DANZAS Y CONTRADANZAS
Con la llegada del verano, no solo llegó la mejoría en la salud de nuestro querido general; sino, también, los problemas. La guerra en el sur seguía sin progresar. Lo que no era una novedad. Para colmo de males, todo hacía suponer que el General Balcarce. Recientemente designado por San Martín. No estuvo a la altura de la misión encomendada. Había comunicado a su comandante general, muy suelto de cuerpo, que abandonaba la tarea ante la falta de recursos para concretarla. También, volvían los rumores sobre más conspiraciones carreristas en desarrollo. Al parecer los fusilamientos de Luis y Juan José no habían servido para otra cosa más que para que José Miguel –el hermano sobreviviente-, sumara a sus delirantes proyectos políticos, la sed de venganza. Lo que, tampoco, era una novedad. Pero la peor de las catástrofes no provenía de ninguna amenaza externa. Tal como, lo había ido deduciendo San Martín, a través de la correspondencia con sus amigos y allegados que vivían en la capital de la Provincias Unidas. Igualmente, esta estimación no hacía más que confirmar su impresión personal. Cuando él mismo visitara Buenos Aires, tras el triunfo de Maipú. Sabía que si la Independencia americana tenía un enemigo real y peligroso. Era el fantasma de la anarquía. Si bien, él confiaba que con los medios que disponía -aún siendo modestos- podría enfrentar con éxito a todas las fuerzas expedicionarias que los monárquicos o quienes los reemplazaran enviaran a América para sofocarla. ¿Pero cómo reaccionar ante un peligro que estaba dentro nosotros mismos?
Comprenderán vuestras mercedes. Como yo lo hice con el tiempo. Que las causas de nuestra anarquía eran viejas y persistentes. Como en su momento nos lo explicara Fray Mendoza en sus clases de historia. Y mi propia experiencia se encargaría de ir comprobando con el paso de los años. Viejas porque venían de aquella antigua consigna virreinal de: “Se obedece, pero no se cumple.” Muletilla que habilitaba a todo funcionario colonial a desobedecer. O al menos, a incumplir en parte, toda orden o decreto de su Majestad. La excusa, en su forma elaborada, explicaba que el Monarca, sus Cortes y el Consejo de Indias estaban muy lejos –y realmente lo estaban- para saber y ordenar lo que se hacía o no se hacía aquí, en el Nuevo Mundo. Persistentes porque se sumaba a esta argucia burocrática nuestra naturaleza indócil. Si en otras partes del orbe faltaban conductores o quienes se sintieran con capacidad y fuerzas para serlo. No era este nuestro caso. Aquí cualquier cuasi letrado o patrón de estancia exitoso se creía con suficientes títulos para armar un pequeño ejército, emitir moneda; y si fuera necesario, enfrentársele a quien le raye. Como ejemplo concreto, Fray Mendoza citaba el caso de la fuerza expedicionaria inglesa. Aquella que los porteños habían corrido con sus baldes de aceite en las recordadas invasiones de 1806 y 1807. Fue la que luego de salir escaldada del Río de la Plata conquistara, nada más ni nada menos, que a la India. Todo una cultura, todo un subcontinente. Lo que bien mirado, no es poco de pavo. Finalmente, y casi como sirviendo de excusa para todo lo anterior. Estaba el supuestamente elevado debate sobre cuál debía ser la forma de gobierno más conveniente para nuestros pueblos. La cuestión era cómo conducirse con gentes tan bravías, viviendo en tan extensos y lejanos territorios. Las posturas se dividían, básicamente, en dos teorías principales. Por un lado, los tipos de supuestamente de avanzada, como el fraile dominico y unos pocos más, que eran los revolucionarios a ultranza. Y no veían otra forma de gobierno posible que no fuera la más espartana e igualitaria de las democracias. Su modelo por excelencia era la Revolución Francesa. Por ese lado, ellos se creían la reencarnación viva de personajes como Robespierre, Danton o Marat. Por otro lado, y en sentido contrario, hombres como San Martín, y su amigo Manual Belgrano, eran más prudentes a la hora de decidirse. Veían con malos ojos los excesos de esa famosa revolución. El propio don José los había experimentado de cerca, cuando su jefe, el General Sodano, fue linchado por una turba en Cádiz. Pragmáticos como eran no desdeñaban una transición entre el odioso régimen actual y un sistema republicano pleno. En este marco, abogaban por una monarquía constitucional. Al estilo británico, con a un príncipe europeo a cargo de la nueva dinastía, pero –tampoco- descartaban poner o a un príncipe inca.
