LOS REFUGIADOS DE RANCAGUA
Estaba el Capitán Matilla, ya listo para regresar a Mendoza, momentáneamente detenido en la pulpería para comprar unas vituallas y “vicios” (tabaco) para el viaje, cuando llegó la noticia. Los patriotas chilenos habían sido derrotados en los campos de Rancagua, dos días atrás, el 2 de octubre de 1814. Para peor los realistas habían iniciado una persecución contra lo que quedaba de ellos. Por los que muchos de ellos huían como podían en dirección a Mendoza. Se decía que la propia madre de uno de los revolucionarios más encumbrados, el General Bernardo O’Higgins, se encontraba entre los desplazados. Antes tales nuevas, el capitán apreció que debía quedarse un tiempo más en Uspallata y enterarse de primera mano de lo sucedido y de las reacciones de los lugareños. El capitán no estaba errado, esa misma noche mientras cenaba, recibió un parte que le ordenaba quedarse allí, organizar la recepción de los emigrados. A la par que se lo anoticiaba que el propio Gobernador-Intendente al frente de una columna de auxilio saldría mañana para Uspallata para recibirlos en persona.
Con el arribo a Uspallata de los primeros refugiados llegaron los detalles del desastre. Como sucede con todas las derrotas militares. No todo era atribuible a una capacidad superior del enemigo, sino más bien a la propia estupidez y Rancagua en ese sentido, era un modelo. Se citaban las disputas entre los mismos patriotas como la causa principal del fracaso. De un lado, estaban los “carreristas” como se los denominaba a seguidores de José Miguel Carrera. Quien gozaba del apoyo fraternal de Juan José y Luis. Ambos con mando de tropas, y que habían entronizado a su hermano como hombre fuerte de Santiago. Ferviente revolucionario, José Miguel sumaba a la causa americana todo el peso de su fogosa personalidad y el de todos los contactos políticos que su encumbrada posición social le permitía. Del otro lado, estaban los denominados “larraines”, antiguos seguidores del depuesto gobernador, el venerado Mateo del Toro Zambrano. Entre ellos, destacaba la figura de Bernardo de O’Higgins, quien fuera el desafortunado comandante de las tropas en la batalla. Quien, vanamente había esperado la ayuda de Carrera, la que nunca llegó. A estos antecedentes. Sumaban los mendocinos la ofensa de que Carrera había desterrado a uno de sus comprovincianos, Martínez de Rozas. A la par de otras personalidades trasandinas encumbradas como las del Brigadier Juan Mackenna y la del diplomático Antonio José de Irizarri, entre muchas otras.
Luego de arreglar la recepción en Uspallata de alrededor de trescientos refugiados trasandinos, el Capitán Matilla inició la marcha para salir al encuentro de su comandante, el Coronel San Martín. Y así ponerlo al corriente de la situación que empezaba a caldearse con la llegada los primeros emigrados. La colaboración de don Enrique Joffré; así como del grupo de Fray Mendoza le había resultado de gran utilidad. De hecho, el propio Joffré hospedaría en su casa a los emigrados de mayor rango. Mientras que Alderete ya organizaba el transporte de sus enseres. Eligió el camino de la Pampa de Canota, más desolado que el del valle del rió Potrerillos, pero que era el seleccionado por la columna de auxilio, por ser el más directo entre Uspallata y Mendoza. Pese a su menor longitud, unas 30 leguas, en la práctica quedaba reservado para el uso de contrabandistas y otras gentes afines. Atravesaba una gran planicie de altura que los lugareños conocían como la Pampa de Canota. Carecía del resguardo y del agua que caracterizaban al otro camino que sendereando las márgenes del río Potrerillos entraba a Mendoza por el sur. También, había en el medio de la pampa dos explotaciones mineras: una de plomo y otra de plata. En las instalaciones de la segunda de ellas calculaba toparse con la columna salida de Mendoza dos días antes.
