CANCHA RAYADA
Recuerdo perfectamente ese jueves nefasto del 19 de marzo de 1818. El primer indicio de que algo importante había pasado fueron los apresurados movimientos que percibió nuestra vigilancia, esa noche, en casa de Monteagudo. Con la llegada de las primeras luces del día. Se hizo evidente que su morador se preparaba para abandonarla. Visitas al alba, y criados que entraban y salían cargando bultos y baúles. Después, a media mañana, con los primeros mensajeros que venían de la zona de Talca, llegó la confirmación. Ya no hubo dudas, habíamos sido derrotados en Cancha Rayada; y mal.
Cuando, cerca del mediodía, se esparció la noticia. Santiago se sumergió en un mar de rumores. Solo por el vicio de recordar algunos. Por ejemplo, uno hablaba de más de doscientos muertos patriotas, o que nuestras tropas huían hacia la capital. Otros, aún más extremistas, aseguraban que el propio Director Supremo, el General O´Higgins, había sido herido de muerte en el campo de batalla. Lo que era cierto, es que en un abrir y cerrar de ojos cambió el humor de los habitantes de la ciudad. Lejos quedaban las jornadas jubilosas de febrero que habían caracterizado la vida social después de Chacabuco. Los más exaltados en sus festejos, ahora, hablaban de evacuación y de exilio. Nuevamente se disponían a cruzar la cordillera en dirección a Mendoza. Tampoco faltaron los oportunistas ni los patriotas convencidos como Manuel Rodríguez que vieron en este desastre una oportunidad para saldar viejas cuentas con sus adversarios de siempre.
En eso estábamos, cuando el ruido de varios caballos entrando en tropel en las caballerizas, sumado a las voces de mando conocidas, nos anotició que el General San Martín y su estado mayor estaban de regreso. Casi inmediatamente, nuestro jefe directo nos mandó llamar. Verlo en ese estado. La cara tiznada por los residuos de pólvora, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, casi sin voz. Fue mejor que cualquier relato que hubiéramos escuchado sobre la seriedad de la situación.
_!Godos de mierda! Nos la dieron bien. Pero no importa; ya tendremos otra oportunidad. _ Comenzó diciendo el Sargento Mayor Álvarez Condarco. A la sazón, ayudante y jefe del servicio secreto del Comandante General del Ejército Unido, el Coronel Mayor don José de San Martín.
_Pero, jefe, ¿qué fue lo que pasó? _ Fue la pregunta directa de don Estay.
No sé exactamente. Nos sorprendieron esa noche. Estábamos mal parados. Por suerte, algo olió San Martín. Las Heras ya habían cambiado de posición con sus leones. Pero no fue suficiente. Él los conoce bien a ese hijo de puta de Ordóñez y sus tretas de sabandija. ¡Godos de mierda! Un poco más y no contamos el cuento. Lo peor es que alguien nos vendió desde aquí, desde Santiago. Nos cayeron como un rayo. Por eso quiero que me lo sigan a ese Monteagudo. Por sus informes deduzco que el muy cabrón, se escapa, se vuelve a Mendoza. Déjenlo ir, pero quiero una partida de ustedes pisándoles los talones.
Dicho esto, nuestro jefe salió. Obviamente, tenía más asuntos que atender. Quedamos todos en silencio.
***
La elección de mi persona y la de Coliguante para la nueva misión era un poco menos que obvia. Los hermanos Joffré habían participado del combate como estafetas. Por lo tanto, estaban muy cansados para una tarea de esta naturaleza. Solo quedábamos, nosotros. Al margen, del propio Estay Quien tampoco se había movido de Santiago. Así, que casi sin mediar palabra. Don Estay nos comunicó que lo debíamos acompañar. Agregó un paternal: “Lleven abrigo”. Nos fuimos a preparar equipos. A lo básico le agregamos algo más de abrigo. Estábamos a mediados de marzo, lo que implicaba el fin del verano; vale decir, el fin de la apertura de los pasos: y que podríamos toparnos con alguna nevada.
