AMOR Y MUERTE
Con el transcurso del tiempo. Los círculos concéntricos del remolino de la anarquía: En la que el Perú se hundía. Parecieron cobrar fuerza. A casi dos años de la partida de nuestro General San Martín. Los vaticinios de Tomás Guido se habían cumplido con amplitud. La más facciosa de las divisiones era lo único que reinaba. Aún entre los propios conductores del campo patriota. Dicen que algo similar, también, ocurría en el de los realistas. El gobierno revolucionario, de hecho, se parecía, a una bestia de dos cabezas. Mi enemigo personal, Riva Agüero, se había retirado a la ciudad de Trujillo. Hacia la sierra, donde intentaba organizar una fuerza irregular de guerrillas. Por su parte, en Lima, se había establecido, su adversario, José Bernardo de Tagle. Las malas lenguas, decían que este último había iniciado tratos con los realistas. La situación del ejército era aún más complicada. En los primeros meses de 1824 se sublevó la guarnición patriota de El Callao. Los que pasaban a verme por el convento. Mis visitantes, como los llamaba Fray Rodolfo. En realidad, antiguos camaradas de armas. Me contaban las razones del amotinamiento. Se explayaron sobre una historia de penurias. Hablaban de sueldos impagos, de un rancho solo compuesto por arroz podrido y charqui agusanado. Sabía, por mi propia experiencia, que no exageraban. Una vez que San Martín se retiró. Me consta que nadie nos trató bien. Empezando por los señoritos del Congreso Constituyente, y terminado por el propio Simón Bolívar, y todos sus lugartenientes. Éramos un ejército condenado, abandonado, y sin un jefe a su frente.
En lo personal, mis cosas iban a los tumbos. Si bien, tenía casa y comida. Por otro lado, las persecuciones contra nosotros se habían ido intensificando. Los ataques eran ya, una cosa de todos los días. El fervor revolucionario de Fray Mendoza me resultada, cada día, más insoportable. Por el contrario, los afectos de María parecían volver a favorecerme. Nos habíamos visto, ya, varias veces. Sin pasar a mayores. Pero, algo era algo. Y ella daba a entender, que podía tener esperanza de llegar a algo más serio. De todos modos. Aquella inmovilidad me tenía mal. Tal como me lo repetía Fray Mendoza. Era como un león enjaulado. Por todo ello, decidí esa mañana de febrero hacerle una visita a mis antiguos compañeros de El Callao.
Lo primero que me extrañó al llegar. Fue el hecho de que en la fortaleza no flameara nuestra bandera. Sino la de los godos. Unos dispersos que merodeaban cerca de las murallas me pusieron al tanto. Parece ser que el día anterior. Un mulato mendocino del Regimiento de Granaderos, de apellido Moyano; y un sargento del Batallón 11, de nombre Oliva encabezaron el movimiento. En un principio, los habían seguido todos los integrantes de los batallones 7 y 8. Todos ellos negros o mulatos libertos. Más un grupo de artilleros chilenos y unos granaderos peruanos. La idea inicial había sido la de reclamar por el tema de los sueldos impagos, y por la comida. Pero, después los cabecillas liberaron a los presos realistas. A los que entregaron el mando de la fortaleza. Cuando la tropa se dio cuenta de lo que pasaba. Al momento, de arriar nuestra bandera y poner la de ellos. Hubo un gran revuelo. Muchos no estaban de acuerdo con cambiarse de bando. Una cosa era reclamar cosas adeudadas. Otra muy distinta, convertirse en traidores. Así que la cosa se puso espesa. Y hubo tiros y sablazos. Los que pudieron escaparon.
En eso estábamos. Cuando vimos unos montados que se aproximaban desde Lima. Eran parte de los oficiales que tenían su alojamiento en la ciudad. Y que por ello, se habían salvado de caer prisioneros de los sublevados. Al frente de ellos venía el Coronel Mariano Necochea. A quien yo conocía, por haber sido él el segundo de Arenales en la Sierra. Se apearon donde estábamos nosotros.
_ ¿Qué novedades tenemos? _ Preguntó Necochea sin echar pie a tierra.
