domingo, 1 de mayo de 2011

CAPITULO X



CANCHA RAYADA



Recuerdo perfectamente ese jueves nefasto del 19 de marzo de 1818. El primer indicio de que algo importante había pasado fueron los apresurados movimientos que percibió nuestra vigilancia, esa noche, en casa de Monteagudo. Con la llegada de las primeras luces del día. Se hizo evidente que su morador se preparaba para abandonarla. Visitas al alba, y criados que entraban y salían cargando bultos y baúles. Después, a media mañana, con los primeros mensajeros que venían de la zona de Talca, llegó la confirmación. Ya no hubo dudas, habíamos sido derrotados en Cancha Rayada; y mal.
Cuando, cerca del mediodía, se esparció la noticia. Santiago se sumergió en un mar de rumores. Solo por el vicio de recordar algunos. Por ejemplo, uno hablaba de más de doscientos muertos patriotas, o que nuestras tropas huían hacia la capital. Otros, aún más extremistas, aseguraban que el propio Director Supremo, el General O´Higgins, había sido herido de muerte en el campo de batalla. Lo que era cierto, es que en un abrir y cerrar de ojos cambió el humor de los habitantes de la ciudad. Lejos quedaban las jornadas jubilosas de febrero que habían caracterizado la vida social después de Chacabuco. Los más exaltados en sus festejos, ahora, hablaban de evacuación y de exilio. Nuevamente se disponían a cruzar la cordillera en dirección a Mendoza. Tampoco faltaron los oportunistas ni los patriotas convencidos como Manuel Rodríguez que vieron en este desastre una oportunidad para saldar viejas cuentas con sus adversarios de siempre.
En eso estábamos, cuando el ruido de varios caballos entrando en tropel en las caballerizas, sumado a las voces de mando conocidas, nos anotició que el General San Martín y su estado mayor estaban de regreso. Casi inmediatamente, nuestro jefe directo nos mandó llamar. Verlo en ese estado. La cara tiznada por los residuos de pólvora, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, casi sin voz. Fue  mejor  que cualquier relato que hubiéramos escuchado sobre la seriedad de la situación.
_!Godos  de  mierda!  Nos  la  dieron  bien.  Pero  no  importa;  ya  tendremos otra oportunidad.  _ Comenzó  diciendo  el  Sargento  Mayor  Álvarez  Condarco.  A  la  sazón, ayudante y jefe del servicio secreto del Comandante General del Ejército Unido, el Coronel Mayor don José de San Martín.
_Pero, jefe, ¿qué fue lo que pasó? _ Fue la pregunta directa de don Estay.
No  sé exactamente.  Nos  sorprendieron  esa  noche.  Estábamos  mal  parados. Por suerte, algo olió San Martín. Las Heras ya habían cambiado de posición con sus leones. Pero  no  fue  suficiente.  Él los conoce  bien a ese hijo de puta de Ordóñez y sus tretas de sabandija.  ¡Godos  de  mierda!  Un  poco  más  y  no  contamos  el  cuento.  Lo  peor  es  que alguien  nos  vendió  desde  aquí,  desde  Santiago.  Nos  cayeron  como un rayo. Por eso quiero que me lo sigan a ese Monteagudo. Por sus informes deduzco que el muy cabrón, se  escapa,  se  vuelve  a  Mendoza.  Déjenlo  ir,  pero  quiero  una  partida  de  ustedes pisándoles los talones.
Dicho  esto,  nuestro  jefe  salió.  Obviamente,  tenía  más  asuntos  que  atender. Quedamos todos en silencio.