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Parado, en el refractario del Convento de los Monjes Franciscanos de Curimón que servía de ayudantía al General José de San Martín, escuchaba el dictado de la carta. Esperaba su finalización para ponerla en mis maletas y salir para Santiago, y entregársela en persona al Director Supremo de Chile, don Bernardo de O´Higgins. Habíamos llegado a principios de enero de 1819 desde las termas de Cauquenes. Nuestro comandante, sintiéndose mejor; pero también, posiblemente cansado de los rumores sobre su prolongada inactividad. Había decidido trasladar su puesto comando a Curimón. Donde se encontraban acantonadas la masa de nuestras tropas. Por otro lado, estaba más cerca de la capital chilena. Pero, también, del camino real a Mendoza. Con todo, era un lugar conocido por todos los veteranos del cruce y de la batalla de la Cuesta de Chacabuco. Porque fue aquí, más precisamente en este convento. Donde pasamos las últimas horas previas a ese combate.
La interrupción de correos que hace más de un mes se experimenta con la capital de las Provincias Unidas, las noticias que me suministra el gobernador intendente de la Provincia de Cuyo con respecto a la guerra de anarquía que se está haciendo en las referidas provincias por parte de Santa Fe, me han movido como un ciudadano interesado en la felicidad de la América, a tomar una parte activa a fin de emplear todos los medios conciliativos que están a mis alcances para evitar una guerra que puede tener la mayor trascendencia a nuestra libertad. A ese objeto he resuelto marchar a dicha provincia de Cuyo, tanto para poner a ésta al cubierto del contagio de anarquía que la amenaza, como de interponer mi corto crédito, tanto con mi gobierno como con el de Santa Fe, a fin de transar una contienda que no puede menos que continuada ponga en peligro la causa que defendemos. El general Balcarce queda encargado del mando del ejército de los Andes. V.E. podrá nombrar para el de Chile el que sea de su superior agrado; tendré la satisfacción de volver a ponerme a la cabeza de ambos ejércitos luego que cesen los motivos que llevo expuestos y que los aprestos para las operaciones ulteriores que tengo propuestas y confirmadas por V.E. estén prontos.
Firmado: José de San Martín.
Por fin me la dieron. Ya tenía listo mi caballo afuera. Ajuste cincha y pegual; y salí como alma que se la lleva el diablo. En una jornada bien larga. Hice las 15 leguas que me separaban de la capital. Además de la importante carta que llevaba. Tenía mi urgencia un incentivo adicional: no veía a María desde nuestra salida para las termas. Hacía ya de esto ya casi nueve meses. Derechito me fui a la sede del gobierno de O´Higgins. Allí me dijeron, que siendo domingo, el Director Supremo estaba en la casa de Rosario Puga, su amante, y madre de su hijo recién nacido. Entregué la carta al oficial de servicio que estaba de guardia, y me fui a nuestros viejos alojamientos en el Arzobispado. Por suerte, no me crucé con nadie conocido. Lo que hubiera representado una alegría, pero que, también, una demora. Me higienicé lo mejor que pude. Me vestí con mis pilchas mejores, y salí para lo de María. Pasé el Mapocho por el Calicanto, doblé por la Cañada, donde ahora se construía la Alameda de las Delicias. Se veían alineadas las estacas de los álamos recién trasplantadas traídos desde mi tierra, Mendoza. Los futuros álamos, además de dar el nombre al paseo, tenían por finalidad resguardar a los futuros paseantes del viento y del sol. No era el caso de esta tarde de domingo, con el sol casi desaparecido. Me crucé en mi camino con muchos jóvenes. Algunos de ellos bien vestidos. Con sus pilchas domingueras. Por lo general, fracs con chaleco. Con corbatines claros, con pantalones bombilla y con botas de borla. En sus cabezas sombreros de verano. Ligeros de paja o de abacá de las Filipinas. Tampoco faltaba la gente seria, mayor, que vestía a la usanza española antigua. Con chupa de mandil y casaca de tontillo, aunque ya nadie se sumaba a la incómoda moda de las pelucas empolvadas.
