A BORDO DE “LA SAN MARTIN”
A partir de los sucesos de Rancagua los tiempos parecieron acelerarse. Algo, que después descubriría como un aspecto típico de toda campaña militar: largos periodos de inactividad, interrumpidos por rayos de fulgurante acción. Parecía ser que nos acercábamos a uno de estos raros momentos decisivos. Por un lado, lejos de nosotros, muchas cuestiones estaban teniendo lugar en el mar. La flota estaba ganándose su lugar. Y el respeto, nuestro como el de sus contrapartes reales. Tendría la importante tarea de transportar a nuestro ejército al Perú. Además, de ser el nexo, el medio de comunicación, de nuestras desperdigadas tropas. Las que tendrían que operar aisladas, sobre una inhóspita franja costera. Encerrados por una cadena de montañas a sus espaldas. Se había formado mediante la captura de buques españoles; y con la compra de otros en el extranjero. Recordarán, vuestras mercedes, mi viaje a Londres. De allí, volvimos con dos elementos fundamentales: el mejor almirante para dirigirla; y con expertos marinos ingleses para ayudar a conducirla. Navegaría con bandera chilena. Lo que era lógico, ya que el Director Supremo de ese país, era quien había puesto la decisión y la masa de los dineros necesarios. Haciendo corta una historia larga. Les cuento que el bergantín “Águila” de 16 cañones fue el primero en integrarla. Lo capturamos, cuando entró engañado al Puerto de Valparaíso, donde nuestros hombres habían dejado la bandera española flameando, después de la batalla de Chacabuco. Se lo bautizó con el nombre de “Pueyrredón”. Con este mismo buque se rescató a Manuel Blanco Encalada de la Isla Juan Fernández. Quien sería el primer almirante de esta misma flota. Luego, llegó el “Windham”, de 44 cañones, comprado por nosotros en Londres. Y rebautizada “Lautaro”. Con esta humilde flota, compuesta solo por dos buques. Después de Maipú. Se atacó, se derrotó y se estuvo a punto de capturar a la fragata española “Esmeralda”. Que junto con otras bloqueaba el puerto de Valparaíso. De ahí en más los godos empezaron a respetarnos. No solo en tierra, donde ha nos conocían. Sino, asimismo, en el mar. Ya que nunca más volverían a operar con impunidad. Se continuó con la compra en los EEUU de una corbeta, a la que nombramos “Chacabuco”; y de un bergantín, designado “Araucano”. Álvarez Condarco, mi antiguo jefe, nos mandó un navío importante de 60 cañones. Le pusimos el nombre de nuestro comandante general: “San Martín”. Buenos Aires solo nos aportó un buque sublevado y pasado a la revolución. El transporte “Trinidad” que vino con el regalo del código de señales de la flota realista. Lo que nos fue de gran utilidad. Ya que a principios del 18 cuando se tuvo noticias, por nuestros agentes, de la zarpada de Cádiz de una flota realista con 2.000 hombres a bordo. Se lo comisionó a Blanco Encalada para interceptarla. Así se hizo, y se capturó a la fragata “María Isabel” de 50 cañones y a otros cinco transportes con toda su carga. Cuando estaban surtos y protegidos por los cañones de la fortaleza de Talcahuano. En esta acción se destacó el Capitán de Artillería, de origen inglés, William Miller. Ahora, devenido en el comandante de la naciente infantería de marina de la flota. A fines de ese año, llegamos nosotros, con Lord Cochrane. Un conductor naval. De una talla, solo comparable con la de Nelson, quien había sido su maestro. Luego de hacerse cargo de tan variopinta armada. Se dedicó a consolidar la superioridad naval, encerrando a su contraparte española. La que no navegaría más en aguas abiertas. Permaneciendo siempre al resguardo de sus puertos artillados. Pese a ello, la audacia del Vicealmirante lo había llevado a asestarle golpes, aún al amparo de esos santuarios. Como por ejemplo, luego de una dura y recordada pelea, la captura de la goleta enemiga “Moctezuma”. Si bien, se dos asaltos a la fortaleza de El Callao habían fallado. En compensación. Se había capturado Valdivia. Que era el último punto de apoyo realista en el sur de Chile. Escala necesaria en la larga travesía, a través del Cabo de Hornos, hacia Europa. Y que tantos dolores de cabeza nos venía causando desde hacía años.