***


La elección de mi persona y la de Coliguante para la nueva misión era un poco menos que obvia. Los hermanos Joffré habían participado del  combate  como  estafetas.  Por lo tanto, estaban  muy  cansados  para  una  tarea  de esta naturaleza. Solo quedábamos, nosotros. Al margen, del propio Estay  Quien tampoco se había movido de Santiago. Así, que casi sin mediar palabra.  Don Estay nos comunicó que lo debíamos acompañar. Agregó un paternal: “Lleven abrigo”. Nos fuimos a preparar  equipos.  A lo  básico  le agregamos  algo  más  de abrigo. Estábamos a  mediados de marzo,  lo  que implicaba el fin  del verano; vale decir, el fin de la apertura de los pasos: y que podríamos toparnos con alguna nevada.
Unas pocas noches después,  llegamos al Fuerte de  San Carlos, quince  leguas al sur de Mendoza. Parece ser que el abogado de Monteagudo podía dar más de lo que sus antecedentes anunciaban. Ya que hizo el cruce en tiempo record. No por el camino de Uspallata. Sino por el del Portillo de Piuquenes, que era más bajo y que pasaba más al sur. Aunque el tiempo nos trató bastante bien. Las tormentas de viento zonda fueron una molestia adicional.[1] En el fuerte, nuestro perseguido cambió de cabalgadura y solicitó una escolta  hasta  Mendoza.  Todos los blandengues, que componían esa guarnición, habían pasado con  el Capitán Lemos  a Chile para la campaña libertadora. Por lo que el jefe del fuerte solo puedo satisfacer los deseos del exigente auditor con un pelotón de milicianos del Valle de Uco. Nosotros, nos desplazábamos una jornada detrás de ellos. Marchando  sin ser vistos y siguiéndoles los rastros. Cuando nos fuimos del fuerte, su jefe, un viejo teniente, todavía temblaba por la imprevista visita del día anterior. Sin cambiar nuestras fieles mulas trotadoras, luego de aprovisionarnos y juntar información, seguimos camino a Mendoza.
Mendoza  era  un  hervidero.  Las  noticias  del  desastre  de  Cancha  Rayada habían hecho estragos. Su gobernador, Toribio de Luzuriaga, hacía lo  imposible  por mantener el orden  y  la  tranquilidad.  Pero  los  intereses  en  juego  eran  muchos  y  pesados.  Para empezar,  no  eran  pocos  los  compromisos  económicos  en  los  que  había  incurrido  la gobernación y muchos de  sus  vecinos más destacados. Tampoco,  las alianzas políticas que  se  habían  urdido  para  apoyar  la  campaña  libertadora.  Obviamente,  una  derrota militar, tendría un efecto catastrófico. Se especulaba.  Que primero, llegarían los emigrados; y después de ellos, las  fuerzas realistas. Que sabiendo  el rol  jugado  por  la  región  cuyana,  no escatimarían medios para ocuparla; y castigarla como correspondía, anulando la generación de otra amenaza militar por ese lado.
El propio gobernador  recibió a Juan Estay,  el jefe  de  nuestra misión.  Nosotros lo esperamos en la ayudantía. Todos nos sometieron a detallados  interrogatorios sobre los avatares  de  la  campaña.  También,  todos  coincidieron,  en  que  una  derrota  auguraba desorden y caos en la región. Junto con nuestro jefe salimos para lo de la Turca en busca de alojamiento, comida que valiera ese nombre y vino. Su mutismo no nos hizo presagiar nada bueno. Raro, ya que a la par de haber dejado atrás las duras jornadas del cruce; nos dirigíamos a la casa de su “amor”.
En la posada, un poco más vacía que lo habitual, nos sorprendió encontrarnos con nuestro amigo el Capitán Stephen Naylor. Lo hacíamos en Chile. Terminados los primeros cuartillos  de  vino.  Nos  vino  a  reconocer,  el  veterano  irlandés,  que  sus  propósitos  eran similares  a  los  nuestros:  Monteagudo.  Muchas  eran  las  dudas  que  este  personaje despertaba  en  propios  y  extraños.  Por  lejos  era  el  más  anglófilo  de  los  hombres  que formaban el entorno de San Martín. Se sabía, por ejemplo, que había estado de acuerdo con la loca carta de Alvear en la que solicitaba la protección de estas tierras a la “Pérfida Albión.” Sin embargo, y pese a estas muestras extremas de lealtad, el Servicio Secreto de su  Majestad  británica  no  se  fiaba  de  él.  Igual  que  nosotros,  sospechaba  de  este apasionamiento jacobino. Que, como todo sentimiento extremo, podía trocarse en algo no deseado, en el peor momento.
Al  día  siguiente,  retomamos  la  vigilancia.  Al  principio,  nuestro  blanco  no  salía  ni recibía  visita  alguna.  Daba  la  impresión  mas  de  estarse  escondiendo  que  de  estar tramando algo. Sus únicos visitantes fueron Fray Mendoza y sus acólitos. Su amistad se remontaba a la época del proceso del padre Astorga. Aunque aquello nos daba mala espina. Seguramente debía haber algo más. Todo marchó con regularidad hasta aquella mañana  de  la  primera  quincena  de  abril.  Cuando  la  noticia  del  triunfo  decisivo  de  los nuestros  contra  las  fuerzas  de  Mariano  Osorio  en  el  valle  del  Maipo  llegó  a  la  capital mendocina. Otra sorpresa importante. Al menos para mí, fue el hecho de tener noticias de que los Poinsett, también, estaban de regreso en Mendoza. La explicación evidente era, que al igual que  muchos  otros,  huían  ante  una  eventual  caída  de  Santiago  en  manos  españolas. Después, me enteraría, de que el enviado norteamericano tenía otras intenciones y otros planes. No era de los que huían.