Para mi sorpresa en la casa de María, fue el propio Joel Poinsett quien abrió la puerta. Por suerte, lo encontré de buen humor. Jugaban en mi favor mis antiguos servicios al enviado norteamericano. Como él mismo me lo refiriera. Y por los buenos comentarios sobre mi persona vertidos, por su compatriota, el doctor Colisberry. Quien era el médico que trataba a María. Y con quien yo acababa de compartir una estadía en las termas de Cauquenes. Luego de estos prolegómenos pasamos a la sala de la vivienda familiar. Para mi inmediata satisfacción se encontraba en ella, sentada, mi amada, María. Con su rostro casi tan pálido como cuando me despedí de ella. Pero, ahora, al menos se mostraba más animado. Y hasta creo que se iluminó al verme. Viste sobre su camisón de hilo un chal de lana tejido al crochet. Y calza pantuflas con zoquetes de lana. Pese a que, si bien refresca por las tardes, es verano y la temperatura es agradable. Y da todo el aspecto de una persona enferma, que pasa la mayor parte del tiempo postrada en una cama, pero que se levanta cuando se siente mejor. Ambos, padre e hija me cuentan, sobre el pronóstico reservado de su enfermedad. Pero que los cuidados médicos de Colisberry le permiten estas licencias de levantarse y sentarse en la salita, o incluso dar un paseo por el parque cuando el día lo permite. El padre especifica que ella debe beber cinco gotas de láudano, disueltas en un vaso de agua de azahar, lo que alivian de las molestias que le produce el toser en forma casi constante. También, aclara María que está cansada de las aspiraciones de bálsamo de eucalipto que debe practicarse tres veces al día. Con un cono de papel sobre una palangana de agua muy caliente, donde previamente se ha llevado a punto de hervor las gotas del aceite de esta planta australiana. A la que Colisberry le atribuye maravillas en cuanto al tratamiento de problemas respiratorios. Pero que tiene un olor picante y penetrante. Sin contar, con la cataplasma de sal caliente que todas las noches le prepara Emily; y con la que debe dormir sentada todas las noches.
De la salud de María, su padre pasó a comentarme la situación política. Empezó diciendo que sabía por sus contactos. Que la prometida expedición que prepara el Rey Fernando en Cádiz, estaba casi lista para zarpar rumbo a América. También, me comentó su preocupación por los qué los poderosos caudillos o “warlords”, como él los llamaba en su lengua, podían llegar a hacer con respecto a un gobierno central débil como el nuestro. Ponía como ejemplos a José Gervasio de Artigas, a Francisco Ramírez y a Estanislao López. Que habiéndose hecho fuertes en el litoral, desafiaban la autoridad de Buenos Aires. Al que le reprochan su inacción ante la invasión portuguesa, a la Banda Oriental., a cargo del Almirante Lecor. De paso, les cuestionaban a los porteños, sus ideas monárquicas y centralistas. A las que oponen la de “Federación o muerte”. Además, se detuvo en explicarme los infructuosos esfuerzos del General Belgrano, por reforzar a Bustos en Córdoba. Para contrarrestar el accionar de Ramírez y López. Es más, se aventuró a anticiparme que era solo cuestión de tiempo para que el tambaleante gobierno de Buenos Aires, rodeado por los cuatro costados, le ordenara a San Martín y a su ejército ir en su rescate. Sin darme cuenta de la lógica del razonamiento, negué con la cabeza; y creo recordar que hasta me reí. Por suerte, sonó la campanilla de la entrada. Poco después apareció Emily anunciando una visita para don Poinsett. Era la oportunidad que estaba esperando para quedarme a solas con María.
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Dicho y hecho. Don Poinsett había tenido razón. Cuando llegué a mi alojamiento en el Arzobispado de Santiago. Todos sabían la noticia. El Directorio porteño le ordenaba a San Martín repasar la Cordillera de los Andes con todo su ejército, situarse en Mendoza, y alistarse para marchar en socorro de la capital del antiguo Virreinato. Al parecer, nuestro comandante general, no estaba para nada contento con tales órdenes. Según me iban poniendo al tanto los hermanos Joffré. La idea, de nuestro general, era la de cruzar sólo con un destacamento de tropas. Efectivamente, establecerse en Mendoza. Para, por un lado, comenzar a dar cumplimiento a la orden del Director Supremo. Pero por el otro, meter presión con su gran proyecto. Cual era, la independencia del Perú. De paso, necesitaba hacerle una visita a los sanjuaninos y a los puntanos. Estos últimos, explicablemente inquietos; ya que tenían la responsabilidad de la custodia de los prisioneros españoles capturados tras la batalla de Maipú.