Por eso, al poco de andar y divisar a un montado sobre la pampa el capitán se asombró y se preguntó quién sería aquel para aventurarse por esas soledades. Al acercarse pudo ir comprobando que el solitario jinete vestía a la usanza guacha. Pero al cruzarse con éste e intercambiar algunas palabras, luego de los saludos de rigor. Comprobó, Matilla que algo no cerraba con su personaje. Estaban esos ojos azules sobre su piel curtida y ese acento extranjero difícil de definir; ya que usaba modismos que solo los lugareños empleaban en su trato coloquial. Era un inglés, o más propiamente –como el mismo se definiera- un irlandés, de nombre Stephen Naylor. Quien luego de caer prisionero durante la 2da invasión inglesa, había decidido quedarse en estas tierras, aunque no mencionó a que se dedicaba ni que hacía en esas soledades. Se despidieron y ambos continuaron por sus senderos opuestos.
Ambos cavilaron en forma similar sobre cuál sería la verdadera razón para el viaje del otro. La del militar era más evidente; pero qué hacia un irlandés en esas desiertos. Lo que no sabía uno y otro; era que sus respectivas misiones habían sido diseñadas por una mente común, nada menos que la de José de San Martín. En el fondo las dos apuntaban a lo mismo: conocer la situación real en el valle de Uspallata. Desemboque y emboque natural para el sistema de pasos que permitía el cruce de los Andes. Además, por aquella época era un centro artesanal e industrial de gran importancia donde se fabricaban carretas y hasta se forjaban sencillas herramientas de hierro. Sin embargo, ambas misiones se ejecutarían de forma muy diferente. Matilla, siendo un militar había obtenido la información oficial a través del contacto con vecinos importantes y otras autoridades legales. Mientras que Naylor, siendo un espía al servicio de San Martín, podría encontrar matices informativos vedados al militar. Tal dualidad era imprescindible en los tiempos revolucionarios que corrían. San Martín lo sabía perfectamente: si triunfaba sería un héroe, pero si fracasaba, sería considerado un infame traidor a su Rey; así que todo esfuerzo por reunir información sobre sus enemigos, el terreno y aun, sobre sus aliados era vital. Como si esto fuera poco, por aquellos días, no todos tenían sus lealtades muy decididas. Más allá de los fanáticos, los convencidos y la gente de principios que eran los menos, el resto acomodaba sus prioridades al calor de la evolución revolucionaria. Por ello, no era extraño que incluso dentro del campo patriota. Peor, aun en el mismo seno del estado mayor de San Martín, como luego se sabría, había quienes jugaban a dos puntas.
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Los emigrados se contaban por más trescientos. Algunos, los de mejor posición, habían llegado montados y seguidos por su servidumbre cargada con sus enseres, sus objetos de valor y sus valiosos archivos de correspondencia. También, había soldados pertenecientes a varios cuerpos, mal vestidos y peor armados, dando una clara muestra de indisciplina y baja moral combativa. Había entre ellos, del mismo modo, mujeres y niños que necesariamente habían dificultado y hecho más lento el avance En todos ellos se notaban los rigores del cruce. Si bien octubre no era un mes invernal, no eran raras las tormentas de nieve en las altas cumbres. Por ejemplo, el paso La Cumbre que era el que habían atravesado, por ser el más directo, superaba las 6.000 varas de altura. A esa altitud la acción del viento seco y la luminosidad implacable sol cordillerano tenían un efecto devastador sobre las partes de la piel expuestas al aire. Pese al uso de sombreros, chupallas y pañuelos, todos lucían una piel curtida y amarromada.
El ánimo general no era bueno. Aunque, a casi todos, la llegada al primer poblado de magnitud les produjo una sensación de alivio. Los moradores de la villa de Uspallata y sus autoridades se habían congregado para recibirlos. Los vecinos ofrecían lo que tenían a sus hermanos trasandinos. El alcalde los tranquilizaba, dándoles detalles sobre la columna de ayuda enviada desde Mendoza. Sin embargo, nadie pudo dejar de notar la presencia de José Miguel Carrera. Se destacaba, no solo por su natural prestancia, que fue el comentario de la platea femenina allí reunida. Sino, también, por sus duros y ácidos comentarios contra sus rivales políticos y la situación en general. Enrique Joffré que lo conocía de tiempo atrás; y era quien lo alojaría en su fundo, trataba de calmarlo dándoles las mejores explicaciones posibles mientras cabalgaban en dirección a San Alberto, distante unas dos leguas de la villa. Se les había sumado Fray Mendoza, quien compartía con José Miguel sus juicios terminantes y por momentos apocalípticos sobre la libertad americana.