***


Ese  día  todo  cambió.  No  sólo  el  humor  de  la  ciudad.  Lo  más  importante  para nosotros:  la  actitud  de  Monteagudo.  Las  luces  de  su  casa,  ahora,  permanecían encendidas  hasta  altas  hora  de  la  noche.  Los  visitantes  se  habían  incrementado notablemente. Tanto en cantidad como en calidad. No  fueron pocas las ocasiones en las que el propio Toribio de Luzuriaga lo visitara o lo hiciera llamar. Paralelamente, comenzó un fluir  de  correos  de  Monteagudo  hacia  Santiago.  Como  era  de  prever  nos  ordenaron interceptarlos. Nos resultó relativamente fácil hacerlo. Lo de la Turca era el paso previo y casi obligado de todos ellos. Antes de salir para la cordillera querían tener lo suyo con las pupilas de nuestra amiga. Allí los esperábamos nosotros. Mientras uno de los nuestros lo entretenía  al  sujeto con unas cuartillas[2]  de vino y otras atenciones. Otro revisaba sus  maletas en busca  de  documentos.  Casi  siempre  eran  cartas  cerradas  con  sellos  de  lacre.  Nos convertimos  en  verdaderos  expertos  en  el  dudoso  arte  de  violarlos y restituirlos. Por ejemplo, en una de ellas, dirigida al propio San Martín, se leía:

Nada me extraña de los Carrera; siempre han sido lo mismo y sólo nos libraremos de ellos, fusilándolos. Mientras vivan llenarán al país de convulsiones, porque siempre han sido agentes del mal. Si hemos tenido suerte hasta ahora para descubrir sus negros planes y asegurar sus personas, puede que la fortuna cambie y no alcance vuestra merced a contener este fuego y menos a prender a los malvados. Un ejemplar castigo y pronto es el único remedio que puede cortar tan grave mal. Los tres cínicos de los Carrera deben desaparecer de entre nosotros. Que sean juzgados y que mueran, pues lo merecen por ser los mayores enemigos de América. Expulsemos a sus secuaces a países que no sean como nosotros tan dignos de ser libres.
Bernardo de Monteagudo.

Era obvio  que  Monteagudo  tramaba  algo.  Y que en sus miras estaba dar un escarmiento a los tibios. Esto  se  quedó en  claro  cuando  se  hizo evidente que no estaba dispuesto a seguir las instrucciones  de  Álvarez Condarco y del  propio  San Martín que recomendaban prudencia. Sabíamos, por boca del propio Luzuriaga, que él mismo le había prometido a la  mujer de Juan José, Ana María Cotapos, que la vida de su marido no corría peligro y que sería respetada. Pero cada día que pasaba, no hacía más que acentuar las dudas del gobernador intendente. Otro indicio, apuntaban a Fray Rodolfo  Mendoza y a su entorno. Quien no  cesaba de repetir que los Carrera eran un peligro, al igual que  los  prisioneros  realistas  alojados  en  las  cárceles  puntanas.  Así  como  nosotros tejíamos nuestra red. El fraile hacia lo propio. Contaba para ello con la colaboración de sus acólitos.  El  negro  Alderete,  proveedor  del  ejército  y  dueño  de  una  flota  de  carretas  lo proveía  de  correos  con  Chile  y  de  información.  Por su parte, el  boticario  Selser,  era  su  fuente  de financiamiento. También, lo seguían un grupo de jóvenes exaltados, reclutados por el fraile al efecto. Matones con cierta ilustración fanática dispuestos a acatar sus órdenes.