Una vez más. Nos preparamos, nos equipamos y salimos para los pasos. Acompañaban a nuestro comandante: un estado mayor reducido, una pequeña escolta de granaderos y los Cazadores de los Andes. La elección de estos últimos para iniciar con el repliegue ordenado, no era caprichosa. En principio, se trataba –en su inmensa mayoría- de soldados cuyanos. No estaba mal que volvieran a pasar un tiempo en sus añorados pagos. Además, las situaciones de sus respectivos tenientes gobernadores distaban de estar tranquilas. Para empezar, estaba el mentado tema de la anarquía de las Provincias Unidas. Se le hacía cuesta arriba a los hombre dejados por San Martin, en su retaguardia, mantener la calma. Por ejemplo, Luzuriaga, en Mendoza, cargaba con la cruz de los fusilamientos de los Carrera. Por su parte Dupuy, en San Luis, -como ya les comentara- tenía el grano de los prisioneros españoles. Y tampoco, parecía tener las cosas bajo control, De la Rosa en San Juan. En resumidas cuentas, una vez más, nuestro comandante daba pruebas de ser un hombre previsor. Tratando de matar dos pájaros con un solo tiro. Querían, en Buenos Aires que repasara la cordillera con su ejército. Lo haría, pero de paso cañazo. Reforzaba su endeble retaguardia.
Una tarde calurosa de febrero llegamos al valle de Uspallata. Allí nos esperaban los Joffré, y otros amigos de esa villa cordillerana. Eduardo y José Antonio, solicitaron y obtuvieron la autorización para tomarse una licencia en sus pagos. Yo recibí la orden de seguir, a la mañana siguiente, hasta Mendoza. Con previsiones, si se daba el caso, de proseguir para San Luis, según me adelantara uno de los ayudantes del general. Parte de los cazadores, que eran sanjuaninos, a órdenes del Coronel Severo García de Sequeira, saldrían –también, mañana temprano- para Barreales. Esa noche habría asado y vino para todos en lo de los Joffré. Desde la caída de la tarde reinaba la alegría. Muchos de nuestros anfitriones querían que compartiéramos nuestras experiencias guerreras. Al menos en mi caso preferí, para estas ocasiones, el silencio. ¿Qué podría explicarles a mis antiguos conocidos lo que había sido todo aquello? Acostumbrados como estaban a sus ritmos rurales, marcadas sus vidas, por los ciclos regulares de pariciones, invernadas y carneos. No estaba a su alcance comprender todo aquello que nos había tocado en suerte vivir, o mejor dicho sufrir. ¿Cómo explicarles la excitación que uno siente antes de un entrevero, con el corazón latiendo en la garganta; o las horas ansiosas de un centinela en espera del amanecer; o el cansancio agotador de una marcha forzada? Tampoco, comprenderían, los pequeños placeres que se permite un soldado cuando puede; ya que eran casi todos muy ñoños. Los que sí parecían estar pletóricos de explicaciones eran los capitanes Mendizábal y Solano del Corro que monopolizaban la atención de Fray Rodolfo Mendoza. Los tres habían hecho un aparte de las ruedas generales de conversación. Ya nos enteraríamos del objeto de tan animadas charlas. Pero tiempo al tiempo.
Al día siguiente estábamos en Mendoza. Lamentablemente, no por mucho tiempo. Lo aguardaban en la capital cuyana, al general dos malas noticias. Ambas por esperadas, no por ello menos dolorosas. La primera, una carta del Director Supremo que le ordenaba proseguir su viaje hasta Buenos Aires y repasar la cordillera con la masa de sus tropas. Con la intención clara de liberar a Buenos Aires del cerco de los caudillos del Litoral. La segunda, los prisioneros españoles detenidos en San Luis, se habían sublevado. También se aclaraba que la represión había sido brutal. Breve descanso en Mendoza. Charlas inconclusas con Toribio de Luzuriaga. Y salida para San Luis.