_ Adentro hay unos 1.500 sublevados. Primero, los dirigían dos suboficiales nuestros. Reclamaban por el tema de los sueldos y dicen que la comida era una porquería. Metieron a sus oficiales en los calabozos. Después, liberaron a los presos españoles. Y se pusieron a órdenes del más antiguo. Un tal Coronel Casariego. Sabemos que hubo tiros cuando enarbolaron la cruz de de San Andrés. _Le contestó un sargento del 8 que había podido escapar cuando se produjo el zafarrancho en ocasión del izamiento de la bandera realista.
Ya desmontado y con los pies en tierra. Necochea hizo una pausa de silencio. Aparentaba estar meditando sus opciones. Luego de un breve parlamento con quienes lo acompañaban. Ordenó:
_ Señores. Tenemos que organizarnos. Usted. - Dijo esto señalando al sargento del 8- Vuelva a la fortaleza y le dice a quien está a cargo que necesito entrevistarme con él para parlamentar. El resto, a órdenes de mi ayudante se organiza lo mejor posible. Se viste como corresponde. Consigue un arma y se va agrupando por unidad. También, necesito un par de chasquis.
_ Mi coronel. Estoy yo. Soldado baqueano Juan Cruz. El problema es que no tengo monta.
_ Sí, me acuerdo de vos. Estuviste con nosotros en la sierra. Te vas hasta “La Ventanilla”. Dónde está mi cuartel general. Pedís que te den un caballo y te me vas a Cañete. Allí hay dos escuadrones de granaderos. Y les decís, al Sargento Mayor Bogado, que se vengan para acá cuanto antes.
Efectivamente, en el cuartel de Necochea no pusieron grandes reparos y me dieron un lindo zaino criollo. También, conseguí una buena montura, pero sin los pellones correspondientes. Tenía mi cabezada, con mis frenos chilenos, mis pellones, mis maletas y el resto del equipo en el convento. Decidí pasar a buscarlos. Ya que me separaban unas buenas leguas de mi destino. Para colmo de males, al sur, en la desolada sierra. No quería cantarme de frío en esos lugares que conocía bien. De paso, cañazo, le haría una visita a María. Llegué ya de noche al convento. Los frailes estaban cenando. Me despedí rápidamente de ellos, y de Fray Mendoza. Con todo equipado para el viaje salí para la calle de Santo Domingo. A la vuelta de la Plazoleta de la Micheo. Residencia de los Bordón Aldunate. Previsor, había enviado antes a uno de los goliardos de mi confianza. A Ramón Moreira, por si había moros en la costa. Cuando llegué al punto de encuentro convenido. Ramón me confirmó que no había señales de mi rival; pero agregó que había notado la presencia de un lujoso carruaje esperando en la plazoleta, a tiro de piedra de la casa de mi amada.
Salí al paso largo. Los cascos recién herrados de mi caballo retumban y sacaban chispas sobre los adoquines de la calles de Lima. Mi corazón galopaba al mismo ritmo. A diferencia de muchas otras, ésta era una noche clara, una con luna llena. Aquellas en las que uno, sin mayor esfuerzo, tiene una visibilidad casi diurna. A una cuadra de lo de María me apee. Y até mi caballo a un farol. No quería que el ruido de sus pasos, que redoblaban como un tambor, me delataran. Me dirigí directo a la casa de María. La transición de la luz exterior, a la oscuridad del zaguán de la residencia de los Poinsett me detuvo un tanto. También, la certera intuición de que no estaba solo. Detuve mis pasos. Escuché: respiraciones, el roce de telas y de cuerpos. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, fue que los vi. Era María en los brazos de Monteagudo. Ahora, lo que cegaba mis ojos. No era la luz de la luna llena. Sino los borbotones de sangre que subían por mis venas. También mis oídos se quedaron mudos. Vi que sus rostros habían girado para mirarme, y que los labios de ambos se movían. No escuché nada. Casi mecánicamente. En un solo movimiento continuo. Extraje, abrí, y empuñé a mi fiel sevillana. La próxima imagen que tengo de ella es la de su mango aflorando del pecho de quien había sido mi jefe. Solo el contacto tibio de su sangre me devolvió cierto control sobre mí mismo. Saqué el pañuelo que ella me había dado. Como prenda de su amor. Con él me limpié las manos. Acto seguido se lo arrojé en la cara. Mientras salía aturdido a la frescura de la noche me pareció escuchar la voz de María gritando mi nombre. Cosa rara, pues no se lo había oído pronunciar nunca. Pues siempre me llamaba por mi cargo. Soldado, baqueano; o simplemente me decía, vos tal o cual cosa. Sin agregar nada más.
