felipe, lo que demuestra que todo fue planificado a la perfección.
Obviamente, que nos tienen que haber visto llegar. Probablemente, el sol que nos daba en la cara no nos dejó verlos primero. Lo concreto es que la voz de “Alto quien vive” vino de arriba y de nuestra derecha. Cuando alcé la vista, solo pude ver el morrión blanco característico de los talaberas y la negra boca del mosquete que nos apuntaba. La entonación de la voz denotaba cierto nerviosismo; por lo que deduje que el horno no estaba para bollos. Pensé que seguir como agentes encubiertos ya no tenía sentido, menos caer prisionero. No hubiera podido soportar las bromas de mis compañeros cuando fuera rescatado. Así que giré, di grupas y salí al mejor trote que mi mula podía darme. El disparo no se hizo esperar. Pero como presupuse pasó alto y largo sobre mi cabeza. Lo que sí me inquietó fue el inconfundible sonido de cascos de caballos tomando el galope en nuestra persecución. Sabía que era cuestión de tiempo, pero tampoco quería facilitarle las cosas. Así que seguimos subiendo hasta donde más pudimos. Nos acorralaron contra un faldeo, mi mula pudo subir unos pasos más, lo que me dio una ventaja momentánea. Los jinetes echaron pie a tierra. Unos hicieron rodilla a tierra llevándose el fusil a la cara haciendo puntería, otros se lo terciaban para trepar mejor. Los talaberas ascendían jadeando y con dificultad. Al primero que se me acercó lo derribé de un talerazo en la frente. El segundo, me tiró una estocada con su fusil. Que llevaba engarzada una descomunal bayoneta. A la que, por suerte, puede esquivar. El tercero, me puso un excelente culatazo en el mentón. El golpe me hizo ver unos puntitos brillantes. Inmediatamente, escuché el sonido característico y único que hace un sable al salir de su vaina. Zas, dije, me ensartan como una aceituna. Alcancé a forcejear con uno que de atrás me quiso sujetar. Supongo que para que el otro me apuñalara mejor. Recuerdo que traté de pensar en cómo zafar, pero me invadía una ola de pavor que me tenía paralizado. El godo que me ahorcaba, olía a sudor y a humo. El momento se hizo eterno. No me acuerdo de nada más. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Mi primer recuerdo después del golpe, al margen del dolor de mandíbula, fue casi como un sueño. Me parecía escuchar el toque de: “!A la carga jinetes!”. Ya despierto, percibí claramente que la quebrada se llenaba del estruendo de cascos, pistoletazos y gritos. Era la carga del Teniente Lavalle contra las posiciones realistas. Detrás de ella partía el sonido más apagado, casi inofensivo, como de ramitas secas rompiéndose. Eran los disparos de los mosquetes de los barreteros y de los infantes que Arcos habían instalado en la altura en apoyo a la carga de la caballería. Lavalle y sus jinetes pasaron a nuestro lado como una tromba. La desbandada realista fue total. Creo que sólo pararon de correr cuando llegaron a San Felipe.
Después de las gastadas y bromas de rigor a cargo de los granaderos, debimos salir de vuelta hacia el cuartel general con el parte de la victoria. De ese lio que pasó a llamarse el combate de Achupallas. ¡Vaya suerte la de los estafetas! Los granaderos allí se quedarían a las espera de refuerzos para proseguir hasta San Felipe. Nos tomó casi dos días llegar. Sólo para volver a salir. Ya que la vanguardia y el grueso se ponían nuevamente en movimiento. Esta vez, en vistas a la emboscada de Achupallas, el jefe de la vanguardia, el general Soler, ordenó el adelantamiento de todo un escuadrón de granaderos a caballo hasta la localidad de San Felipe. Por suerte, esta vez no nos tocó acompañarlos como estafetas. Ya de vuelta en el cuartel general nos enteramos de otra victoria. Otra vez los granaderos. Esta vez en las Coimas, una localidad más abajo de las Achupallas y más cercana a San Felipe. Un escuadrón, a órdenes de Mariano Necochea, se había llevado por delante a 700 godos, después de simular que se retiraba para atraerlos y contraatacarlos.
Nos preparábamos para movernos. El grueso y el cuartel general debían cruzar por Valle Hermoso, el paso final que nos separaba de Chile. En consecuencia, sería uno de los últimos momentos de cierta tranquilidad antes de la batalla decisiva que se avecinaba. Era mi oportunidad para cumplir la promesa que le hiciera a María y que ella tan acuciantemente me recordara en su primera carta. Conseguir un pedazo de papel, una pluma y un tintero me resultó relativamente fácil dado mi rol de auxiliar del cuartel general. También, lo fueron las instrucciones sobre los aspectos formales sobre cómo escribir una carta a una damita que me diera mi amigo y superior, Álvarez Condarco. Ahora ponerse a escribir era otra cosa. ¿Cómo poner en garabatos de tinta todas las emociones que desea transmitir? Después de mucho cavilar. Salió esto:
Estimada María,
No tengo palabras. Estos días han sido tan agitados. Tantas cosas han pasado. Por ejemplo, mañana salimos para San Felipe en Chile. Los godos no han estado esperando. Por suerte, hemos podido derrotarlos en cada una de las veces que quisieron detenernos.
Hasta yo mismo he sido herido. Por suerte nada serio. Un talabera me golpeó en la cabeza cuando hacia un reconocimiento. Por suerte, pronto llegaron los granaderos para rescatarme. Cayeron como una tromba, los hubieras vistos. ¡Cómo corrían esos realistas!
Por aquí todos muy contentos y esperando la pelea decisiva con los godos. Nuestro jefe, Álvarez Condarco dice que nuestro comandante general, José de San Martín, tiene todo muy bien atado y que antes de que termine este verano estaremos de vuelta en Mendoza. Ojala así sea y podamos recontarnos y reparar los males de esta ausencia
Los Manantiales, 5 de febrero de1817.
Juan Cruz.
Firmé y cerré el sobre. Corriendo salí para poder entregarlo en tiempo. Afuera ya clareaba al naciente. El estafeta se aprestaba a salir para Mendoza; nosotros para Chile y la gloria.