Por su parte las actividades en tierra no le perdían pisada a las que tenían lugar en el mar. Esta vez el campamento se levantó en Quillota. A mitad de camino entre Santiago y el puerto de Valparaíso. Allí se reunían las tropas, se alistaba el equipo y se guardaban los suministros para la campaña. La actividad era frenética y me recordaban aquellos días en el campamento del Plumerillo, previos al cruce de los Andes. Tanto, que algunos personajes se repetían. Por ejemplo, el ex fraile Luis Beltrán. Quien lucía, ahora, orondo su uniforme de capitán. Por otro lado, había caras conocidas que nos dejaban. Como la de Antonio Álvarez Jonte, quien estaba muy enfermo. Otras nuevas, como el flamante Coronel Tomás Guido. Que en su calidad de Secretario Ayudante, reemplazaba al anterior. Y que por lo tanto sería nuestro nuevo jefe. En términos generales, nuestras fuerzas rondaban los 4.500 hombres. El estado mayor tenía unos 60 oficiales y unos 20 soldados y auxiliares. Entre los que tenía el honor de encontrarme. El grueso se dividía en dos grandes mitades. La División Argentina, heredera del Ejército de los Andes. La conformaban los batallones de infantería 7, 8 y 11; los regimientos de caballería de Granaderos y el de Cazadores de los Andes. Por su parte, los trasandinos se juntaban en la denominada División Chilena. Estaba integrada por los batallones de infantería 2, 4 y 5; y por tres compañías de artillería; que sumaban una treintena de cañones. En honor a la verdad, no había líneas bien definidas entre las nacionalidades. Por ejemplo, en nuestras filas había muchos chilenos. Ya que los reemplazos de los muertos y heridos de nuestros batallones se había hecho con ellos. Por otro lado, estaba la legión de extranjeros. Soldados de fortuna atraídos por la aventura que se integraban a cada uno de los cuerpos y formaciones. Su comandante general seguía siendo nuestro General San Martín. Recientemente ascendido a capitán general por el gobierno de Chile. Su jefe de estado mayor era el General Las Heras, quien había hecho sus primeras armas como jefe del batallón 11. La intendencia seguía a cargo de Juan Gregorio Lemos; al igual que el parque, a cargo del Capitán Beltrán.
Siendo los símbolos importantes como son. Permítanme la siguiente discreción. Sobre cómo era la bandera de esta nueva fuerza. Ya que la original, la del Ejército de los Andes, había sido enviada en custodia a la Gobernación de Cuyo. La nueva, era muy parecida a la de Chile. Solo se diferenciaba porque su única estrella central, había sido reemplazad por tres más pequeñas que representaban a los tres países comprometidos en la campaña. Obviamente, no había casualidad en la elección de los colores. Representaban con claridad el lugar donde había estado la voluntad política.
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Sé que no fueron pocas veces. No puedo recordar, ni quiero. Las veces que intenté retomar el contacto con María. Lo intente todo. Desde lo más obvio, como era el ir a golpearle la puerta de su casa. Hasta tenderles emboscadas a ella y a su mulata en los más increíbles lugares. Nada. El silencio era total. Se había cerrado a cal y canto. ¿La razón? La tenía ante mis ojos y no quería verla. Yo era un simple baqueano, cuasi letrado, devenido en soldado. Ella era una niña de sociedad, no una de la primera línea. Pero, sí la hija de un diplomático extranjero, que podía esperar cierta consideración social. Y la esperaba. Probablemente, más su padre que ella misma. Pero el hecho es que cuando éste entró en tratos para darla en matrimonio. Su vida social se encaminó hacia ese lógico rumbo. Lo que pude averiguar fue que el pretendiente era, nada más ni nada menos, que el segundo jefe del Batallón Voltígeros de la Guardia. Mejor conocido como Numancia. Y recientemente pasado a nuestro bando.