Unas pocas noches después, llegamos al Fuerte de San Carlos, quince leguas al sur de Mendoza. Parece ser que el abogado de Monteagudo podía dar más de lo que sus antecedentes anunciaban. Ya que hizo el cruce en tiempo record. No por el camino de Uspallata. Sino por el del Portillo de Piuquenes, que era más bajo y que pasaba más al sur. Aunque el tiempo nos trató bastante bien. Las tormentas de viento zonda fueron una molestia adicional.[1] En el fuerte, nuestro perseguido cambió de cabalgadura y solicitó una escolta hasta Mendoza. Todos los blandengues, que componían esa guarnición, habían pasado con el Capitán Lemos a Chile para la campaña libertadora. Por lo que el jefe del fuerte solo puedo satisfacer los deseos del exigente auditor con un pelotón de milicianos del Valle de Uco. Nosotros, nos desplazábamos una jornada detrás de ellos. Marchando sin ser vistos y siguiéndoles los rastros. Cuando nos fuimos del fuerte, su jefe, un viejo teniente, todavía temblaba por la imprevista visita del día anterior. Sin cambiar nuestras fieles mulas trotadoras, luego de aprovisionarnos y juntar información, seguimos camino a Mendoza.
Mendoza era un hervidero. Las noticias del desastre de Cancha Rayada habían hecho estragos. Su gobernador, Toribio de Luzuriaga, hacía lo imposible por mantener el orden y la tranquilidad. Pero los intereses en juego eran muchos y pesados. Para empezar, no eran pocos los compromisos económicos en los que había incurrido la gobernación y muchos de sus vecinos más destacados. Tampoco, las alianzas políticas que se habían urdido para apoyar la campaña libertadora. Obviamente, una derrota militar, tendría un efecto catastrófico. Se especulaba. Que primero, llegarían los emigrados; y después de ellos, las fuerzas realistas. Que sabiendo el rol jugado por la región cuyana, no escatimarían medios para ocuparla; y castigarla como correspondía, anulando la generación de otra amenaza militar por ese lado.
El propio gobernador recibió a Juan Estay, el jefe de nuestra misión. Nosotros lo esperamos en la ayudantía. Todos nos sometieron a detallados interrogatorios sobre los avatares de la campaña. También, todos coincidieron, en que una derrota auguraba desorden y caos en la región. Junto con nuestro jefe salimos para lo de la Turca en busca de alojamiento, comida que valiera ese nombre y vino. Su mutismo no nos hizo presagiar nada bueno. Raro, ya que a la par de haber dejado atrás las duras jornadas del cruce; nos dirigíamos a la casa de su “amor”.
En la posada, un poco más vacía que lo habitual, nos sorprendió encontrarnos con nuestro amigo el Capitán Stephen Naylor. Lo hacíamos en Chile. Terminados los primeros cuartillos de vino. Nos vino a reconocer, el veterano irlandés, que sus propósitos eran similares a los nuestros: Monteagudo. Muchas eran las dudas que este personaje despertaba en propios y extraños. Por lejos era el más anglófilo de los hombres que formaban el entorno de San Martín. Se sabía, por ejemplo, que había estado de acuerdo con la loca carta de Alvear en la que solicitaba la protección de estas tierras a la “Pérfida Albión.” Sin embargo, y pese a estas muestras extremas de lealtad, el Servicio Secreto de su Majestad británica no se fiaba de él. Igual que nosotros, sospechaba de este apasionamiento jacobino. Que, como todo sentimiento extremo, podía trocarse en algo no deseado, en el peor momento.
Al día siguiente, retomamos la vigilancia. Al principio, nuestro blanco no salía ni recibía visita alguna. Daba la impresión mas de estarse escondiendo que de estar tramando algo. Sus únicos visitantes fueron Fray Mendoza y sus acólitos. Su amistad se remontaba a la época del proceso del padre Astorga. Aunque aquello nos daba mala espina. Seguramente debía haber algo más. Todo marchó con regularidad hasta aquella mañana de la primera quincena de abril. Cuando la noticia del triunfo decisivo de los nuestros contra las fuerzas de Mariano Osorio en el valle del Maipo llegó a la capital mendocina. Otra sorpresa importante. Al menos para mí, fue el hecho de tener noticias de que los Poinsett, también, estaban de regreso en Mendoza. La explicación evidente era, que al igual que muchos otros, huían ante una eventual caída de Santiago en manos españolas. Después, me enteraría, de que el enviado norteamericano tenía otras intenciones y otros planes. No era de los que huían.
