CABILDO ABIERTO
El Libertador fue un eximio jugador de ajedrez. Así lo narró el general Jerónimo Espejo, partícipe del cruce de los Andes en su libro sobre el Libertador: "El ajedrez, ese juego generalmente reputado de carácter militar, que según se sabe era recomendado y aun prescrito por Napoleón el Grande, San Martín lo desempeñaba bien aventajadamente como lo veíamos cuando la formación del Ejército en Mendoza. Era muy entendido, además, en "El Centinela" y "La Campaña", juegos rigurosamente guerreros que estuvieron en boga en Europa desde el primer decenio del presente siglo, y muy semejantes en su mecanismo a La Batalla, que don Carlos de Pravia describe en su "Manual de Juegos", dado a luz en París, en 1869. Probablemente aprendió a jugar en el Seminario de nobles de Madrid, o entre sus camaradas en las primeras campañas; pero tampoco sería aventurado creer, que, algunas ocasiones, los ejercitara en la misma Europa, con los encopetados militares que lo distinguieron con su predilección y su confianza. Estos juegos eran su entretenimiento favorito, el ajedrez en especial, con los señores O'Higgins, Arcos, Álvarez Condarco, Necochea y otros jefes, así que terminaban las academias generales." Yo lo he visto jugar otra partida. Una real. Una donde era preciso ganar a cualquier costo. Como en este juego ciencia, lo vimos a nuestro comandante general mover peones, alfiles y otras piezas mayores. A veces, para ser sacrificadas en aras del objetivo final: la libertad americana. Como el mismo lo repetía de tanto en tanto. Lo más difícil era enviar a estas misiones a los amigos. Pero muchas veces no había más remedio.
En una revolución las ideas son lo más importante. Representan la causa final por lo que se lucha. Como en tantas otras cosas americanas, aquí tampoco había unanimidad de opiniones. Por un lado, estaban los del partido de la Independencia que querían una total emancipación de la Metrópoli y, como dirían después, de “todo otra dominación extranjera”. Por el otro, estaban los “letrados” o “alumbrados” que anhelaban un cambio político radical inspirados en un Liberalismo a ultranza. Desconfiaban de la capacidad criolla para el autogobierno, y en su lugar, abogaban por una suerte de coloniaje bajo el amparo de potencias protectoras como Francia o Gran Bretaña. Para empezar a entenderlos podemos decir que la mayoría de los primeros habían peleado en la Reconquista y apoyado a Cornelio Saavedra en ocasión de la Junta Grande. Muchos de ellos eran hombres del interior. Por el contrario, entre los segundos había varios que habían visitado furtivamente a los ingleses mientras ocuparon Buenos Aires. Sus dirigentes más destacados eran Castelli y Moreno. Entre sus seguidores estaban: Vieytes, Nicolás Rodríguez Peña, French, Berutti; y hasta un desorientado Belgrano que se les unió en un primer momento.
Para complicar un poco más la cosa estaba el tema de las sociedades secretas que agrupaban a tirios y troyanos. Había una multitud de ellas. Lo cual es lógico, si analizamos el contexto represivo que reinaba en las colonias españolas. Nadie en su sano juicio hubiera osado criticar, mucho menos conspirar contra la Corona, sin la cobertura que promocionan este tipo de sociedades. En ese contexto, la Logia Lautaro era una más, pero terminaría siendo la más influyente todas. Basta recordar la lista de sus miembros argentinos. Al margen de don José de San Martín, estaban: Carlos María de Alvear, Bernardo de Monteagudo, Gervasio Posadas y Tomás Guido. A los que se sumaban los extranjeros –sólo para mencionar a los principales- el chileno Bernardo de O’Higgins y los venezolanos Francisco Miranda y Simón Bolívar.
Iniciado en los negocios de la logia en Londres, San Martín continuó con esta participación mientras estuvo en Buenos Aires. Después, algo pasó, que no lo sabemos exactamente, pero que le trajo a él y a nosotros sus seguidores innumerables dolores de cabeza. Según recuerdo todo empezó con la visita de un marino inglés que el Coronel recibiera a principios de 1815. Como nos lo explicara nuestro conocido irlandés, Stephen Naylor. Este era un amigo común de nuestro jefe y de Carlos María de Alvear. Que como saben vuestras mercedes, supo ser, este último, el enemigo más íntimo y perdurable de nuestro querido jefe.