Ella no se opuso, o al menos, si lo intentó; a mí no me lo hizo saber. Al menos, no en forma inmediata. Guardó silencio por largos meses. Aunque, tiempo después, cazurramente me hizo partícipe de que algún sentimiento guardaba hacia mí. Cosa extraña esto de las mujeres que aun ejerciendo un poder total sobre nosotros. No se deciden a amarnos o a dejar en paz a nuestro corazón. Parecería ser que necesitan saberse amadas. Nunca supe si esto se debía a la natural indecisión de su condición femenina. O a especulaciones fríamente calculadas destinadas a la más perversa de las manipulaciones. Pero, el hecho grave residía en que aún sabiéndolo, o sospechando estos entuertos; yo no pudiera desalojarla de mi corazón. No porque no lo intentara. Que lo intenté. Era como una de esas estúpidas polillas. Que atraídas por la luz de una lámpara. No podía hacer otra cosa que revolotear hacia ella. Hasta morir quemadas. Sólo un dejo de dignidad me preservó de rogarle de rodillas que me amara. Por suerte, la guerra y otras circunstancias pusieron la distancia física que mi corazón necesitaba para que éste recuperara algo de su cordura. Aunque, en rigor de verdad, nunca lo lograra totalmente. Porque, como sabrán muchas de vuestras mercedes. Especialmente, aquellas que han sufrido del mal de amor. Somos en nuestras vidas lo que hace de nosotros nuestro primer amor.
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Los primeros días de agosto comenzó la carga de los bagajes de la expedición. A mediados de mes las tropas acantonadas en Quillota comenzaron su marcha hacia Valparaíso para embarcar. Los primeros navíos en zarpar fueron el “Araucano” y la “Minerva”. Lo hicieron vacíos. Rumbearon para Coquimbo donde embarcarían a un batallón de infantería creado en esa ciudad. Finalmente para el 20 de agosto. El día de cumpleaños del Director Supremo de Chile, el General O´Higgins, estaba prevista la partida del grueso. Lo encabezaría la “O´Higgins”, con el Vicealmirante Cochrane a bordo. La seguirían la “Lautaro” y la “Galvarino”. Con la “San Martín”, cerrando la formación, como nave insignia, con el comandante general de la expedición a bordo. Ese día, desde temprano, esperamos nuestro turno para embarcar. En el ínterin, nos regodeamos con el espectáculo de la flota formada en la bahía. En sus mástiles flameaban los colores blanco, azul y rojo de la bandera de Chile. Por su parte, resaltaban brillantes los cascos de los navíos. Recién pintados con vivos colores que se reflejaban en las calmas aguas del puerto. Uno a uno iban extendiendo sus velámenes y se ponían en movimiento. La luz matinal al dar en ellos acentuaba la blancura de sus arboladuras. Creando una visión extraña, casi irreal, fantasmal. Bien observadas, también, en sus cubiertas se distinguían los coloridos uniformes de las tropas de tierra. Las chaquetas azules con charreteras rojas de los granaderos, las verdes de los dragones, las rojas con charreteras amarillas de los libertos de los batallones de infantería 7 y 8.
Una vez a bordo de la “San Martín” nos quedamos en cubierta para seguir disfrutando del espectáculo. Ahora, desde el puerto partía una falúa impulsada por su única vela latina. En ella embarcaba el mismísimo general en jefe de la fuerza expedicionaria. Lo acompañaban sus generales más antiguos y queridos. El castellano, José Álvarez de Arenales, vencedor de la batalla de la Florida; y el peruano Toribio de Luzuriaga, antiguo Gobernador Intendente de Cuyo. También, se lo divisaba al General Las Heras, su jefe de estado mayor; al ubicuo Bernardo de Monteagudo, auditor de la fuerza; y al Coronel Tomás Guido, el nuevo Secretario General. A medida que, el pequeño navío avanzaba hacia su destino final, era saludado con vivas desde las cubiertas repletas de tripulantes y soldados. También, desde tierra se escuchaban exclamaciones de júbilo. Acompañado por un revolear de sombreros y pañuelos.