_ Son todos unos inútiles, buenos para nada, hubiera usted visto, don Enrique, a ese nabo de O’Higgins en Rancagua, una verdadera desgracia, para colmo de males el párvulo pretendía que yo, apoyara su estúpida osadía. Lo único que ha logrado es hacernos echar a todos. Emigrados, mire usted, gente de nuestra clase pasando por estas cosas. Si ese improvisado simplemente me hubiera escuchado... _ Concluyó en tono casi dramático el más conocido de los Carrera.
_Bueno, José Miguel, comprenda usted que con los tiempos que corren nadie está libre de pasar por estas peripecias. Además, me dicen que el Coronel San Martín que es nuestro nuevo Gobernador-Intendente, vine así aquí a la cabeza de una tropa de auxilio. _ Sostuvo en tono conciliador don Enrique.
_ Supongo que ese San Martín sabrá a quien recibe; ya debería estar aquí o es que no reconoce a gente de rango cuando la tiene delante. Yo soy la máxima autoridad chilena...
_ En el exilio. _ Acotó con picardía Fray Mendoza.
_ No se preocupen ustedes que en la primera oportunidad le dejaré en claro a ese coronel quien manda.
Ante la dura advertencia, ninguno de los presentes se atrevió a contradecir al autor de esas palabras, el carismático José Miguel Carrera. Claro, nadie conocía ni tenía idea del destinatario de esta advertencia, a quien consideraban un funcionario mas enviado por Buenos Aires. Si aunque solo hubieran tenido una noción limitada de la personalidad de don José. Habrían sabido que se avecinaba una tormenta; ya que éste no era un hombre fácil de arrear. Tampoco, en consecuencia, podían siquiera intuir las graves consecuencias que la actitud del chileno tendría sobre sus propias vidas en un futuro cercano.
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La polvareda levantada por las cabalgaduras sobre el seco suelo de la pampa fue la mejor alerta para Matilla de la aproximación de la columna de apoyo. Era evidente que habían marchado a muy buen paso, dado lo adelantado de su posición. El capitán tendría que apurar el suyo si no quería verse anticipado por su coronel. Así lo hizo, aunque solo logró llegar unos momentos antes que la vanguardia compuesta por un escuadrón de los Cívicos Blancos, que eran parte de la milicia provincial mendocina. Inmediatamente detrás y a la cabeza del grueso, montado en una gran mula tordilla, venía el Coronel San Martín. El grueso, básicamente, estaba compuesto por una tropa de mulas cargueras con víveres y enseres diversos, así como caballos y mulas de silla para los emigrados.
San Martín vestía una camisa de bayetilla blanca y los pantalones de montar con refuerzos de cuero de origen ruso que había comprado para su querido Regimiento de Granaderos. Completaban el atuendo una chupalla de paja con un aro de seda negro y un pañuelo de sudar anudado al cuello. Sobre el borren delantero de su montura doblado un poncho de vicuña marrón claro. En el trasero dos maletas de cuero y lona y sobre ellas un correaje de cuero con un impresionante sable de estilo morisco. A ambos costados dos pistolas de chispa, listas y cebadas. Se apeo tranquilo, mientras se acomodaba su ropa luego de la pesada marcha. Uno de los arrieros le acerco un chifle de vino que el rechazó con un ademán y acto seguido procedió a desatar el suyo propio de un costado de la montura, pero que estaba lleno de agua. Luego de un largo sorbo, ya con Matilla a pocos pasos, el coronel lo miró y lo invitó a hablar. En pocas y concisas frases, tal como le había recomendado su jefe, el capitán relató los pormenores de los últimos días. Remarcó especialmente la buena disposición de don Enrique Joffré, aunque enunció algunos reparos sobre el activo grupo de Fray Mendoza que pese a su entusiasmo no se mostraba muy dócil. Tampoco, obvió su impresión sobre José Miguel Carrera, aunque sin cargar muchos la tintas, ya que –otra recomendación- el coronel solía montar potro cólera con cierta facilidad. San Martín extrajo un reloj de su bolsillo consultó la hora y preguntó a cuanto estaban de Uspallata. Matilla sostuvo que tres horas de marcha serían suficientes. El trompa de órdenes que seguía a San Martín, luego de una indicación de esté tocó las notas de prepararse para continuar la marcha.