***
Ese día todo cambió. No sólo el humor de la ciudad. Lo más importante para nosotros: la actitud de Monteagudo. Las luces de su casa, ahora, permanecían encendidas hasta altas hora de la noche. Los visitantes se habían incrementado notablemente. Tanto en cantidad como en calidad. No fueron pocas las ocasiones en las que el propio Toribio de Luzuriaga lo visitara o lo hiciera llamar. Paralelamente, comenzó un fluir de correos de Monteagudo hacia Santiago. Como era de prever nos ordenaron interceptarlos. Nos resultó relativamente fácil hacerlo. Lo de la Turca era el paso previo y casi obligado de todos ellos. Antes de salir para la cordillera querían tener lo suyo con las pupilas de nuestra amiga. Allí los esperábamos nosotros. Mientras uno de los nuestros lo entretenía al sujeto con unas cuartillas[2] de vino y otras atenciones. Otro revisaba sus maletas en busca de documentos. Casi siempre eran cartas cerradas con sellos de lacre. Nos convertimos en verdaderos expertos en el dudoso arte de violarlos y restituirlos. Por ejemplo, en una de ellas, dirigida al propio San Martín, se leía:
Nada me extraña de los Carrera; siempre han sido lo mismo y sólo nos libraremos de ellos, fusilándolos. Mientras vivan llenarán al país de convulsiones, porque siempre han sido agentes del mal. Si hemos tenido suerte hasta ahora para descubrir sus negros planes y asegurar sus personas, puede que la fortuna cambie y no alcance vuestra merced a contener este fuego y menos a prender a los malvados. Un ejemplar castigo y pronto es el único remedio que puede cortar tan grave mal. Los tres cínicos de los Carrera deben desaparecer de entre nosotros. Que sean juzgados y que mueran, pues lo merecen por ser los mayores enemigos de América. Expulsemos a sus secuaces a países que no sean como nosotros tan dignos de ser libres.
Bernardo de Monteagudo.
Era obvio que Monteagudo tramaba algo. Y que en sus miras estaba dar un escarmiento a los tibios. Esto se quedó en claro cuando se hizo evidente que no estaba dispuesto a seguir las instrucciones de Álvarez Condarco y del propio San Martín que recomendaban prudencia. Sabíamos, por boca del propio Luzuriaga, que él mismo le había prometido a la mujer de Juan José, Ana María Cotapos, que la vida de su marido no corría peligro y que sería respetada. Pero cada día que pasaba, no hacía más que acentuar las dudas del gobernador intendente. Otro indicio, apuntaban a Fray Rodolfo Mendoza y a su entorno. Quien no cesaba de repetir que los Carrera eran un peligro, al igual que los prisioneros realistas alojados en las cárceles puntanas. Así como nosotros tejíamos nuestra red. El fraile hacia lo propio. Contaba para ello con la colaboración de sus acólitos. El negro Alderete, proveedor del ejército y dueño de una flota de carretas lo proveía de correos con Chile y de información. Por su parte, el boticario Selser, era su fuente de financiamiento. También, lo seguían un grupo de jóvenes exaltados, reclutados por el fraile al efecto. Matones con cierta ilustración fanática dispuestos a acatar sus órdenes.
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Aunque no fue una sorpresa total, debo reconocer que las artes de sedición de Monteagudo superaron nuestras expectativas. Era obvio, que Fray Mendoza estaba entre sus dirigidos. O viceversa. Porque en estos asuntos nunca se sabe quien se aprovecha de quien. Ambos manejaban una extensa red de contactos. Que como los tentáculos de un pulpo se movían por todos los estamentos de la sociedad mendocina. En realidad, no eran ni buenos ni malos para nosotros. De hecho, nos habían servido en ocasión de la derrota de Rancagua; y en las etapas iniciales de la organización del Ejército Libertador. Pero, ahora, era otro el gallo el que cantaba. Sus intereses, vaya a saber cuáles eran. Pero, esta vez, no coincidían con los nuestros. Todos queríamos la independencia. Eso estaba claro. Pero San Martín, nosotros y algunos más luchábamos por un orden nuevo. Uno básicamente más justo. Ellos, solo buscaban restaurar los viejos privilegios virreinales. Solo que con ellos y los de su clase a cargo, en lugar de los peninsulares. En pocas palabras: ellos eran unos señoritos de mierda; nosotros unos patriotas de verdad.