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Las oleadas cálidas del Chorrillero nos daban la bienvenida a San Luis de Loyola Nueva Medina de Río Seco. Tales eran el nombre del viento característico y la denominación completa de la ciudad a la cual acabamos de entrar. Se decía del primero que lo ponía a uno de mal humor, tanto a los animales como a los humanos. En la segunda se encontraban internados los prisioneros españoles capturados tras nuestros triunfos de Chacabuco y de Maipú. Ellos tenían a la ciudad como único límite generoso a su libertad restringida. Se había considerado que lo aislado de su ubicación. Rodeado de médanos y de indios poco amigables garantizarían su confinamiento. A la par de que ellos, los prisioneros, habían dado su palabra de honor de no intentar escapar. Pero no fue así. Una fatídica noche del verano de 1819 decidieron escapar. Con razón o sin ella creyeron que así se salvarían de un plan de exterminio diseñado por Monteagudo. Creían contar con todas la ventajas para lograr su cometido. El plan había sido esbozado, primero, por el capitán realista Gregorio Carretero; al que luego, el General Ordoñez, el español de mayor antigüedad, le había dado su aprobación. El mismo, se pondría en marcha con el asesinato del propio teniente gobernador. No había mayores dificultades para matar a Dupuy. Ya que el encargado de hacerlo, sería el Teniente Coronel Morla, quien era huésped en la misma casa de su víctima. Además, contaban, como si todo lo anterior fuera poco, con el obvio apoyo de José Miguel Carrera. Quien a su vez, había entrado en tratos con algunos caciques de Córdoba que decían tener cuentas pendientes con los criollos puntanos. Lamentablemente, para ellos. Habían menospreciado la capacidad de reacción de Dupuy y la de sus hombres. Al momento de nuestra llegada, el movimiento había sido sofocado. Y casi todos los sublevados habían muerto durante el incidente; o habían sido ajusticiados en forma sumaria.
Llegamos todos montados a la plaza mayor de San Luis. Parado, al frente del cabildo, nos esperaba el propio Vicente Dupuy. A su lado un grupo de colaboradores. Se distinguía entre ellos un joven teniente de larguísimas patillas negras y penetrantes ojos del mismo color. Su nombre era Facundo Quiroga. Como nos enteraríamos después, había tenido una activa participación en la represión del alzamiento.
_ ¿Qué es lo que ha hecho usted aquí? _ Fue la pregunta que disparó San Martin. Al momento de apearse, después saludar y pararse frente al gobernador.
Casi sin responder al saludo. Pero habiéndose quitado su sombrero. Dupuy, con la voz intranquila por la emoción dijo que había sido él mismo quien los había mandado degollar, en su presencia. Agregando, que otro castigo menor, no hubiera sido aceptable para el pueblo puntano que los había recibido generoso hasta en sus casas. Así no se arreglan las cosas. Lo contradijo San Martín. Somos soldados y gente civilizada. Aunque, agregó que el daño está hecho. Y que esperaba que al menos, sirviera para atajar a quienes nos acusaban de blandos; y poner freno a las ambiciones de nuestros enemigos. Acto seguido, abrazó a Dupuy. Quien hizo lo posible por contener su llanto y que sus hombres no lo vieran flaquear. Toda la escena había sido observada desde cierta distancia por un conocido nuestro que no encajaba en el contexto. Vestía una levita negra, con corbata del mismo color. Mientras, todo el resto lo hacía en una mezcla de prendas militares y campestres. Era Bernardo de Monteagudo. Las diferencias en el vestuario no eran una cosa solo externa, menor. Mostraban una actitud profunda hacía como cada uno entendía el país. Estaban los que vestían a la europea; los que lo hacían a la criolla. Por obvias razones, por lo general, las ideas políticas coincidían con estas aparentemente frívolas elecciones.
San Martin y Dupuy. Separados del resto; pero seguidos por sendos entornos se dirigieron juntos al cabildo donde lo esperaba un refrigerio. Sencillo, pero suculento. Asado, pan y jarras con vino. La conversación entre ambos prosiguió hasta tarde. Al parecer, eran muchos los problemas que el teniente gobernador necesitaba plantearle a su superior. También, grande la necesidad de este último de orientar a sus dirigidos, y que el alcance exacto de sus órdenes y directivas fuera exactamente comprendido. Con certeza que muchas disposiciones concretas se deben haber derivado de este intercambio. Y muy probablemente, por imperio de alguna de ellas, me despertaron pasada la medianoche para decirme que al alba día salía para Córdoba con una carta para no sé qué caudillos del interior.