Antes de nuestra compra, la “San Martín” había sido originalmente un buque de transporte de tres mástiles con aparejo de velas cuadradas; y de unos 27.000 quintales de desplazamiento. Luego fue transformado en navío de línea. Vale decir en un buque de guerra. En ese carácter alineaba 64 cañones en dos cubiertas. Dada mi experiencia marinera, fue que mi impuse la tarea de acomodar a los auxiliares y soldados del estado mayor en los alojamientos previstos. De paso, les hice un paseo para que no se sintieran tan perdidos. Siendo hombres de tierra como eran todos. Mi clase les vino como anillo al dedo. Desde la cubierta principal, donde nos encontrábamos, les mostré los 16 cañones de 18 libras, que eran los de menor calibre y que se utilizaban para apoyar las operaciones de abordaje. Luego, caminamos hacia la proa. Mientras lo hacíamos les fui señalando los nombres de los palos: el mesana, el mayor y el trinquete. Llegamos a los que los marinos denominan castillo de proa. Un lugar desde donde se realizan las tareas de observación y se manejan las anclas. Todos se sorprendieron con su gran tamaño. Muy importante, les expliqué y les demostré como se usaba el retrete. Un cubículo de madera, suspendido sobre el mar, en un palo largo que salía como una lanza para adelante. Este, les dije, es el bauprés, a su vez sostenido por el beque y las amuras. Acto seguido, caminamos en dirección opuesta hasta llegar al otro extremo de la nave, donde se encontraba el castillo de popa. Otro lugar importante. También elevado y construido sobre el camarote del capitán. Les expliqué que sobre él se alzaba el alcázar. Verdadero centro de mando del buque en combate. A su vez, por encima, les señalé, se halla la toldilla. Un lugar donde se instala el capitán y sus oficiales cuando quieren tener una mejor visión de la situación. O controlar una maniobra del navío; ya que allí es donde operan los timoneles y los señaleros. De ahí bajamos por las escaleras a la cubierta de la 2da batería, donde estaban los 30 cañones de 24 libras; a la par de los camarotes de los oficiales y los pañoles de armamento y las despensas de comida. Seguimos bajando, hasta la 1ra batería, situada justo por encima de la línea de flotación. Además, de los cañones de 36 libras. Allí estaba la santabárbara, donde se guardaban las cargas de pólvora. Les expliqué que era un lugar peligroso del que convenía mantenerse alejado; ya que un impacto directo en ella podía hacer volar todo a su alrededor.
La vida a abordo transcurrió por los carriles normales. Solo alterados por la cazada de velas, por otras maniobras marineras como el atado de cabos y la infaltable limpieza de las cubiertas. A la altura de Coquimbo, supimos que la “O´Higgins” había capturado al bergantín norteamericano “Warrior”. Enviado por el Virrey del Perú, Joaquín de la Pezuela, para espiar a nuestra flota. También, recibimos un mensaje donde el Vicealmirante Cochrane solicitaba audiencia a su Comandante general.