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Hacía dos días que las actividades en las casas eran intensas. Bajo la batuta experta de Doña Tomaza Albarracín de Joffré. Había que tener todo dispuesto para recibir a lo mejor de los emigrados chilenos, y entre ellos, a los hermanos Carrera. Con amplia fama de exigir en el trato para con ellos las dignidades que correspondían a gente de su alcurnia. Había pelotones dedicados al hermoseo externo de los jardines, al lustre de la platería, a la limpieza general, y a la preparación de los manjares que integrarían el vasto menú, porque aquí no se hacía nada importante sin una gran comilona. Yo por mi parte, estaba muy contento no solo por romper la dura monotonía de mis tareas rurales, sino porque podría tener la posibilidad de estar cerca de la casa de los Joffré. Mi pelotón, estaba bajo el mando de Eduardo Joffré y tenía a su cargo servir de auxilio a las cocineras en la preparación del plato principal del almuerzo: carne a la masa. No sé si vuestras mercedes están familiarizadas con las especialices de la cocina mendocina. La carne a la masa es un arbitrio culinario cuando se deseaba garantizar la ternura mediante la cocción lenta de una gran porción de carne. Para ello, grandes trozos de ella se envuelven, una vez especiados, con una masa simple hecha de agua, harina y sal. La cocedura se llevaba a cabo en un pozo especialmente preparado y caldeado con grandes piedras calientes. Depositado allí, al bolo de carne envuelto en masa es dejado por varias horas. Retirada la masa, se corta la carne en rodajas y se la sirve acompañada de papas asadas y vegetales. Nuestra primera tarea fue la de seleccionar, matar y proceder carnear un novillo adecuado.
En eso estábamos, cuando el ruido característico de las ruedas de un carruaje en aproximación nos hizo detenernos y concitar la atención en él. No era un carruaje mas, como los toscos que solíamos ver en Uspallata. Las carretas de grandes ruedas que fabricaba el Negro Alderete. Este era distinto. Era una berlina de caja cuadrada, piso en forma de bote, de cuatro plazas, tirada por cuatro espléndidas mulas arnesadas a la limonera. No tenía elásticos, pero estaba suspendida en sopandas de cuero. Lo que le daba un andar un poco más sereno en aquellas huellas cordilleranas. Pero las sorpresas no terminarían ahí. Una vez detenido el vehículo. Su conductor, que no iba en pescante sino cabalgando uno de los mulares, nos gritó, si esta era la senda para la villa de Uspallata. Luego de que contestáramos todos por la afirmativa, la puerta lateral de la berlina se abrió para dar paso a su extraña dotación. El primero en descender fue un hombre de unos 40 años. Vestía una pulcra cazadora de color verde, breeches color tiza, con botas de montar y sombrero de felpa al tono. Acto seguido, descendió una mulata clara, también, cuarentona. Probablemente una esclava con funciones de haya. O algo más, dada la calidad y el colorido de su vestuario. Bastante mejor que el de una persona que desempeñara esa tarea servil. Finalmente, hizo su aparición una niña que por aquel entonces tendría unos doce o trece años, pero que era ya un prometedor anuncio de la belleza que se convertiría más tarde. De inmediato llamaron la atención de todos y de mí en particular, aquellos ojos de un azul profundo; y que le daban a su mirada el aspecto de una engañosa limpidez. De contextura pequeña y delgada, llevaba su ensortijado cabello negro sujeto en una única trenza. Con la que, de tanto en tanto, la alisaba con sus manos. Trayéndola desde su espalda hacia uno de sus lados. En un gesto de inusual sensualidad.