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“Unámonos, paisano mío, para batir a los maturrangos que nos amenazan; divididos seremos esclavos; unidos estoy seguro que los batiremos; hagamos un esfuerzo de patriotismo, depongamos resentimientos particulares y concluyamos nuestra obra con honor: la sangre americana que se vierte es muy preciosa y debía emplearse contra los enemigos que quieren subyugarnos”. Puede escuchar la voz de San Martín dictándole a uno de sus secretarios. “Ah, además, agregue en ambas que mi sable jamás saldrá de la vaina por opiniones políticas.” Concluyó, por fin San Martín. Ordenando que en los sobres se estamparan los nombre de Estanislao López y José Gervasio de Artigas.
Mi tarea sería la habitual. Escoltar a uno de los ayudantes de San Martín. Nuestro destino, algún lugar, aún incierto, sobre el litoral del Río Paraná. Donde deberíamos entregar la correspondencia secreta encomendada. Como la ubicación exacta de nuestros destinatarios nos era desconocida. Deberíamos, primero, encontrar y solicitar auxilio al Coronel Juan Bautista Bustos. Última localización conocida: paraje La Herradura, a orillas del Río Calamuchita, en Córdoba. Salimos bien temprano, al alba del día siguiente. Ya veterano en estas lides. Mi preocupación se centró, precisamente, en quien debía ser mi superior. En este caso un oficial estirado de la ayudantía de mi general. Flaco, alto, esmirriado, casi de aspecto miserable. Esas, eran las características del Teniente Claudio Fernando Casagrande e Iglesias. Pero, nada de ello le impedía sentirse, un militar hecho y derecho. De hecho, era una nueva adquisición del estado mayor de San Martín. Ya que al mocito había sido recomendado por el propio Dupuy, con la afirmación de que pertenecía a una de las mejores familias puntanas. De entrada me chocaron sus maneras y costumbres, o mejor dicho, sus vicios. No me importó que fumara como un murciélago. Sí, que considerara civilizado eso de oler rapé y estar estornudando a cada rato. Sí debo admitir que era un buen jinete y un excelente tirador. Como lo demostró en varias oportunidades de nuestro largo viaje cobrando varias piezas de caza con una hermosa carabina que llevaba en bandolera. Y con las cuales mejoramos nuestro magro rancho.
A principios de marzo alcanzamos las orillas del Calamuchita. No nos fue difícil dar con Bustos. Ya que pocos días antes había tenido lugar la batalla de La Herradura. En ella se había enfrentado, con uno de los destinatarios de nuestra correspondencia: el caudillo santafesino, Estanislao López. Como el resultado del combate había sido indeciso. Ambos jefes habían acordado un armisticio para lamerse sus respectivas heridas. Algo, que –supuestamente- nos venía de periquetes. Como nos lo explicó el Teniente Casagrande e Iglesias. Su campamento estaba en una de la curvas del río. Que entre piedras grandes daba vueltas a la vera de las Sierras Grandes de Córdoba. Grandes es un decir. Como le hice saber a nuestro engreído teniente. Grandes eran las que cruzamos nosotros. Estos montes cordobeses, no los superaban, ni siquiera los empardaban. Pero debo reconocer que tenían su atractivo, con sus piedras monumentales, sus arroyos rumorosos. Y especialmente, con el olor de su vegetación. Donde el tomillo, la piperina, la menta y el aromito le daban al aire un toque que nunca olvidaré. Tan distinto a nuestros roquedales mendocinos, que solo olían a jarilla. Ya que eran de piedra pura.
El campamento de Bustos distaba de tener el orden y la limpieza que, al menos yo había conocido, en El Plumerillo. Por el contrario, mi jefe, parecía sentirse a sus anchas. Reconociendo y abrazando amigos por todos lados. Finalmente, nos condujeron a la tienda de campaña de Bustos. De entrada, nos dijo que sólo tenía cinco minutos para nosotros. Cosa lógica, ya que se aprestaba a librar una nueva batalla contra López. Su situación era rara. Pues siendo un provinciano, más precisamente de la Punilla, Córdoba. Había permanecido fiel al Directorio. Y en ese carácter se preparaba a cumplir con las instrucciones de Buenos Aires de contener a la Liga del Interior. De unos 40 años. Usaba el pelo largo y frondosas patillas. Vestía mitad a lo gaucho, mitad a la usanza de militar en campaña. Tal como los otros caudillos federales. Detestaba la levita y la chaqueta militar a la europea. Tan a gusto de los hombres de la Capital. Otra contradicción en este personaje contradictorio. Y una muestra más de que hay de todo en todos lados. Más aun en el seno de una revolución.