Efectivamente, una templada noche de setiembre. Aprovechando un mar casi planchado. Y cuando la “San Martín” y la “O´Higgins” habían acortado la distancia que las separaba. Llegó un dinghy a remo, que luego de aparejarse, permitió que Lord Cochrane y su ayudante subieran a bordo. Se había acondicionado el camarote del capitán para la reunión que tendría lugar. Al efecto se habían colocado mapas, cartas de navegación y documentos. Igualmente, se habían dispuesto sillas para todos los asistentes. Se esperaba que de ella participarían; además, de San Martin y Cochrane. El estado mayor del primero de estos, y los capitanes de los principales navíos de la flota. En aras de unir lo útil con lo agradable. Se preparaba, simultáneamente, una cena mejorada para agasajar a los huéspedes y, así, compartir un momento de camaradería. Pero, conociendo como conocía a ambos personajes, sabía de antemano que la reunión no sería una fácil. Cada uno tenía sus ideas, y su carácter. Por un lado, Cochrane, más allá de todos sus pergaminos, no dejaba de ser un aventurero. Y San Martín, con toda la acción que había visto, no deja de ser un hombre prudente. Dos posturas, dos actitudes ante la vida. Todo ello, sin contar que los fines que los impulsaban; también se oponían por el vértice. El primero, buscaba la ganancia inmediata, probablemente, también su resarcimiento moral. El segundo, era un conductor de un proceso de independencia que alcanzaba su momento culminante. Para ambos, el fracaso no era una opción. A uno lo esperaba el permanecer en su descrédito. Al otro, pasar a la historia como un traidor a su Rey. Con estos antecedentes de por medio. Vinieron las discusiones operacionales. Cochrane, hombre de mar, quería una acción directa e inmediata contra el centro de poder enemigo. Vale decir sobre Lima. Sabía que no podía mantener su flota ociosa por mucho tiempo. Mucho menos bloquear un puerto, con el cual su madre patria comerciaba ilegalmente. San Martín, no era solo un militar de fuste. Era un hombre político que sabía que la mejor batalla es aquella que se gana sin combatir. El Perú, no era de lejos Chile ni mucho menos la Argentina. Que no eran sociedades tan estratificadas. Ya que en ellas no había desembarcado ningún señor, ni gente de abolengo. Muy por el contrario, especialmente, Lima era una sociedad virreinal de todo derecho. Con sus clases sociales bien marcadas; y con su consecuente, casta de resentidos. Por un lado, estaba la gran cantidad de esclavos que servían a sus amos en la capital. Por el otro, las masas indígenas postergadas del interior. Ambas mayorías ya habían manifestado, a veces violentamente, sus deseos de librarse de sus amos. En el medio estaban los criollos, que eran el elemento decisivo. Y al que San Martín quería conquistar y poner de su lado. Pero que por ahora, no se decidía. Pues, ellos veían como más conveniente para sus intereses, la preservación del status quo. Ya que temían, por un lado, una sublevación de sus dominados; y –por el otro- no estaban seguros del éxito de la independencia. Informados como estaban esperaban que la pronta llegada de la expedición que se preparaba en Cádiz, pondría las cosas en su lugar.
Pero pese a mis temores. Las veces que tuve que entrar al recinto de la reunión, para servir café, mate y otras menudencias. El clima era normal. Exceptuando la nube de humo que emanaba de varios cigarros encendidos. Se discutía, pero con respeto. Concretamente, el general quería un desembarco en Trujillo, al norte de Lima. El vicealmirante, un asalto directo contra Lima. Con el asesoramiento de Álvarez de Arenales, que era quien conocía mejor el país, se optó por desembarcar –inicialmente- en la playa de Paracas, cerca de la ciudad de Trujillo. Que estaba lejos y al sur de Lima. Para operar desde allí, en forma indirecta, contra la capital. Que era lo que quería San Martín. Reteniendo siempre, y esta era la clave del plan, la capacidad de amenazar varios objetivos alternativos desde el mar. También, sugirió Arenales y le fue aceptada, la idea de llevar a cabo una maniobra, que marchando paralela a la costa, fuera ganando la voluntad de la campiña hacia la expedición libertadora. Luego, la masa de las tropas podría reembarcarse y asaltar desde otra dirección.