Al enterarnos de que el gobernador intendente autorizaba un proceso sumario contra los Carrera, supimos que nuestro adversario comenzaba a retomar la iniciativa perdida después de su ignominiosa huida. De nada valieron los argumentos. Nuestro jefe, Juan Estay, tuvo una reunión personal con Luzuriaga. Nada. Según nos contó, el gobernador sostuvo que Monteagudo le había mostrado una carta personal de O’Higgins, donde se le ordenaba proceder en ese sentido. No quería correr riesgos. Los Carrera tenían muchos enemigos; pero también, cómplices y amigos entre la sociedad mendocina. Como máximo responsable de Cuyo no quería aparecer como negligente ante una fuga y sublevación de sus prisioneros. Así que no tuvo más opción que darle carta blanca a Monteagudo.
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Esa misma noche, aprovechando un descanso en la vigilancia, me acerqué a la casa que rentaban los Poinsett en Mendoza. Desesperado como estaba. Mi intención era volver a ver a María. Semanas atrás, en Santiago, cuando fui a llevarle el legajo de su padre. Su esclava no se movió de nuestro lado. Y solo recibí agradecimientos formales; demasiado formales. Sabía que su dormitorio estaba en la planta alta, en la segunda ventana que miraba al lado sur. Me acerqué con un puñado de piedras. Una, dos, nada. Por fin, a la tercera los postigos que protegían su ventana se abrieron. Esta vez estaba decidido a todo. Demasiada inactividad y tiempo para reflexionar. Hubiera comentado acertadamente mi jefe. Lo concreto, es que comencé a trepar hacia su ventana por el caño de desagüe. Me recibió con un:
_“¿Es qué estás loco? _ No me importó. La simple visión de ese rostro y ese revuelto de rulos valían cualquier mal humor. Después de las recriminaciones de rigor, algo parecido a la calma pareció retornar al rostro de María. Ahí me percaté que ella se encontraba solo vestida con su ropa de dormir. Pude entrever el divino tesoro de sus prometedores senos.
_ Mi padre necesita de tu ayuda.
_ Ayuda ¿para qué? _ Dije volviendo mi vista hacia sus ojos; luego de haberse demorado en las aberturas de su camisón.
_ Carrera está en serio peligro. Y es nuestro amigo. Un amigo de nuestro país. No queremos que le pase nada malo.
_ ¿Qué quieres que haga? No soy más que un simple baqueano. _ Dije entre molesto y sorprendido. Mientras pensaba en el carácter ansioso de María. ¿Acaso, no significaba nada para ella, mi pequeña hazaña de limpiar el legajo de su padre? ¿No merecía yo cierta dosis de agradecimiento? ¡Cuán poco comprendía por aquellos días lo insaciable del espíritu femenino!
_ ¡Mentira! _ Fue el primer latigazo. Después sin respirar agregó:
_ Bien que te das corte de mucho más. Tú y tus amigos han estado siempre al lado de San Martín. Es simple lo que te pido. Quiero que le entregues esta carta a tu general. Allí está todo explicado. _ Ante el asombro y las dudas que surcaron mi rostro. Lanzó su segundo y definitivo latigazo:
_ Claro, todo si es que no tienes miedo.
Tuve que contenerme para no golpearla. Como explicarle todo aquello de la disciplina militar. Sin mencionar el detalle que me separaban de San Martín cuatro cordilleras. Y que estábamos a fines de abril. Lo que transformaba todo intento de cruce en algo poco menos que temerario.
Nada dije. Solo me limité a tomar la carta lacrada que ella me extendía. Pero esto no le iba a salir gratis como otras tantas veces. Mientras mi mano izquierda tomaba el papel. Mi derecha se introdujo en su escote, al tiempo que apoyaba mis labios en su boca entreabierta. Luego de unos instantes que parecieron eternos, ella me apartó con suavidad. Toda una señal que invitaba a otro intento. Pero no sería esa noche. Había demasiadas cosas en mi cabeza. Entre otras, como convencer a don Estay que me autorizara a cruzar a Chile en esta época del año.
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Los acontecimientos parecían precipitarse en mi favor. El poder de Monteagudo sobre Luzuriaga y su entorno era cada día mayor. Como prueba suprema, el gobernador intendente de Cuyo había accedido a presidir un juicio sumario contra los hermanos Luis y Juan José Carrera por intento de fuga, sedición y traición. No hacía falta ser licenciado en leyes para saber que el fiscal, que era el propio Monteagudo, solicitaría la pena de muerte para todos los implicados. Para colmo de males. Un pobre teniente auditor, medio tartamudo, había sido designado como defensor de los reos.