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_No, no, no puede ser. Ese hombre está loco. ¿Cómo puede haber ofrecido tal cosa? _ Dijo San Martín tratando de mantenerse calmado.
_Tu lo conoces bien, no ha querido traicionar a nadie. Sólo busca ayuda donde cree que puede encontrarla. Es decir, con nosotros. _ Sostuvo en un tono que quería ser conciliador el Comodoro de su Majestad Británica, William Bowles.
_ No entiende acaso que uno debe ser lo que debe ser. Somos americanos. De que vale sacudirnos el yugo español para caer en otro. Les estamos agradecidos a ustedes por su ayuda; pero de ahí a pedir, como pide... _ Dicho esto, San Martín tomó la nota que Bowles le entregara en nombre de Alvear y leyó textual:
"Estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés y yo estoy resuelto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario se aprovechen los momentos; que vengan tropas que impongan a los genios díscolos y un jefe plenamente autorizado para que empiece a dar al país las formas que sean de su beneplácito...”
_ ¿Me dices que esta nota le ha sido entregada a Lord Strangford? Pero, si aunque yo lo apoyara, el país no nos seguiría. Esto es una locura...
_ Te entiendo más de lo que tú crees; pero tú lo conoces, está decidido a todo. He visto como se ha rodeado de pompa y de matones alquilados.
_ Si esto es así. Entonces, dile que renuncio que no quiero ser cómplice de sus planes. _ Dijo, al fin, un resignado San Martín.
_ Entiendo que es tu última palabra. Siempre te tuve por un hombre de honor. Aunque sin tu apoyo su gobierno no vale un penique.
Con abrazo se despidieron. Estaba claro para ambos que habían tomado decisiones y caminos diferentes.
***
Tuuuriii!!! Tuuurrii!!! Reunión. Tronó el trompa de órdenes de El Plumerillo. Como civiles que éramos seguimos mateando tranquilos mientras reparábamos nuestras monturas y albardas. “Hay que reunirse. Todos a la Plaza de Armas”. Dijo José Antonio Joffré desde la entrada del monturero de la mulera.
Junto al mástil se congregaban las fracciones que llegaban de todas direcciones. Había gente en uniforme completo que estaba haciendo instrucción; otros con ropa de fajina, ya que estaban en tareas no tan marciales; y nosotros los civiles, en nuestros atuendos de trabajo. Junto al mástil, el Capitán Rufino Guido gritó: “A formar, en cuadro por compañías. ¡Pasar lista y traerme las novedades!”
Nosotros, los baqueanos nos agrupamos como de costumbre a la cabeza de la formación; ya que siempre encabezábamos las marchas. Pero ese día no marcharíamos. Una vez recibidas las novedades. El capitán nuevamente ordenó: “Sobre el centro. ¡Conmigo, reunirse!” Así lo hicimos.
_Señores. Tengo que transmitirle una serie de órdenes importantes, así que mejor que presten atención. Nuestro coronel ha pedido su relevo como Gobernador al Director Supremo porque no comparte varias cosas con él...
Una serie de exclamaciones y murmullos se alzaron de inmediato. El capitán los mando callar a todos y prosiguió.
_Obviamente, que nuestro coronel no nos va abandonar ahora. Es una jugada. El ha mandado su renuncia al Cabildo de Mendoza. Pero, nosotros pediremos un cabildo abierto para que lo dejen en su puesto. Así podemos seguir nuestros preparativos para pelear contra los godos ¿Me entienden?
Nadie entendía nada, pero nadie se atrevió a manifestarlo a ni preguntar algo.
_ No importa. _ Viendo nuestras caras de sorpresa, concluyó el Capitán Rufino Guido. Agregando:
_ Sus sargentos mayores tienen órdenes concretas para ustedes. Ah, todos los francos y permisos están cancelados.