***


Aunque no fue una sorpresa total, debo reconocer que las artes de sedición de Monteagudo  superaron  nuestras  expectativas.  Era obvio, que Fray Mendoza estaba entre sus dirigidos. O viceversa. Porque en estos asuntos nunca se sabe quien se aprovecha de quien. Ambos manejaban una extensa  red  de contactos. Que como los tentáculos de un pulpo se movían por todos los estamentos de la sociedad mendocina. En realidad, no eran ni buenos ni malos para nosotros. De hecho, nos habían servido en ocasión de la derrota de Rancagua; y en las etapas iniciales de la organización del Ejército Libertador. Pero, ahora, era otro el gallo el que cantaba. Sus intereses, vaya a saber cuáles eran. Pero, esta vez, no coincidían con los nuestros. Todos queríamos la independencia. Eso estaba claro. Pero San Martín, nosotros y algunos más luchábamos por un orden nuevo. Uno básicamente más justo. Ellos, solo buscaban restaurar los viejos privilegios virreinales. Solo que con ellos y los de su clase a cargo, en lugar de los peninsulares. En pocas palabras: ellos eran unos señoritos de mierda; nosotros unos patriotas de verdad.
Al  enterarnos  de que  el gobernador intendente  autorizaba  un  proceso  sumario  contra  los  Carrera,  supimos  que  nuestro adversario  comenzaba  a retomar  la  iniciativa  perdida  después de su  ignominiosa huida. De nada valieron los argumentos. Nuestro jefe, Juan Estay, tuvo una reunión personal con Luzuriaga.  Nada.    Según  nos  contó,  el  gobernador  sostuvo  que  Monteagudo  le  había mostrado  una  carta  personal  de  O’Higgins,  donde  se  le  ordenaba  proceder  en  ese sentido. No quería correr riesgos. Los  Carrera  tenían muchos enemigos;  pero  también, cómplices  y  amigos entre la sociedad mendocina.  Como  máximo  responsable  de  Cuyo  no  quería  aparecer  como negligente ante una fuga y sublevación de sus prisioneros. Así que no tuvo más opción que darle carta blanca a Monteagudo.