Todos ellos, luego de estirar sus piernas por lo que parecía haber sido un largo viaje acomodaron sus ropas y embarcaron para proseguir viaje. En el rostro de María, asomado a una de las ventanillas, se dibujaba una sonrisa que aun hoy no puedo explicar. Demasiado intencionada para pertenecer a una niña; aunque tampoco era la de una mujer hecha y derecha. Mitad humana mitad angelical. Los arres y otras imprecaciones irrepetibles del postillón rompieron el encanto en el que me encontraba. Por unos instantes, me quede al costado del vado inmóvil. Enamorado hasta los tuétanos viendo alejarse al carruaje que conducía a la que sería mi eterna amada. Cuantos males me hubiera ahorrado a mi mismo el haber anticipado el carácter traicionero de aquella mirada y de aquella sonrisa. Como averiguaría después. Se trataba de María, hija única de Joel Roberts Poinsett, el agente especial y de negocios de los Estados Unidos de Norteamérica para con los nacientes gobiernos de la América del Sur. Era, asimismo, amigo de los Carrera: Y por ello enemigo potencial de mi jefe, el Coronel San Martín.
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Más de lo que ellos mismos hubieran aceptado, mucho era los que aquellos tres hombres tenían en común. Los tres rondaban los treinta años, dos de ellos habían adquirido amplia experiencia militar en la Península y los tres la habían reafirmado, aunque con distinta suerte, en territorio americano. Y lo que era más importante, se sentían llamados a grandes destinos y no estaban dispuestos, así como así, a aceptar órdenes de otro. José Miguel Carrera Verdugo era el más joven del trío, con sus 29 años recién cumplidos. Por su parte, Bernardo O’Higgins y José Francisco de San Martín Matorras tenían 36, siendo el segundo unos meses mayor que el primero. De la lectura de sus apellidos y siguiendo la usanza española, el hecho de que O’Higgins utilizara uno solo, en su caso el paterno, lo colocaba en la sospechosa categoría de hijo natural. Tal era su caso, aunque atenuado por el hecho de ser hijo de un grande de España: Ambrosio O’Higgins, Marques de Osorno, aquerenciado de María Riquelme Meza, cuando fuera Gobernador de Chile. De los otros dos, José Miguel era el de mejor prosapia; ya que era hijo de Ignacio de la Carrera y Cuevas y Francisca de Paula Verdugo Fernández de Valdivieso y Herrera, uno de los mayores terratenientes trasandinos. Mientras, que José Francisco, como todos sabemos, era el hijo de un coronel español al servicio de la oficina del Teniente Gobernador de Corrientes, afincado en un pueblito perdido llamado Yapeyú.
Pasando al tema de la experiencia militar la situación era más o menos esta: Carrera y San Martín habían hecho sus primeras armas en las sucesivas coaliciones europeas contra Napoleón. Carrera había alcanzado el grado de Sargento Mayor en el Regimiento de los Húsares de Galicia, lo que no era poco para un criollo. Pero, podría decirse que San Martín había hecho algo similar aunque con mucho mayor brillo; ya que había sido condecorado con una medalla de oro y ascendido de teniente coronel por su valentía en la batalla de Bailén. O’Higgins, al contrario de los dos anteriores, sólo poseía experiencia militar americana producto de haber dirigido las luchas iniciales contra el poder español en Chile. Donde sí se marcaban diferencias importantes era en el pasado cercano. Tanto Carrera como O’Higgins acaban de ser derrotados política y militarmente en Chile. A consecuencia de ello, habían huido hacia el exilio. Por el contrario, San Martín era un ganador, pues había vencido a los peninsulares en el combate de San Lorenzo. También estaba el tema de su supuesta defección del Ejército de Norte, pero es otro tema que ya les explicaremos a vuestras mercedes, y aquí no hace al cuento.