***
En el monturero de la mulera, Juan Estay que oficiaba como nuestro “sargento mayor” nos explicó lo que teníamos que hacer. Ya que el reemplazo de nuestro coronel como gobernador intendente de Cuyo era inminente. Pues él no había aceptado los planes de su enemigo jurado, Carlos María de Alvear. Quien era, a la sazón, Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Debíamos organizar un cabildo abierto para pedir que nuestro coronel se quedara. “Qué tanto, para eso son los cabildos, para que nosotros el pueblo nos expresemos...” terminó la exposición inicial del baqueano mayor. Ahora venían las instrucciones concretas. “Ustedes se ve van –dijo señalándonos a los Joffré y a mi- a lo del Fray Rodolfo y me lo convencen para que con su gente nos apoye en la plaza mayor.” Otros baqueanos tenían misiones similares con gentes de su amistad y conocimiento. La idea era simple: juntar una multitud mañana al mediodía frente al cabildo para pedir por la continuidad de nuestro jefe.
Ensillamos y salimos. A última hora del día estábamos golpeando la puerta de la sacristía del convento de Santo Domingo. Un hermano menor de la Orden nos abrió la puerta con un farol de vela en la mano. Cuando le preguntamos por Fray Rodolfo, nos condujo a la biblioteca del convento; ya que allí se encontraba reunido el fraile con sus acólitos. Efectivamente, el boticario Selser y el conductor de carretas Alderete allí estaban. Además, de una media docena de personas que no conocíamos. Juan José le expuso nuestras órdenes. Por la cara que puso me dio la impresión que no le gustó mucho.
_No sabe tu coronel y ustedes que ya el Director Supremo ha nombrado al Coronel Gregorio Perdriel como su reemplazo.
_ Mañana el Cabildo lo rechazará y confirmará a San Martín en su puesto. Retrucó, Juan José.
_Veo que lo tienen todo previsto. Pero hay un Director Supremo, que además, hasta donde se tiene un buen plan para estas provincias.
_Padre...dije tímido.
_ Si Juan. Respondió el dominico.
_Acaso no nos ha enseñado usted que la soberanía reside en el pueblo y que un cabildo abierto no es más que una asamblea donde la voluntad popular se expresa.
_ Veo, Juan que has aprendido tus lecciones. Pero sucede que aquí el pueblo es bruto e ignorante y no sabe lo que le conviene. Y tu coronel no piensa más que en manipularlo. En llevarlo como chancho pa’ la feria.
_ ¿Padre usted está con nosotros o no? Lo apuró Juan Antonio, a quien estas disquisiciones semánticas aburrían.
_Pues claro que estamos con ustedes. Ustedes tienen la fuerza. Sólo dile a tu jefe que no se extralimite. Que no es cuestión de atropellar las libertades así como así. Mañana estaremos en la plaza.
Contentos con nuestra misión nos aprestábamos a retirarnos cuando el fraile disparó: _ Creo que sería bueno para todos que vuestro coronel aceptara nuestra colaboración en su nuevo gobierno. _ Ante nuestra sorpresa, especificó: “Por ejemplo, podría nombrarlo a don Selser a cargo de la sanidad o a don Alderete de las cuestiones de transporte.”
Juan José asintió, dando a entender de qué pasaría el pedido a quien correspondiera. Dicho esto salimos todos del convento. Contentos por haber terminado con nuestra extraña misión.
A media mañana, en la plaza mayor, ya había indicios de que algo importante tendría lugar. Vendedores ambulantes, desde temprano voceaban sus productos. Las empanadas calientes, junto a los caramelos de miel estaban entre los más requeridos. Al principio, sólo se veían soldados vestidos de civil. Pero, poco a poco, el pueblo llano fue llenando la plaza. También, para nuestro regocijo. Mujeres de todas las edades y condiciones sociales. Cada una con su mantilla en la cabeza se iba congregando. Las más jóvenes no dejaban de lanzar miradas de reojo a los soldados de civil que las escrutaban con descaro. Chacareros, arrieros, gente del común se mezclaban con comerciantes acomodados, escribas del gobierno y hasta con alguna gran familia mendocina. De igual forma, se producía una extraña mixtura de las etnias presentes, que de no ser por la circunstancia excepcional de un cabildo abierto, hubieran permanecido estrictamente separados. Blancos a los que se debía el trato de “don”, se codearon ese día, con negros esclavos, mulatos, indios, mestizos y pardos. Tales eran las categorías que la América hispana agrupaba a sus súbditos.
