LA “PERLA DEL PACIFICO”
No era nuevo en estas lides. Ya las discípulas de la Turca me habían enseñado lo indispensable, y bastante más. En estas cosas de la vida. Como las nombraba Juan Estay. Mi antiguo jefe y mentor. Pero esta vez fue diferente. Una cosa era tener sexo; y otra muy distinta, hacer el amor con la mujer que uno ama. No lo hubiera soñado siquiera. Sí, seguramente, deseado muchísimas veces. Por eso, cuando lo hicimos. Todo estuvo marcado por un halo de incredulidad, que aún hoy, perdura. Las cosas con María habían ido subiendo de tono. Especialmente, después del breve beso que me diera en la boca. Aquella noche en la plazoleta. Después, todo fue como deslizarse por una pendiente de hielo. Casi inevitable. Finalmente lo hicimos. Una mañana, en su propia casa, en su propia cama. Recuerdo como si fuera hoy cuando la vi. Quitarse la ropa, con una estudiada torpeza. Los lazos de su corpiño, sus medias, su larga camisa sobresaliendo por sobre sus enaguas. Tengo presente, todavía, el momento. En el que se acostó para permanecer inmóvil. Tendida sobre las sabanas. Con la desnudez de su cuerpo cegándome. Yo era como la polilla que se inmolaba, finalmente, al tomar contacto con su lámpara. La simétrica redondez de sus senos. La curva pronunciada de sus caderas. Que enmarcan la negrura de su sexo. Me dejó hacer. El animal que hay en mí. Se escapó. Pero ella no se asustó. Al contrario, de los orgasmos fingidos de las prostitutas con las cuales había estado. Aquí, fue todo realidad. Aunque tampoco percibí grandes manifestaciones de gozo. María, se limitó a quedarse quieta, pero con su rostro profundamente feliz. Transfigurada. Parecía estar casi en una situación de trance. De la que ni aún el dolor podía sacarla. Nada de lo que le hice e intenté logró sacarla de esa aparente pasividad. Quien lo hubiera pensado tan activa como era ella en otros aspectos. En este dejaba hacer. Aunque más no fuera en apariencia. Ya en ella no había nada parecido a una inactividad. Simplemente, me daba la impresión de que se dejaba adorar por uno de sus súbditos. Tal como Mama Killa, la antigua diosa inca de la Luna, que le roba la luz a Inti, el dios del Sol. Tenía la impresión. Que en cada uno de nuestros encuentros. Ella succionaba mi fuerza viril. Alimentándose de mi energía. No obstante, debo reconocerle que, al terminar, se ponía en extremo cariñosa. Aunque más no fuera por unos instantes. Antes de proceder a echarme de su lecho de mujer casada. Recobrando su naturaleza casi hostil hacia mí. Cuando le reproché esa actitud. Me dijo que era una suerte de angustia que se sentía culpable; ya que ella, amaba a su marido. No le creí. No estaba en la naturaleza de María sentir culpa o remordimiento por alguna cosa.
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Guayaquil era una hermosa e importante ciudad. Solo superada, en estos aspectos, por Lima. No en vano había sido apodada como la “Perla del Pacífico”. Su ubicación, estratégica, a unas cuatro leguas aguas arriba de la desembocadura en el Océano Atlántico del río Guayas. Le otorgaba una posición privilegiada, tanto para el comercio marítimo como para el terrestre. Además, tenía fama de culta e ilustrada. Por todo ello, no es extraño que este ornamento se convirtiera en la piedra en el zapato. Entre los dos libertadores. De Simón Bolívar, el otro, que venía del norte. Y del nuestro, San Martín, que venía del sur. Y que como las grandes tormentas de la cordillera nos cayó encima casi sin advertencia.