Durante la cena tuvimos más tiempo para compartir con Bustos. Obviamente, era un hombre culto, a su manera. Había tenido sus lecturas. Como vuestras mercedes recuerdan. Yo tenía, también, las mías. De hecho, me aleccionó sosteniendo que era mejor el federalismo estilo norteamericano de Paine que la democracia absoluta propugnada por Rousseau y Montesquieu. Por eso mismo, no me extrañó que me encargara que le entregara el libro: “Historia Concisa de los Estados Unidos” escrita por John Mc Culloch, al propio José Gervasio de Artigas. Uno de sus supuestos enemigos. También, la cena sirvió para que nos introdujera al que sería nuestro guía. Un tal Teniente Guevara. Nunca supe su nombre de pila. De entrada no me gustó. Aunque Bustos enfatizara el hecho que era un hombre de la confianza del General Belgrano, su comandante general. Ni su aspecto de sucio y desliñado, aun para los estándares de esas tropas irregulares, ni su avanzada edad que no era coincidente con su jerarquía. Pero, como era obvio, no estábamos en condiciones de elegir. Bustos necesitaba a sus mejores hombres para la batalla que se avecinaba. Nosotros estábamos en una misión importante, pero secundaria y que no presentaba mayor urgencia para sus planes.
La mañana del día siguiente salimos en busca del puesto comando de Artigas, ubicado en algún lugar sobre la costa del Río Uruguay. La entrega de la carta para López sería responsabilidad del propio Bustos. Para mi extrañeza, nuestro nuevo guía se llevaba de maravillas con nuestro jefe. Sería cierto aquello de: “Dios los cría y el Diablo los junta.” De hecho, redujimos el ritmo casi forzado de nuestras marchas de los días previos. Y los descansos pasaron a ser más frecuentes y prolongados. Cuando quise protestar, en nombre de las instrucciones recibidas. Me sacaron carpiendo. Me enrostraron que quién era yo para criticar a sabios militares de oficio como ellos. Un simple baqueano como yo. Así fue como, contrariando instrucciones específicas al respecto, no perdonamos casi ninguna pulpería. Cuando llegábamos a una, ellos se instalaban a beber. Mientras yo que tenía que hacerme cargo del rasqueteo y del racionamiento del ganado. Creo que las hubiéramos visitado a todas las que nos separaban de nuestro destino; si no hubiera pasado lo que pasó.
Sepan comprender vuestras mercedes lo acotado de mi próximo relato. Sucede, que me avergüenza, aún hoy, el simple hecho de recordar aquello que nos pasó. Según puede enterarme después, ese famoso Teniente Godoy. No era un teniente, ni se llamaba Godoy. Era un espía encubierto. Un agente al servicio de alguien. Algunos dicen que del propio General Belgrano, que actuaba cumpliendo instrucciones del Directorio; otros que de su Majestad Británica. Aun hoy no lo sé. Lo concreto, es que Godoy nos dio a beber, al Teniente Casagrande y a mí, unos mates con purgante. Debí haber desconfiado cuando ese ahijuna no tomaba mientras, tan solícito, nos cebaba a nosotros. Esa noche, no recuerdo cuantas veces me tuve que ir a los yuyos. Fue en estas circunstancias que ese Godoy nos robó el bolso de correspondencia, y desapareció. Inútiles fueron mis intentos por convencerlo a Casagrande de perseguir a ese sotreta hasta las mismísimas puertas del infierno. Hoy, se que él probablemente tuviera razón. Lo de la purga nos había dejado realmente mal. Sólo fue después de más de un día de estar tirados, que estuvimos en condiciones de cabalgar. Además, estábamos en tierras extrañas. Sin un solo rastro del desgraciado. Por otro, lado, pero muchos años después, me enteré por unas relaciones. Que al parecer, la correspondencia, con el libro de obsequio incluido, fue recibida por su correcto destinatario. El propio, Protector de los Pueblos Libres, el General don José Gervasio de Artigas. Lo que, además de darme una cierta satisfacción tardía, me clava la espina, de si el gran general oriental no estuvo tras los pasos de ese Godoy. Al final, el recibía la correspondencia. Se enteraba de la propuesta del General San Martín; pero podía hacerse el desentendido respecto de su contenido; ya que “oficialmente” nunca la había recibido.