Fray Pedro Mendoza y sus acólitos estaban presentes como habían prometido. Nosotros habíamos ocupado las inmediaciones de la puerta principal del cabildo, como se nos había ordenado. Nada de armas ostentosamente portadas, pero todos teníamos nuestras facas a mano, por si las moscas... Un grupo de Cívicos Blancos montaba una guardia reforzada por la ocasión. Entonces fue que los vi. María avanzaba, junto a su padre, sombrilla en mano rumbo al centro de la plaza. Me separé de mis compañeros y fui a su encuentro, aunque como quien no quiere la cosa, para que pareciera un encuentro casual.
_Buenos días don Joel, buenos días María. Dije al cruzarme con ellos.
_ Buenos días. Respondió el norteamericano, aunque sin ocultar su sorpresa y su desconfianza.
_ Es el mozo de quien te hable. El que nos ayudara en Villavicencio. _ Dijo María, en un tono cómplice.
_ Ah, claro ahora lo recuerdo. Le estamos muy agradecidos. Buen espectáculo han montado ustedes aquí. Me recuerda a nuestro “Boston Tea Party”. Aunque, claro allá lo hicieron los granjeros y los comerciantes disfrazados de indios y por lo que aquí veo es gente del ejército disfrazada de paisano. Interesante.
Viendo que la conversación giraba sobre temas que no me interesaban me hice perdiz. No sin antes intercambiar sonrisas con María.
Los gritos de: “!Muera Alvear!” Y “¡San Martín no se va!” comenzaron a retumbar por la plaza. Una clara señal de que la función estaba por comenzar y que yo no estaba en mi puesto. José Clemente Benegas, Regidor del Cabildo de la ciudad de Mendoza se asomó por el balcón del edificio capitular. Así pudo comprobar lo que varios de sus colaboradores ya le habían dicho. Que afuera se congregaba una multitud. Una mayor que aquella que se reuniera en las jornadas de mayo de 1810. En aquella oportunidad solo unos cuarenta vecinos habían firmado de conformidad el acta que se había girado desde Buenos Aires. El Alguacil Mayor, que era un hombre práctico sugirió que se hiciera ingresar al cabildo a una representación por cada uno de los cuarteles en que estaba dividida la ciudad. A saber, estos eran: los seis correspondientes al casco urbano; más los de la periferia: Lujan, San Miguel, San Vicente y San José. A los que había que sumar los parajes alejados de: Jocolí, Barrancas, Barriales, Valle de Uco, Desaguadero y Uspallata. “Diez cuarteles en total. A cuatro delegados por cuartel nos da las cuarenta plazas de nuestra sala de audiencias.” Agregó sentencioso el Escribano Mayor.
_También hay que considerar la solicitud del Señor Gobernador quien nos ha pedido la máxima representación posible. Por lo que sugiero que de los cuatro delegados, dos sean para vecinos reconocidos, uno para los artesanos y labradores y uno para los soldados del fuerte. _ Dijo el Capitán Rufino Guido.
Con todos los presentes de acuerdo se les ordenó a los alguaciles que procedieran a llamar a los delegados por cada uno de los cuartes. Así, lo hicieron, no sin cierto alboroto y demora como era de esperarse en estas circunstancias. Finalmente, los cuarenta delegados se sumaran a la planta estable del cabildo y a los oficiales designados por el Coronel San Martín para estar presentes. El Presidente dio por iniciado el cabildo abierto. Acto seguido, y después de solicitar silencio varias veces en vano. Se impuso la voz del Alguacil Mayor que propuso se votara el rechazo del nombramiento de Perdriel como gobernador. A lo que los presentes contestaron con un mar de bullas e imprecaciones. Después, el mismo alguacil, propuso la continuidad del Coronel San Martín. Lo que por supuesto fue recibido con vítores y gritos de júbilo. Rápidamente, lo sucedido dentro de los muros del cabildo llegó a oídos de la multitud congregada que estalló de alegría. Hechos los comentarios de rigor el gentío comenzó a disgregarse. Entre otros motivos porque siendo el mediodía el sol mendocino mostraba toda su inmisericordia.