***


Esa  misma noche,  aprovechando  un  descanso  en  la  vigilancia,  me  acerqué  a  la casa que rentaban los Poinsett en Mendoza.  Desesperado como estaba. Mi intención era volver a  ver a  María. Semanas atrás, en Santiago, cuando  fui a llevarle el legajo de su padre. Su esclava no se movió de nuestro lado.  Y solo recibí agradecimientos  formales; demasiado formales. Sabía que su dormitorio estaba en la planta alta, en la segunda ventana que miraba al  lado sur. Me acerqué con un puñado  de piedras. Una, dos, nada. Por fin, a la tercera los postigos que  protegían  su  ventana  se  abrieron.  Esta vez  estaba  decidido  a  todo. Demasiada inactividad y  tiempo  para  reflexionar.  Hubiera comentado  acertadamente  mi jefe. Lo concreto, es que comencé a trepar hacia su ventana por el caño de desagüe.  Me recibió con un:
_“¿Es  qué estás  loco? _ No me importó.  La  simple  visión de ese rostro  y  ese revuelto de rulos valían cualquier mal humor.  Después de las recriminaciones de rigor, algo parecido a la  calma pareció retornar al rostro de María. Ahí me percaté  que ella se encontraba  solo  vestida  con  su  ropa  de  dormir.  Pude  entrever  el  divino  tesoro  de  sus prometedores senos.
_ Mi padre necesita de tu ayuda.
_  Ayuda  ¿para  qué? _ Dije  volviendo  mi  vista  hacia  sus  ojos;  luego  de  haberse demorado en las aberturas de su camisón.
_ Carrera está en serio peligro. Y es nuestro amigo. Un amigo de nuestro país. No queremos que le pase nada malo.
_ ¿Qué quieres que haga? No soy más que un simple baqueano. _ Dije entre molesto y sorprendido. Mientras pensaba en el carácter ansioso de María. ¿Acaso, no significaba nada para ella, mi pequeña hazaña de limpiar el legajo de su padre? ¿No merecía yo cierta dosis de agradecimiento? ¡Cuán poco comprendía por aquellos días lo insaciable del espíritu femenino!
_  ¡Mentira!  _ Fue el primer latigazo. Después sin respirar agregó:
_ Bien  que  te  das  corte  de  mucho  más.    y  tus  amigos  han  estado siempre al lado de San Martín. Es simple lo que te pido. Quiero que le entregues esta carta a tu general. Allí está todo explicado. _ Ante el asombro y las dudas que surcaron mi rostro. Lanzó su segundo y definitivo latigazo:
_ Claro, todo si es que no tienes miedo.
Tuve  que  contenerme  para  no  golpearla.  Como  explicarle  todo  aquello  de  la disciplina  militar.  Sin  mencionar  el  detalle  que  me  separaban  de  San  Martín  cuatro cordilleras. Y que estábamos a fines de abril. Lo que transformaba todo intento de cruce en algo poco menos que temerario.
Nada dije. Solo me limité a tomar la carta lacrada que ella me extendía. Pero esto no le iba a salir gratis como otras tantas veces. Mientras mi mano izquierda tomaba el papel. Mi derecha  se  introdujo  en  su  escote,  al  tiempo  que  apoyaba  mis  labios  en  su  boca entreabierta.  Luego  de  unos  instantes  que  parecieron  eternos,  ella  me  apartó  con suavidad.  Toda  una señal  que invitaba  a  otro  intento. Pero  no  sería esa noche.  Había demasiadas  cosas  en  mi  cabeza.  Entre  otras,  como  convencer  a  don  Estay  que  me autorizara a cruzar a Chile en esta época del año.


***


Los  acontecimientos  parecían  precipitarse  en  mi  favor.  El  poder  de  Monteagudo sobre Luzuriaga y su entorno era cada día mayor. Como prueba suprema, el gobernador intendente  de  Cuyo  había  accedido  a  presidir  un  juicio  sumario  contra  los  hermanos Luis y Juan José Carrera  por intento  de fuga, sedición y  traición. No  hacía falta ser licenciado en leyes para saber que el fiscal, que era el propio Monteagudo, solicitaría la pena de muerte para todos los implicados. Para colmo de males. Un pobre teniente auditor, medio tartamudo, había sido designado como defensor de los reos.
Estos hechos, sumados a mis apasionados argumentos terminaron por convencer a  don  Enrique  Estay  de  que  era  conveniente  que  nuestro  comandante  general  tuviera conocimiento de lo  que  estaba por  ocurrir. Así estaban las cosas. El  baqueano principal  de  San Martín. Devenido en espía. Acorralado y  sin  medios;  no  tuvo  otra  salida  que autorizar  a  quien  esto  relata  a intentar un cruce de los Andes, en tiempo record y bien afuera de la temporada. Con las bendiciones y recomendaciones del caso. Sin otra compañía que la de mi fiel amigo Coliguante; dos caballos de silla y una mula carguera encaramos para el valle de  Uspallata.    Allí,  en  la  estancia  de  los  Joffré,  cambiaríamos  nuestras  cabalgaduras equinas por dos mulas  trotadoras.  Sin ganado de carga, ni de reserva, lo que nos retrasaría.  Sin  otra  carga  que  no  fuera  la  que  pudiéramos  acomodar  en  los borrenes  traseros  y  delanteros  de  nuestras  monturas,  intentaríamos el cruce por el Camino Real. Con suerte, en menos de una semana, estaríamos del otro lado.