El tema de las ideas políticas era más complejo. Si bien todos eran independentistas, lo eran cada uno a su manera. A San Martín no se le conocían grandes ideas políticas. Por el contrario, Carrera era considerado un liberal hecho y derecho. Por otro lado, tanto San Martín como O’Higgins soñaban con una Patria Grande, que al igual que los Estados Unidos de Norteamérica, agrupara en una gran confederación a todos los pueblos americanos. Carrera, por su parte, era más localista y bregaba por un Chile totalmente independiente. Paralelo a las ideas políticas estaba el espinoso tema de las sociedades secretas, de las logias masónicas que estaban detrás de ellas. Muchas especulaciones habrán leído y escuchado vuestras mercedes sobre este tema. No es este el momento para referirles todo lo que terminé aprendiendo a golpes sobre un tema que hubiera preferido ignorar. Baste decirles que en la América española de mediados del siglo XIX las logias y demás sociedades secretas eran un mal necesario, si es que hay algún mal que pueda serlo. Una sociedad fraccionada y dividida como aquella, con más de diez clases sociales cerradas, donde un criollo no podía aspirar a casi nada. ¿Quién podría culpar a esos jóvenes criollos por querer un poco de ayuda para remediar una situación que era a todas vistas injusta? Por supuesto, pegado al anterior, estaba el tema de la intromisión inglesa, ya que casi todas las logias tenían su origen en las Islas Británicas. Pero, también estaban las asociaciones de los liberales acérrimos de la Península, con sus complots y todo lo demás.
Pasando a cosas más pedestres. Le cuento que el menú era el tradicional de esas tierras. Para empezar empanadas de carne y cebolla picadas a cuchillo cocidas en el horno de barro. Para seguir, y como platos principales: carne a la masa y chanfaina de choique a elección de cada comensal. De postre, una porción de queso con dulce de damasco cocinado al sol. Todo regado con un vino patero de baja graduación alcohólica pero de sabor agradable. La recepción de los invitados por parte de los dueños de casa se inició en la sala donde se los saludaba, mientras la servidumbre tomaba sus sombreros y abrigos; ya que a la noche refresca en Uspallata. Luego, se les ofrecía una copa de jerez, complementada por una variedad de aceitunas negras y verdes en distintas formas de preparación. De esta forma, de pie, los invitados disertaban y entraban en confianza entre ellos. Se sabía que la tenida podía ser difícil. Así que don Enrique y doña Tomaza, como dueños de casa que eran, habían extremado las medidas para crear un clima agradable. Los primeros en llegar fueron Fray Rodolfo Mendoza con algunos de sus “acólitos”, el boticario Ciro Selser y el empresario de carretas Alderete. También, puntuales llegaron el Capitán Matilla y el Capitán Naylor. A continuación, bajaron del piso superior don Bernardo O’Higgins acompañado por su señora madre y su hermana. Justo a tiempo para recibir los saludos de don José de San Martín, quien acababa de entrar y se estaba sacando su poncho de vicuña peruana. El que se hizo esperar fue José Miguel Carrera, que pese a hospedarse en la casa de don Enrique, se las había arreglado para ir al pueblo con una excusa para hacer una entrada tardía. Efectivamente, así fue. Ingresó al salón, José Miguel seguido por sus hermanos, el mayor Juan José, y el menor Luís. El inmediato silencio que siguió a su entrada y la atención de todas la miradas parecieron justificar el ardid.
El vestuario de los tres invitados principales acentuaba las similitudes y las diferencias del trío. San Martín vestía el uniforme más humilde de todos y que él mismo había diseñado. El de coronel de granaderos a caballo. Compuesto por chaqueta azul oscuro con bordados, hombreras y botones dorados. Pantalones y botas de montar con una línea dorada al costado de los primeros. Cinturón de cuero blanco con una hebilla de plata con una granada gravada en ella. Su condición de comandante del cuerpo le permitía vestir una faja celeste rematada con borlas de hilos de oro. Pero, que en esta ocasión no la lucía. Por su parte, O’Higgins lucía chaqueta azul con cuello rojo con hombreras doradas, sujetado por una faja con los colores de la bandera chilena que el mismo había creado y reemplazado a la diseñada previamente por Carrera. Breeches blancos con adornos dorados y un par de botas cortas color negro completaban su atuendo. El más llamativo de los tres, congruente con la personalidad de quien lo portaba, era el de Carrera. Estaba enfundado con el uniforme de los húsares de estilo húngaro, a los que había pertenecido en España. Cazadora verde, con grandes lazos bordados en oro entrecruzados sobre la pechera y un alto cuello rojo. Completaba su vestuario una gruesa banda de bordes rojos con incrustaciones en plata repujada.