Todo cobraba sentido. Especialmente si se tenía en cuenta de que el Virrey disponía de fuerzas numéricamente muy superiores a las nuestras. Por ejemplo, entre Guayaquil y Trujillo, al norte, tenía unos 3.000 hombres. En Lima, más de 10.000; en Arequipa, al sur, unos 2.500; y el Alto Perú, al este, otros 6.000. Por lo que no era una mala idea engañarlo antes que atacarlo frontalmente. También, si se analizaba la geografía. El país aparecía desconectado y dividido en regiones, que hacían difícil la comunicación mutua. Estaba, por un lado, la franja costera, que era un desierto carente de recursos; por otro, la sierra, surcada por las cordilleras Real y la Oriental; y finalmente, la zona selvática, por donde corrían los grandes afluentes del río más caudaloso de América, el Amazonas. Eran tres espacios diferenciados que merecían una consideración y un tratamiento aparte. Esa noche tarde, nuestros invitados se fueron retirando. Era menester prepararse e impartir las órdenes derivadas de tan importante reunión.
Sin ir más lejos. A la mañana siguiente nos hizo llamar el nuevo Secretario Ayudante, el Coronel Tomás Guido. Quien nos comunicó que los seis baqueanos sobrevivientes de la campaña de Chile, integraríamos la fuerza con la cual el General Álvarez de Arenales incursionaría en la sierra. Nos dijo que a él le parecía lógico. Ya que siendo hombres de montaña como éramos, lo mejor era que le diéramos una mano al general en ese terreno. A nosotros, también, nos pareció bien. Así que contentos nos fuimos a preparar nuestros aperos y nuestras armas, a la par de alguna costura en nuestras desgastadas pilchas. El resto de la tripulación y de los embarcados compartía nuestra alegría.
Finalmente, la mañana del 8 de octubre. La recuerdo bien, pues es el día del cumpleaños de Eduardo Joffré. Iniciamos el desembarco en la bahía de Paracas. A unas 50 leguas al sur de Lima, nuestro objetivo final. Y a unas 4 de Pisco, nuestro objetivo inmediato. Fuimos de los primeros en bajar, junto con el Batallón 11, a cargo del mayor Deheza, y de 50 Granaderos a Caballo, a órdenes del Capitán Lavalle; más dos piezas de artillería. Excepto por San Martín y por unos pocos privilegiados que tenían sus cabalgaduras a bordo del navío. Tanto los granaderos como los artilleros y nosotros debimos desembarcar a pie. Con nuestras monturas y atalajes en la espalda; y con los cañones cargados a brazo por los artilleros. Ya que nuestros caballos venían en un transporte naval, que aún no había llegado. Lo más rápido que pudimos nos pusimos en camino hacia Pisco, a los efectos de ganar el espacio necesario para el desembarco del grueso. Lo hicimos sin oposición. Pero, no resultó fácil. Por un lado, el calor y la humedad eran insoportables. Por el otro, nuestros pies que se enterraban hasta arriba de los tobillos en la arena de una larga playa. Desde unas rocas cercanas, unos pájaros extraños, a los que llamaba pelícanos, nos observaban. Al llegar al pueblo. Estábamos agotados. Pero, por suerte, nos informaron que acababa de retirarse el Coronel Quimper con unos 600 efectivos realistas.
Habiendo llegado los primeros. Nos enviaron a pegar unos volantes en las localidades vecinas. En ellos, se leía:
“San Martín. Cuartel general del Ejército Libertador en Pisco. Septiembre 8 de 1820.
Compatriotas: El último virrey del Perú hace esfuerzos para prolongar su decrépita autoridad. El tiempo de la impostura y del engaño, de la opresión y de la fuerza está ya lejos de nosotros, y sólo existe la historia de las calamidades pasadas. Yo vengo a acabar de poner término a esa época de dolor y humillación. Este es el voto del Ejército Libertador.”
Cuando volvimos, tarde esa noche. La fiesta de recepción estaba casi agonizando. Las más lindas ya caminaban del brazo de otros. Nos trajeron de regalo una bebida que no conocíamos. Venía en una jarra de barro, más o menos de unos cinco cuartillos de capacidad. Ancha en su parte superior y que iba afinándose hacia su base. Su contenido era claro como el agua, con un rico olor a uvas; pero que nos golpeó duro cuando la probamos. Se nos subió rápido a la cabeza. Era lo que necesitábamos. Estábamos muertos de cansancio. No habíamos tenido tiempo de festejar el cumpleaños de Eduardo.