Por aquellos días, mientras estábamos luchando por la independencia del Perú. Los guayaquileños lo hacían por la suya. Al parecer bastante bien; pues en 1820 ya la habían conseguido. Proclamando la “Provincia Libre de Guayaquil”. Pero mantenerla independiente y soberana era otra cosa. Par ello necesitaban y pidieron ayuda. Cometieron el error de hacerlo a ambos libertadores. El del norte, le envió a su mejor mariscal, al General Antonio José de Sucre. El del sur colaboró con la División Peruana, a órdenes del Coronel Andrés de Santa Cruz. Bajo su mando, -aunque perezca raro- estaba, su captor. El famoso capitán de granaderos, José Galo de Lavalle. Al principio, no nos dimos cuenta. Pero Bolívar no quería una Guayaquil independiente. La quería como una extensión del territorio de su Gran Colombia. Por otro lado, el hecho de que la provincia, durante el régimen español, hubiera respondido a la Real Audiencia de Quito. Una dependencia del Virreinato de Nueva Granada. No fue un obstáculo para que Lima la reivindicara como propia. Fundamentando, que –antiguamente- había pertenecido a su jurisdicción. En el aniversario de nuestro primer gobierno patrio. El 25 de mayo de 1822. Sucre, finalmente, entró en Quito. Tras la épica batalla de Pichincha. Una vez allí, proclamó la anexión de Quito y de Cuenca a la Gran Colombia de Simón Bolívar. Quedaba picando la situación de Guayaquil. Poco les importó, tanto a los colombianos como a los peruanos, que la misma ya se hubiera declarado independiente.
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San Martín le había encomendado a sus amigos. Juan García del Río y James Paroissien una difícil misión. Debían viajar a Europa en busca de un príncipe para que fuera la cabeza de una monarquía constitucional. La idea no era nueva. Ya a caballo del Congreso de Tucumán de 1816. San Martín había apoyado la iniciativa de Manuel Belgrano de coronar un príncipe inca. Ahora, uno de los candidatos a visitar para ocupar el cargo de Emperador del Perú. Era el Duque de Sussex, hijo de Jorge III, Rey de Gran Bretaña. La idea para que fuera aceptada por sus destinatarios. Vale decir por los peruanos. Preveía, que dicha autoridad debía ser legitimada por un congreso constituyente a organizarse con delegados enviados por todas las provincias del Perú. Una vez que estas fueran liberadas. Los fundamentos del proyecto estaban en la misma conformación de la sociedad peruana. Que era de hecho una de tipo monárquica. Dividida como estaba en clases sociales. Basadas ellas en los privilegios hereditarios de sangre. Con su aristocracia, representada por los españoles y los criollos pudientes; su estado llano, compuesto por los artesanos y los comerciantes; y hasta con sus descastados, integrado por los indios y los esclavos. Todo ello daba pie –al menos en teoría- para especular con esas ideas. Sin que pudieran ser tildadas de descabelladas por alguien. De hecho, muchos de los que se oponían. Lo que proponía, en cambio, era un régimen presidencialista vitalicio. Pero ¿Qué era eso sino tener un rey con el título honorífico de presidente? En pocas palabras: para gobernar el Perú, todos coincidían, hacía falta un hombre fuerte. Dada su natural propensión a la anarquía.
Pero, más allá de los planteos teóricos. Había toda clase de conspiraciones e intrigas para ver quien se sentaba en ese trono. Llegado a este punto. En lo práctico, las aguas se dividían. Por un lado, estaban los que apoyaban la salida monárquica. Simple y llana como ésta era. Eran los menos. Idealistas enamoradas como Rosa Campuzano o monarquitas moderados como nuestro comandante general. Por otro lado, estaban los pragmáticos. Que eran legión, encabezados por Monteagudo, que sostenían que sin importar quien fuera. La nueva autoridad no podría ejercerse sin el auxilio de facultades extraordinarias. Muchos de ellos, avanzaban un paso más y sostenían que nuestro General San Martín era el hombre indicado para ese puesto. Consideraban que solo una persona de sus cualidades podría manejarlas con prudencia. Lamentablemente, el bando pragmático se enfrentaba a un inconveniente serio. San Martín no quería saber nada en convertirse en el hombre fuerte, en el dictador de Perú. ¿Por qué? Seguramente que él tendría sus razones. Tanto buenas, como malas. Era obvio, que no le faltaba valor, aun el moral. Cualidad que poseía, aún, en grado heroico. Sin embargo, era una persona que toleraba mal la crítica malsana. Aquella que lo descalificaba, que lo hería. Como el mismo refunfuñaba: ¿Acaso no se atreven a acusarme de tirano, de usurpador, de dictador; a una persona tan apegada a la ley como soy? Nada pudieron hacer, por ejemplo Monteagudo para convencerlo con sus argumentos de corte maquiavélico. Ni el mismo Guido con sus consejos de amigo. En eso, y en muchas otras cosas; pero especialmente en ésta, San Martín estaba solo. Recuerdo, especialmente una conversación. Una tarde en la galería de “La Magdalena”. Mientras les cebaba unos mates.