El resto de los invitados vestía atuendos acordes con sus profesiones y rango. Por ejemplo, don Eduardo Joffré lucía una sencilla chaqueta de montar de pana color negro, un breeches verdes y unas botas estilo “Wellington”. Fray Rodolfo llevaba su tradicional hábito dominico blanco con una casulla negra, con un rosario de cuerdas como cinturón. Dicho sea de paso, un poco más aseado que de costumbre, con sandalias de cuero. La tonsura que era obligatoria para los de su orden religiosa. Como otras tantas regulaciones, no era observada por el fraile dominico. A las que consideraba inútiles. Esta se había hecho conocida en el mundo, y especialmente en América, por su apego al mundo de las ideas. Por ejemplo, los grandes pensadores Francisco de Vittoria y Bartolomé de las Casas habían vestido la cruz blanca y negra que los identificaba. También, era bien conocida por aspectos menos benévolos. Como su participación en los tribunales de la Santa Inquisición. Las pocas damas presentes seguían la moda de aquellos días: largos vestidos que se ceñían ajustados en la parte inferior del busto para remarcarlo y luego caer acampanados hacia abajo. Los bordes de los generosos escotes, al igual que las mangas y los dobladillos estaban adornados por tiras de encaje inglés u holandés. También, a veces, largos lazos de muselina caían desde el busto hasta casi los tobillos para realzar los movimientos de la figura femenina. El frió de la noche uspallatina obligaba a las presentes a tener sobre los hombros mantillas blancas o rozadas tejidas al crochet.
Una vez hechas las presentaciones de rigor los invitados se agruparon por afinidad. Los hombres se congregaron en torno de los militares de mayor graduación para hablar del tema del momento: una posible invasión realista a Mendoza. Mientras que las mujeres, en el otro extremo del salón, departieron sobre temas más mundanos como la escasez de puntillas y de buenos jabones de olor en la ciudad de Mendoza. José Miguel rompió el silencio con una dura declaración como era su costumbre:
_Soy de opinión que las autoridades militares de esta provincia pongan la mayor diligencia posible en la preparación de su defensa militar. Sería lamentable para nosotros tener que repetir los amargos momentos que siguieron a nuestras desinteligencias en torno a Rancagua.
_Me han referido que ese tal Mariano Osorio es hombre de empresa. _ Sostuvo don Enrique en alusión al Gobernador de la Capitanía General de Chile, vencedor de la batalla de Rancagua, y demostrando un inequívoco apoyo a las palabras del trasandino.
_No hay tiempo que perder... las revoluciones mueren cuando pierden impulso. Ya sabemos lo que nos ha hecho Fernando, mal llamado por todos nosotros “El Deseado”; cuando se ha visto seguro y tranquilo en su trono, ha borrado de un plumazo a “La Pepa” y dicen que se apresta a mandar una expedición aquí que contaría con el apoyo de otros monarcas reaccionarios. _ Fue la tirada de Fray Rodolfo Mendoza.
_No están los aún los medios listos para tal empresa. _ Sostuvo serio el Coronel San Martín.
_Pues deberían estarlo. _ Fue la dura réplica del más famoso de los Carrera.
_Si así opina vuestra merced, le aconsejo que no desempaque y siga viaje hasta Buenos Aires. _ Tranquilo retrucó el coronel argentino.
_Pero mire usted que descaro. Mal recibidos hemos sido, pero sepa coronel que aunque derrotados represento a lo mejor de mi patria.
_Si han sufrido algún inconveniente usted y los suyos sepa disculparnos... Pero en cuanto a la estrategia de guerra, aquí soy yo el único responsable...
_Palabras, palabras. Interrumpió Carrera. Ya veremos que tiene que decir al respecto su Director Supremo...
Se hizo una pausa de silencio, ya que todos conocían la estrecha amistad que unía a José Luís Carrera con Gervasio de Posadas, actual titular del directorio de las Provincias Unidas; y principalmente con Carlos María de Alvear la mejor espada de la revolución por aquellos momentos, y enemigo acérrimo del Gobernador Intendente de Cuyo.
La respuesta de San Martín buscó ser lo más calmada posible, aunque signos de tensión se filtraron en su discurso: “Mire, Carrera puedo entender su frustración; pero justamente, creo que nuestras derrotas han sido fruto de nuestra precipitación y mala preparación. Sino mire usted hoy: Bolívar exilado en Haití, Morelos ejecutado en Méjico y usted emigrado... Aquí estamos haciendo lo posible para hacer las cosas con seriedad. Hemos tenido que empezarlo casi todo desde abajo. Desde el reclutamiento, pasando por el equipamiento y siguiendo por los planes de operaciones...”