***


En Santiago  se respiraba de  nuevo.  Aunque las recriminaciones continuaban. Por un lado, estaban los que habían chaqueteado y mostrado una excesiva inquietud después del  desastre  de  Cancha  Rayada.  A  la  cabeza  de  este  grupo  estaba  Monteagudo.  Aun exiliado en Mendoza. Por el otro, había una colección de “patriotas” que lejos de achicarse, vieron  en  la  derrota, una oportunidad para saldar viejas deudas. Y  hasta algunos  pocos, para  escalar  posiciones.  Entre  estos  últimos  estaba  el  guerrillero  chileno  Manuel Rodríguez.  Para  empezar,  el  mismo  día  aciago  de  Cancha  Rayada  había  entrado montado en su caballo al recinto del ejecutivo voceando: “Ciudadanos, aún tenemos Patria!”. Con lo que logró  aplacar  a  las  facciones  derrotistas  que  allí  esperaban  noticias.  Más  allá  de  las interpretaciones  benignas  de  este  acto  de  mando.  Nunca  quedaron  claras  sus intenciones. Para colmo de males, sus montoneras, con las que había formado el temible regimiento de Húsares de la Muerte, no estuvieron presentes en los campos de Maipú. Se habló,  de  nuevo,  de  especulación  ante  una  posible  derrota  patriota.  De  un  intento  por preservarse para una nueva oportunidad. Pero toda vía alternativa de poder había quedado clausurada por la férrea conducción sanmartiniana. Que como era de esperarse dio lo mejor de sí, después del desastre de Cancha Rayada. Lo concreto fue que San Martín y su amigo, O’Higgins, tomaron entre ojos a todos aquellos que no se les alinearon. En el caso de Rodríguez, la inquina, por el lado de O´Higgins, venía de tiempo atrás. De las épocas anteriores a Rancagua. 
Este  fue el ambiente  que  nos recibió en  Santiago.  Quemados por el sol y por los vientos.  Pero  bien  contentos  de  haber  salidos  bien  parados  de  tamaña empresa nos presentamos  en  el  despacho  de  nuestro  antiguo  jefe,  el  Sargento  Mayor  Álvarez Condarco. Rápido e intuitivo como era, no nos hizo esperar ni un minuto; ya que nos llevó ante  el  propio  San  Martín.  Quien  nos  recibió  de  pie  en  su  despacho.  No  nos  veíamos desde hacía tres meses. Desde la cuesta de Chacabuco. Su transformación era notable. Se  lo veía más gastado,  pero  para  nada agotado. Su tez, de  por  sí oscura, estaba  más curtida. Completaban el  cuadro,  unas  canas incipientes  que empezaban  a asomarse en sus sienes. Para mi tranquilidad, sus ojos tenían el brillo fulgurante de siempre.
Tampoco  con  él  hicieron  falta  demasiadas  explicaciones.  El  era  otro  de  los  que conocían bien el paño. En este caso la catadura moral de sus subordinados. Después de leer,  rápidamente,  la  carta  exclamó:
_Tal  como  me  lo  temía.  Ese  Monteagudo nos va  a causar un problema. _ Acto seguido, se sentó en su escritorio, mojó la pluma en el tintero y garabateó  una  respuesta.    Digo  literalmente  garabatear.  Porque  así  escribía  nuestro comandante, con energía, como todo lo que hacía. La sala se llenó con los sonidos de su pluma rasgando sobre el papel. Que como sablazos depositaban su terrible caligrafía. No había tiempo  para  mayores  elegancias.  Dejando  la  pluma  y  mirándome  a  los  ojos  dijo:
_“Jovencito,  parece  ser que  usted está destinado  a  meterse en problemas  por  mi  culpa. ¿Qué posibilidades tenemos para que mi respuesta esté en manos del Coronel Luzuriaga lo antes posible?