_ Señores, ya lo he prometido. Les he dicho a los peruanos que hacíamos la guerra para lograr la independencia; pero que después les dejábamos a ellos la elección del gobierno. No creo que un militar de fortuna, por más desprendimiento que tenga, sea la solución.
_ Mi general, le pido que reflexione. En este país la anarquía es más popular que el pisco. Están todos contra todos. Españoles contra criollos. Ambos contra los indios y los esclavos. Es más, sé que hay divisiones a muerte entre los mismos indios. Quizás, el mejor servicio que usted pueda hacerle es erigirse en dictador con facultades ilimitadas y omnipotentes. Y que para ello declare la ley marcial con las excepciones que su criterio juzgue indispensables. _ Trató de convencerlo Monteagudo.
_ Si este país es una anarquía como usted dice. Solo podrá gobernar quien imponga su autoridad por sobre estas facciones que usted me enumera. Y como usted mismo lo reconoce para ponerle fin. Harán falta medidas extraordinarias. Habrá que Imponer la ley a sangre y fuego. O que como un nuevo Sila llenar el país de proscriptos. Pero, mi amigo, ¿Cree usted que yo aceptaría el rol de convertirme en el verdugo de los peruanos? Cuando he venido aquí a liberarlos. No jamás, mil veces jamás. Preferiría la ignominia del exilio que ser el instrumento de tamaños horrores.
_ Lo entiendo mi general. Pero, ¿No teme usted que su actitud sea tomada como una flojedad? _ Se atrevió a preguntar Guido, en su carácter de amigo sincero.
_ General, Lima es un miembro gangrenado que pide a gritos un cirujano que le meta un tajo… No recuerda usted a ese emperador romano que prefirió ser temido a ser querido. Tenía toda la razón. Hay objetivos que no se alcanzan sin medios excepcionales. _Sentenció, duro, Monteagudo.
_ ¿Flojedad? Créame que lo he meditado profundamente. Creo que el remedio que ustedes me proponen será peor que la enfermedad que afecta a este país. Estoy cansado que me llamen tirano, que en todas partes digan que quiero ser rey, emperador y hasta demonio; mi juventud la sacrifiqué al servicio de los españoles, y mi edad media, a la de mi patria, no tengo ganas de amargar mi vejez con recriminaciones absurdas.
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Los encuentros clandestinos con María se hicieron bastante comunes. Hasta que llegaron a ser casi una rutina, donde se mezclaban, peligrosamente, el placer con la intriga. Una locura. Un verdadero vértigo. Tal como el que atrae a una polilla a la lámpara que termina quemándola. Pero, uno que no se puede evitar. Al parecer su marido no le dedicaba la atención que ella esperaba. Casi sin preguntarle nada. María me fue contando cosas. Como si necesitara hacerlo. Conversaciones de almohada. Probablemente, deseaba castigarlo por lo que consideraba un matrimonio fracasado. Lo que sí era obvio, era que el mayor Joaquín Aldunate Bordón andaba en cosas raras. ¡Quien no por aquellos días! Al parecer, había hecho yunta con un personaje importante de la política local. Un miembro de una distinguida familia limeña. Un tal José de la Riva Agüero. Un atildado señorito de unos treinta y pico. A quien, yo había podido ver personalmente cuando lo visitó al General San Martin, en su comando en Huara. Se presentó como alguien muy bien situado. Con excelentes conexiones con los españoles y entre la clase alta limeña. Pese a ello, o debido a ello. Era un conspirador nato. Que venía trabajando para el general como espía, aun antes de nuestra llegada al Perú. Se le atribuían numerosas hazañas. Entre las que había varias escapadas de varios de diversos encierros y prisiones. El hecho más resonante. Fue el de haber sido el instigador del pasaje a manos patriotas del Batallón Numancia. Lo que no era moco de pavo. También, se decía que tiempo atrás había andado por la sierra organizando montoneras. Una vez en el protectorado. Por sus servicios, San Martín le había dado el grado de coronel de milicias. Y, por último, lo había nombrado prefecto de Lima.