Estos hechos, sumados a mis apasionados argumentos terminaron por convencer a don Enrique Estay de que era conveniente que nuestro comandante general tuviera conocimiento de lo que estaba por ocurrir. Así estaban las cosas. El baqueano principal de San Martín. Devenido en espía. Acorralado y sin medios; no tuvo otra salida que autorizar a quien esto relata a intentar un cruce de los Andes, en tiempo record y bien afuera de la temporada. Con las bendiciones y recomendaciones del caso. Sin otra compañía que la de mi fiel amigo Coliguante; dos caballos de silla y una mula carguera encaramos para el valle de Uspallata. Allí, en la estancia de los Joffré, cambiaríamos nuestras cabalgaduras equinas por dos mulas trotadoras. Sin ganado de carga, ni de reserva, lo que nos retrasaría. Sin otra carga que no fuera la que pudiéramos acomodar en los borrenes traseros y delanteros de nuestras monturas, intentaríamos el cruce por el Camino Real. Con suerte, en menos de una semana, estaríamos del otro lado.
***
En Santiago se respiraba de nuevo. Aunque las recriminaciones continuaban. Por un lado, estaban los que habían chaqueteado y mostrado una excesiva inquietud después del desastre de Cancha Rayada. A la cabeza de este grupo estaba Monteagudo. Aun exiliado en Mendoza. Por el otro, había una colección de “patriotas” que lejos de achicarse, vieron en la derrota, una oportunidad para saldar viejas deudas. Y hasta algunos pocos, para escalar posiciones. Entre estos últimos estaba el guerrillero chileno Manuel Rodríguez. Para empezar, el mismo día aciago de Cancha Rayada había entrado montado en su caballo al recinto del ejecutivo voceando: “Ciudadanos, aún tenemos Patria!”. Con lo que logró aplacar a las facciones derrotistas que allí esperaban noticias. Más allá de las interpretaciones benignas de este acto de mando. Nunca quedaron claras sus intenciones. Para colmo de males, sus montoneras, con las que había formado el temible regimiento de Húsares de la Muerte , no estuvieron presentes en los campos de Maipú. Se habló, de nuevo, de especulación ante una posible derrota patriota. De un intento por preservarse para una nueva oportunidad. Pero toda vía alternativa de poder había quedado clausurada por la férrea conducción sanmartiniana. Que como era de esperarse dio lo mejor de sí, después del desastre de Cancha Rayada. Lo concreto fue que San Martín y su amigo, O’Higgins, tomaron entre ojos a todos aquellos que no se les alinearon. En el caso de Rodríguez, la inquina, por el lado de O´Higgins, venía de tiempo atrás. De las épocas anteriores a Rancagua.
Este fue el ambiente que nos recibió en Santiago. Quemados por el sol y por los vientos. Pero bien contentos de haber salidos bien parados de tamaña empresa nos presentamos en el despacho de nuestro antiguo jefe, el Sargento Mayor Álvarez Condarco. Rápido e intuitivo como era, no nos hizo esperar ni un minuto; ya que nos llevó ante el propio San Martín. Quien nos recibió de pie en su despacho. No nos veíamos desde hacía tres meses. Desde la cuesta de Chacabuco. Su transformación era notable. Se lo veía más gastado, pero para nada agotado. Su tez, de por sí oscura, estaba más curtida. Completaban el cuadro, unas canas incipientes que empezaban a asomarse en sus sienes. Para mi tranquilidad, sus ojos tenían el brillo fulgurante de siempre.
Tampoco con él hicieron falta demasiadas explicaciones. El era otro de los que conocían bien el paño. En este caso la catadura moral de sus subordinados. Después de leer, rápidamente, la carta exclamó:
_Tal como me lo temía. Ese Monteagudo nos va a causar un problema. _ Acto seguido, se sentó en su escritorio, mojó la pluma en el tintero y garabateó una respuesta. Digo literalmente garabatear. Porque así escribía nuestro comandante, con energía, como todo lo que hacía. La sala se llenó con los sonidos de su pluma rasgando sobre el papel. Que como sablazos depositaban su terrible caligrafía. No había tiempo para mayores elegancias. Dejando la pluma y mirándome a los ojos dijo:
_“Jovencito, parece ser que usted está destinado a meterse en problemas por mi culpa. ¿Qué posibilidades tenemos para que mi respuesta esté en manos del Coronel Luzuriaga lo antes posible?