***


“Cuente conmigo mi General”. Una fórmula que encerraba un gesto. Porque los hombres  no  somos más que  eso una  sucesión de gestos. Normalmente  cobardes  o tendientes a nuestra auto preservación. Pero sólo unas pocas veces, en ocasiones, esos gestos pueden ser  heroicos.  Aunque, no pocas veces sean el fruto de un impulso, antes que de una deliberación racional. Esos  son  los  que  marcan  la  diferencia.  Aunque  uno  después,  solo,  se arrepienta mil veces de haberlo asumido. Y tal era nuestro caso. Cuando el temporal de viento blanco nos agarró poco después del paso La Cumbre.  Nos emponchamos como pudimos. Pero la acción congelante de la nieve traída por el viento pudo más.  Tuvimos que hacer un  alto.  No  habíamos  acertado  a  dar  con  el  alojo  de  piedras  que  se  encontraba inmediatamente  después del  paso.  Agotados,  decidimos  detenernos  para  darnos  calor. Este fue un error mortal. Por más que nos envolviéramos en nuestras matras y pellones. El frío se colaba por todos lados. Sólo atinamos a guarecernos detrás de una gran roca. Así pasamos la noche tiritando y tratando de movernos para no morir congelados.
Yo he  sido siempre bueno para el frió. O por lo menos eso han dicho siempre de mí. Pero no fue éste el caso de Coliguante. Probablemente estaba enfermo de antes y no quiso  decir  nada.  O  fue  su  contumaz  costumbre  de  abrigarse  siempre  de  menos.  Una prerrogativa de su dura raza.  Lo concreto que esa  mañana  apenas si  podía ponerse en pie.  Por  suerte,  el  cielo  se  había  despejado,  y  un  cielo  azul  con  un  sol  radiante, había desplazado a las nubes de tormenta.  Pero para el indio ya era demasiado tarde. Estaba muy agotado.  Apenas podía respirar.  Casi  cegado por la nieve sólo  distinguía  sombras. Con la luz del día divisé el refugio de piedra que la noche anterior nos había eludido. Allí lo llevé en  el  lomo  de  la  única  mula  que  nos  quedó después del temporal.  No sin antes, con un trapo quitarle la lagañas de sus ojos. También, con trabajo le cebé unos mates. Le  dejé  casi  toda  nuestra  provisión  de charque  y  galletas.  Meros gestos de camaradería para quien estaba condenado. Me  despedí  de  él  y  seguí  mi  camino.  La  carta  que  llevaba  me quemaba junto al pecho. Pero, inesperadamente tuve miedo. No el que había sentido muchas veces antes, cuando uno se apresta para una pelea. Donde el zumbido de las balas hace que agaches y que los músculos se te tensen. Tampoco era la dolorosa angustia que precede a estos momentos. Que es el peor de los todos los miedos. El miedo a tener miedo. El que hace que uno se olvide de todo. Obligándote a respirar profundo y despacio. El que sentí, en ese momento, era diferente. Era un miedo egoísta y mezquino. Era el miedo por el camarada caído, tullido o herido. Pero era, también, la alegría inconfesable. De haberme salvado. De que esta vez, a uno, la parca te había perdonado.


***


Excelentísimo Señor Gobernador Intendente, en mi carácter de Comandante general del Ejército Unido Argentino-Chileno le ordeno se sirva mandar se sobresea la causa que se sigue a los señores Carrera. Estos sujetos podrán tal vez algún día ser útiles a la patria, y V .E. tendrá la satisfacción de haber empleado su clemencia uniéndola al beneficio público.
Firmado José de San Martín.

_  Conque  esta  es  la  orden  de  nuestro  comandante  general.  _ Dijo  Luzuriaga apesadumbrado.  Bajó la  mano  con la  que sostenía  la lacónica carta; y  agregó con voz ronca:
_ Jovencito  ha  llegado  usted  tres  días  tarde.  He  ordenado  la  ejecución  de  esos sotretas el lunes pasado. _ Sin nada más que decir. Salí del despacho del hombre en quien San Martín había dejado al mando de su retaguardia.  Quise llorar y no pude. Por él y por mí. Seguramente, para  aquel  noble  soldado,  comenzarían,  ahora,  las  recriminaciones  internas  de  los  por qué. No  estaría  solo en esas  tierras.  Los ojos casi abiertos  de  mi  amigo,  Coliguante, me decían que yo tampoco era inocente.



[1] El Zonda es un viento fuerte seco y sucio, ya que va cargado de arena. Sopla en las estribaciones orientales de los Andes Centrales de San Juan y Mendoza; preponderantemente durante el otoño. Puede superar los 80 km/h.
[2] Cuartillas: Antigua medida española para líquidos. Equivalía a 4 copas grandes, ½ Litro.