Con estos antecedentes no era raro que congeniara con varios oficiales del Numancia. El, hoy, rebautizado como Regimiento de los Voltígeros de la Guardia. Especialmente, con su segundo jefe. Mi contrincante, por el corazón de María, el mayor Aldunate Bordón. Lo que no me quedaba claro por esos momentos. Era cuál era el destino final de estas alianzas. Por un lado, resultaba obvio que una persona de influencia como Riva Agüero tuviera las conexiones necesarias. Pero, la gran pregunta era ¿Para qué o para quién las usaba? Una vez pasados a nuestro campo ¿Cuál era la necesidad de seguir en contacto con ellos? Por ese lado, justificaba las dudas y las sospechas de mi jefe, Monteagudo. Pero, pensar en este último, solo servía para ampliar mis sospechas. La cabeza se me llenaba con otras dudas. Por ejemplo, ¿Cuáles eran sus verdaderas intenciones de Monteagudo? Revolucionario fanático como pocos. Anticlerical declarado ¿Qué lo llevaba a trabajar con un dominico como Fray Mendoza? O ¿Cuáles eran sus ideas y lealtades para con el General San Martin? ¿No había sido acaso uno de los que más se opuso a la idea de Belgrano de nombrar un príncipe inca? ¿Cuál era el verdadero origen de su reciente fervor para que San Martín se erigiera en dictador? Venían a mi memoria su huida de Chile, después de Cancha Rayada. El juicio y fusilamiento de los Carrera en Mendoza. En lo que siempre se mantuvo constante. Fue en su odio a todo lo español. Se decía que había sido abandonado por su padre. Un noble de ese origen. Quien lo habría engendrado con su pobre madre, una esclava negra que trabajaba a su servicio.
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Vuestras mercedes deben saberlo por experiencia propia. Y si este no fuera el caso. Se los comento. Hay raras ocasiones en que los hechos aislados, desvinculados entre sí, parecen ser atraídos hacia un punto común. Como un remolino en un río que va atrapando los rezagos que flotan en su superficie. O como un imán que atrae a las limaduras de hierro. Tal era el caso ahora. Y ese punto de atracción irresistible se llamaba Guayaquil. Para empezar, la ciudad había sido la sede originaria del Numancia. También, el lugar de nacimiento de la amante de nuestro general, Rosa Campuzano; y de mi contendiente, el mayor Aldunate Bordón. Igualmente, sería la ciudad en la que nuestro general en jefe jugaría su última partida por la libertad americana. De paso, se había convertido en la fruta de la discordia que lo separaba de Simón Bolívar. El libertador que venía del norte. Al respecto, había tres partidos. Los colombianistas, partidarios de unirse a la Gran Colombia. Los peruanistas, impulsores de la unión con Perú. Y los independientes, sostenedores de la autonomía de Guayaquil. Para evitar que la sangre llegara al río. Y habiendo un enemigo común, que eran los españoles. Ambos libertadores decidieron reunirse en la mismísima ciudad de la discordia para solucionar sus diferencias.
Hecha esta introducción vayamos a los hechos. Se los cuento desde mi punto de vista. Como me tocó vivirlos. Como todas las mañanas de ese frio julio limeño. Estábamos mateando en la cocina. Cuando el capitán Pedro Nolasco Fonseca, el nuevo edecán ayudante del general, entró para calentarse el cuerpo con unos amargos. Vestía sus ropas de viaje. Capote azul encerado. Bicornio para lluvia.
_ ¿Salen para algún lado mi capitán? Tan emponchado como lo veo. _ Le pregunté mientras le estiraba un mate.