***
“Cuente conmigo mi General”. Una fórmula que encerraba un gesto. Porque los hombres no somos más que eso una sucesión de gestos. Normalmente cobardes o tendientes a nuestra auto preservación. Pero sólo unas pocas veces, en ocasiones, esos gestos pueden ser heroicos. Aunque, no pocas veces sean el fruto de un impulso, antes que de una deliberación racional. Esos son los que marcan la diferencia. Aunque uno después, solo, se arrepienta mil veces de haberlo asumido. Y tal era nuestro caso. Cuando el temporal de viento blanco nos agarró poco después del paso La Cumbre. Nos emponchamos como pudimos. Pero la acción congelante de la nieve traída por el viento pudo más. Tuvimos que hacer un alto. No habíamos acertado a dar con el alojo de piedras que se encontraba inmediatamente después del paso. Agotados, decidimos detenernos para darnos calor. Este fue un error mortal. Por más que nos envolviéramos en nuestras matras y pellones. El frío se colaba por todos lados. Sólo atinamos a guarecernos detrás de una gran roca. Así pasamos la noche tiritando y tratando de movernos para no morir congelados.
Yo he sido siempre bueno para el frió. O por lo menos eso han dicho siempre de mí. Pero no fue éste el caso de Coliguante. Probablemente estaba enfermo de antes y no quiso decir nada. O fue su contumaz costumbre de abrigarse siempre de menos. Una prerrogativa de su dura raza. Lo concreto que esa mañana apenas si podía ponerse en pie. Por suerte, el cielo se había despejado, y un cielo azul con un sol radiante, había desplazado a las nubes de tormenta. Pero para el indio ya era demasiado tarde. Estaba muy agotado. Apenas podía respirar. Casi cegado por la nieve sólo distinguía sombras. Con la luz del día divisé el refugio de piedra que la noche anterior nos había eludido. Allí lo llevé en el lomo de la única mula que nos quedó después del temporal. No sin antes, con un trapo quitarle la lagañas de sus ojos. También, con trabajo le cebé unos mates. Le dejé casi toda nuestra provisión de charque y galletas. Meros gestos de camaradería para quien estaba condenado. Me despedí de él y seguí mi camino. La carta que llevaba me quemaba junto al pecho. Pero, inesperadamente tuve miedo. No el que había sentido muchas veces antes, cuando uno se apresta para una pelea. Donde el zumbido de las balas hace que agaches y que los músculos se te tensen. Tampoco era la dolorosa angustia que precede a estos momentos. Que es el peor de los todos los miedos. El miedo a tener miedo. El que hace que uno se olvide de todo. Obligándote a respirar profundo y despacio. El que sentí, en ese momento, era diferente. Era un miedo egoísta y mezquino. Era el miedo por el camarada caído, tullido o herido. Pero era, también, la alegría inconfesable. De haberme salvado. De que esta vez, a uno, la parca te había perdonado.
***
Excelentísimo Señor Gobernador Intendente, en mi carácter de Comandante general del Ejército Unido Argentino-Chileno le ordeno se sirva mandar se sobresea la causa que se sigue a los señores Carrera. Estos sujetos podrán tal vez algún día ser útiles a la patria, y V .E. tendrá la satisfacción de haber empleado su clemencia uniéndola al beneficio público.
Firmado José de San Martín.
_ Conque esta es la orden de nuestro comandante general. _ Dijo Luzuriaga apesadumbrado. Bajó la mano con la que sostenía la lacónica carta; y agregó con voz ronca:
_ Jovencito ha llegado usted tres días tarde. He ordenado la ejecución de esos sotretas el lunes pasado. _ Sin nada más que decir. Salí del despacho del hombre en quien San Martín había dejado al mando de su retaguardia. Quise llorar y no pude. Por él y por mí. Seguramente, para aquel noble soldado, comenzarían, ahora, las recriminaciones internas de los por qué. No estaría solo en esas tierras. Los ojos casi abiertos de mi amigo, Coliguante, me decían que yo tampoco era inocente.
[1] El Zonda es un viento fuerte seco y sucio, ya que va cargado de arena. Sopla en las estribaciones orientales de los Andes Centrales de San Juan y Mendoza; preponderantemente durante el otoño. Puede superar los 80 km/h .
[2] Cuartillas: Antigua medida española para líquidos. Equivalía a 4 copas grandes, ½ Litro.