_Coronel, ¿cuáles son esos planes si se puede saber? _ Interrumpió Fray Mendoza, molesto por lo que entendía eran excusas y falta de fervor revolucionario.
_ ¿Pregunta usted por los planes? _ Sonrió con cierta sorna San Martín. Por supuesto que los tengo, pero no pretenderá que se los cuente a usted aquí Padre, usted comprenderá... Lo único que puedo decirle es que por el camino del norte nada se conseguirá y que Lima debe ser el objetivo de nuestras acciones, ni Santiago, ni mucho menos Mendoza...
_ ¿Comprender? Claro que comprendo. _ Sostuvo con sardónica ironía el dominico.
Viendo que la cosa iba de mal en peor, Don Enrique decidió intervenir, invitando a los presentes a sentarse a la mesa que efectivamente estaba lista. El resto de la cena transcurrió por los cánones normales de la cortesía y el protocolo, aunque resultó aburrida en opinión de las damas presentes. Excepto por algunas preguntas de cortesía por parte de Dona Tomaza por la vida y salud de Mercedes Remedios, la reciente esposa del Coronel San Martín, fue poco de lo que se habló en la mesa esa noche.
Mucho más jugoso resultó el descifrado del despacho secreto al que los agentes de San Martín tuvieron acceso:
De: SEGISMUNDO.
Para: BASILIO.
MENSAJE: 13-14
Texto: PLANES DE SAN MARTIN PARA AVANZAR HACIA PERU. SERIAMENTE RETRASADOS. EN CAMBIO, APRECIO QUE SU CAPACIDAD DEFENSIVA PARA ENFRENTAR ATAQUE DESDE CHILE SUSTANCIALMENTE MEJORADA. GRANDES PREPARATIVOS EN CAMPAMENTO MILITAR AL NOROESTE DE MENDOZA. DESCONOZCO FECHA EN QUE DICHAS FUERZAS SE ENCONTRARAN EN CONDICIONES DE EMPRENDER LA OFENSIVA.
SOLICITO AUTORIZACION PARA HACER CONTACTOS CON CACIQUES MAPUCHES LOCALES A LOS EFECTOS DE OBTENER INFORMACION AL RESPECTO.
DIOS SALVE AL REY.
Sepan vuestras mercedes disculpar la presente discreción, pero sucede que el pequeño incidente que les pienso relatar fue mi primera “acción” de guerra, si así puede ser llamada. Estaba en el patio de servicio que daba a las caballerizas colaborando con la cocción de la carne a la masa, aunque como ustedes pueden haber deducido, mi secreta intención era la de tener una nueva visión de María. En eso estaba, aunque sin mucho éxito, cuando algo atrajo mi atención. Un hombre salió al patio, llamó a uno de los mozos que estaban en los palenques, y con gran sigilo y silencio le entregó un papel y le dio instrucciones al oído. Relatado esto a mi tío, Juan Estay, recibí la orden de alistar mi caballo y junto con los dos hermanos Joffré, salir detrás de aquel mozo, con la firme esperanza de que se detuviera en Uspallata antes de rumbear para algún lado más lejano. Efectivamente, así fue, y el mozo decidió que, más allá de la premura impuesta por su amo, era necesario poner algo entre su pecho y su espalda antes de salir para su destino final. Fue relativamente fácil que los hermanos Joffré lo convencieran de tomar unas copas de grapa. A mí me tocó la parte difícil. La de revisar sus maletas y dar efectivamente con la hoja de papel que Juan Estay me había señalado debía buscar. Tuve que esperar que se descuidara, después de 4ta o 5ta copita de grapa, agacharme, gatear bajo la mesa, abrir las maletas, encontrar el papel, salir del salón, y copiarlo en la trastienda; para luego volver a colocarlo en su sitio. Claro, era uno de los pocos que sabía mis letras, no aquella jerigonza que no entendía pero que me limite a copiar en otro papel.