_ Así es para Guayaquil. Vamos con el general en “La Belgrano”. Tiene una reunión con Bolívar.
Habrá sido por mi cara de asombro. Por lo que Fonseca se vio obligado a agregar:
_ Monteagudo no quiso saber nada con que te lleváramos a vos. Todos sabemos lo buen “marinero” que sos. Pero me dijo que tenías cosas que hacer aquí en Lima.
¿Cosas que hacer en Lima? Viniendo de quien venía la frase. Solo podía significar para mí una cosa: problemas y más encuentros con María. Justo ahora que estaba viendo la conveniencia de cortarlos. Efectivamente, las órdenes no tardaron en llegar. Antes de ese mismo mediodía. Con la comitiva de San Martin rumbo al puerto. Monteagudo me convocó a su despacho. Pensaba mientras iba. Que a medida que estos encuentros se fueron haciendo más frecuentes. Más lo iba conociendo a mi interlocutor. Sin duda alguna, Bernardo de Monteagudo no era un hombre fácil de encasillar. Todos sus rasgos llamaban a confusión. Joven pero con un aplomo y una arrogancia, inusual para su edad. Decían de él que era mulato. Pero, en rigor de verdad. Su sangre africana, no era evidente en el color de su piel. Tan oscura como lucía la mía, tostada por el sol. Sino en la cadencia de su andar flexible. Alto, fornido, de nariz chata y labios gruesos. Su aspecto general no era agradable. Lo que no le impedía tener grandes éxitos con el sexo opuesto. Sus hábitos de gran lector, conversador y poliglota; no lo alejaban –para nada- del mundo de la acción. Donde ese movía como un pez en el agua. Lleno de grandes ideas, parecía no respetar ningún principio o ley. En lo personal, me chocaba, especialmente, su empalagosa elegancia. Vestía siempre raro. Con puntillas y con zapatos con hebilla. Sin mencionar que no salía nunca sin su capa y sin una nube de perfume como aura.
En esta oportunidad compartía su despacho con otro viejo conocido mío. Fray Rodolfo Mendoza. Cuando lo vi entrar. Bajé, instintivamente, mi cabeza. Ya que no había dado estricto cumplimiento a la orden. De Monteagudo de ayudarlo al fraile con la conformación de su grupo de choque. Sin embargo, los elogios de éste hacia mi persona. En referencia a mi supuesto buen comportamiento por parte del dominico. Terminaron por desarmarme. Bajar la guardia ante lo que vendría. Después de los elogios. Monteagudo prosiguió.
_ Es obvio que ese “amigo” suyo de Aldunate Bordón se trae algo entre manos. En algo anda, junto con esos supuestos patriotas de Riva Agüero y Sánchez Carrión. Sé que se reúnen todos los viernes en una taberna de la calle de la Faltriquera. En frente de la plazoleta. Quiero que con unos compañeros tuyos les den un buen julepe. Que salgan bien asustados y con unos lindos magullones. Nada más.
_ Especialmente a ese remilgado de Sánchez Carrión. Lo tuve de seminarista en el Real Convictorio de San Carlos. Un tipo brillante, buen orador, pero muy soberbio. Acotó, en una muy poco caritativa forma, el fraile.
_ ¿Asustarlos y magullarlos? Los interrogué con mi mejor cara de tonto.
Fray Mendoza se ríe ahora. Burlonamente. Se diría que un ángel acaba de hacerle cosquillas. Yo por mi parte, pienso que solo quien haya visto a Mandinga pueda reírse así.
_ Sí, no te hagas problema. La tarea es bastante sencilla. Fray Mendoza tiene un grupo de seguidores. Ese grupo de acción del que te hablé. Él los llama los “Goliardos”. En realidad unos coyas y unos cholos resentidos. A los que viene adoctrinando desde que llegó a Lima. Están un tanto descontentos con señoritos como Riva Agüero y Sánchez Carrión. Porque saben, que con gente como ellos en el poder. Aunque se obtenga la independencia, nada cambiará. A veces, se ponen violentos. Especialmente, cuando tienen unas copas de más. Lo que hay que hacer es. Al llegar a este punto, Monteagudo usó los dedos de su mano derecha para enumerar. Primero, hay que ponerles en claro, y motivarlos correctamente, sobre quiénes son estos señoritos; segundo, llevarlos a dónde estos se encuentran; y tercero, probablemente, esto sea lo más difícil, controlarlos para que la cosa no pase a mayores.