***
Acababa de matar a quien fuera mi jefe. Ex ministro de guerra y marina del país del que era huésped. Aunque mandado al exilio y odiado por muchos. No dejaba de ser, también, un asesor de confianza del actual hombre fuerte del Perú. El Mariscal Simón Bolívar. Al momento, me dirigía al encuentro de una de las pocas fuerzas que podían conjurar a la sublevación en marcha. Y que amenazaba con echar por tierra con todo lo que con tanto sacrificio se había conseguido durante estos años de lucha. Habría, sin duda, una pelea a muerte entre ambas fuerzas. Pero nada de eso me importaba. Acababa ver en los brazos de otro a mi amada. Lloré, pero no de dolor. Si no de la bronca que sentía. Decidí que lo mejor sería sumergirme en la más frenética de las acciones. Si es que no quería enloquecer de pena y de rencor.
El alba me sorprendió en un pueblito llamado Quilmaná. A unas pocas leguas de mi destino final. Paré a descansar. No por mí. Podría haber seguido marchando por varios días. Lo hice, por mi caballo. Lo desensillé, lo rasqueteé, lo hice abrevar en un arroyo cercano, y le di la ración de grano que llevaba. Me cebé unos amargos. Al mediodía estaba en Cañete. Frente a la carpa del Sargento Mayor José Félix Bogado, segundo jefe de lo que quedaba del Regimiento de Granaderos a Caballo. Una leyenda viva del Ejército de los Andes. Bogado, era en realidad un botero paraguayo. Capturado por el regimiento. En su primer combate de San Lorenzo, a orillas del río Paraná. Luego de servir diez años en ese cuerpo. Se había convertido en su segundo jefe. Le pedí parte. Me hizo pasar. Le expliqué la situación y le transmití las órdenes de Necochea. Me dijo que la situación en su unidad no era muy diferente a la de las tropas de El Callao. Ellos, tampoco habían recibido su paga. Había mucho descontento, y simpatía por los amotinados. Pero, agregó que órdenes eran órdenes. Y que de inmediato se pondrían en marcha. Le pedí autorización para integrarme a su unidad. Me respondió que sí, que a partir de ese momento sería su estafeta. En menos de una hora el regimiento estaba en marcha hacia Lima. Al llegar a una jornada de nuestro destino final. En la Pampa del Lurín. Se produjo lo que Bogado tanto temía. Mientras estábamos levantando el vivac para racionar y descansar. Se le presentó el Sargento Orellano, quien dijo hablar en nombre de muchos. El sargento mayor, le aclaró que él no representaba a nadie, pero que manifestara lo que sentía. Por su cuenta y riesgo. Orellano, empezó alabando las condiciones de mando de su coronel. Pero, dijo que estaba harto de esta situación de abandono. Y que él, y los que pensaban como él, no combatirían contra sus antiguos camaradas. Que su idea era la de reunirse con ellos. Bogado, le contestó que entendía la situación, pero que no justificaba tales procedimientos; ya que no conducían a nada. Es más, le vaticinó que él y los que los siguieran terminarían sus vidas colgados en la horca. Sin agregar nada más, Orellano se marchó. Lo siguieron unos cien de los nuestros. Con lo que le quedaba, unos ciento veinte granaderos. Bogado reorganizó su unidad. Me ascendió a cabo y me dio el mando del pelotón de vanguardia.
Esa noche mientras dormía al raso. Contemplando el cielo estrellado de esa parte del mundo. Pensé: quiero volver a ver el mío, el de Uspallata. Pero sabía que no tenía que apurarme. Si algo me enseñaron estos años es que el futuro llega solo. Sin que uno lo tenga que llamarlo. Por otro lado, estaba todo este lio de las sublevaciones. Quería la gloria; pero también el honor de merecerla.