_ El alcohol. En este caso es un liberador de sus sentimientos profundos. Son gente muy reservada, casi tímida. Son muchos años sometidos a un régimen muy injusto. Los pone en una situación de éxtasis religioso. _ Creyó necesario aclarar Fray Mendoza.
Como soldado que era ya estaba acostumbrado a todo tipo de órdenes. Pero ésta las superaba a todas.
La reunión previa con los Goliardos la tuvimos en el hospital y convento de San Juan de Dios. Donde Fray Mendoza se alojaba. Asistí con José Antonio y Eduardo. No quise comprometer a nadie más. De hecho, ninguno de los hermanos Joffré se había mostrado muy entusiasmado cuando le expliqué de qué se trataba todo aquello. En una de las salas del convento se apiñaban una treintena de hombres jóvenes. Todos de piel cobriza, lustrosa, iguales a los que pudieran verse en cualquier reducción indígena de los alrededores. De hecho, de allí provenían casi todos. Vestían las típicas ropas de su clase: chullo o sombrero de fieltro, camisa de tela burda, poncho puyo corto, pañuelo golilla, pantalón de barracán y ojotas. Estaban sentados en rústicos bancos de madera. Como en un aula escolar. Fray Mendoza les explicaba porque había sido importante la controversia de Valladolid. Lo hacía mediante la lectura comentada de textos de Bartolomé de la Casas. Les explicaba que no existía tal cosa como el “derecho de tutela”. Que era lo que, primero, los españoles; y ahora, las clases altas limeñas, esgrimían para tenerlos sometidos. De allí pasaba a textos de autores más modernos, como “Los Derechos del Hombre”, y “La Reforma Agraria” del norteamericano Thomas Paine.
Después de la sesión de adoctrinamiento. Fray Mendoza nos presentó a los presentes. Quienes nos respondieron con una parca sonrisa. Acto seguido, el cura abrió unas garrafas de pisco con la que comenzó a llenar unos toscos jarros. Con el correr de las repeticiones. Las consignas se fueron haciendo más simples y agresivas. Cuando estaban a punto caramelo. Fuimos saliendo del convento en dirección a nuestro destino. De hecho, se encontraba a unas pocas calles de allí. Era domingo, en la primera hora de la noche. Por lo que las calles se estaban despoblando de caminantes que volvían a sus casas después de una jornada de descanso. Los pocos paseantes que reparaban en nuestra presencia. Se apartaban a una distancia prudente. Llegamos a la fonda “Del Diablo” que así se llamaba el lugar. Me pareció una extraña broma, pero así se llamaba. Allí unos pocos parroquianos apuraban las últimas copas de esa noche. Nuestros “blancos” estaban, según se nos habían informado en un salón privado en la planta alta. Hasta allí subimos a nuestros hombres. Al instante de llegar. El lugar se convirtió en un pandemónium. Al grito ¡Muerte a los blancos! Y ¡Viva la Revolución! Se fueron a las manos. Por lo que pude ver. Ellos, al principio intentaron resistirse. Pero fue inútil. Incluso, vi a uno de ellos, creo que al mayor del Numancia, salir volando por una ventana en dirección al piso empedrado de la calle. Entre el ruido de la loza y los vidrios rompiéndose, me pareció reconocer los toques de silbato de la guardia cívica. Me pareció una buena señal para ponerle fin a todo. Aunque sabía que estábamos cubiertos por ese lado. Con mucho trabajo y con la ayuda de los Joffré fuimos sacando a nuestros hombres a la frescura de la noche. Les dije que se dispersaran. Que volvieran a sus casas. Finalmente, tomé a los hermanos Joffré por los brazos y me los llevé de ahí, lo más rápido que pude.
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