domingo, 1 de mayo de 2011

CAPITULO XI



IDA Y VUELTA A LONDRES



Tal como nos explicara en sus clases de historia Fray Mendoza. No hay hombre grande para sus sirvientes. No sé si mi jefe Álvarez Condarco lo era. Creo que no. Por todo lo que le hizo al General San Martín y a nosotros. Tampoco me pareció grande cuando lo vi revolcarse entre sus vómitos, o aferrado a los senos de una vieja ramera, en algún tugurio londinense. Vuestras mercedes, luego de su asombro, se preguntarán que hacía este aprendiz de baqueano en aquella capital europea, aquel frió y húmedo verano de 1818.  Lo de mi jefe es más fácil de entender, así que empecemos por él. Sucede que había sido comisionado por los gobiernos de Santiago y de Buenos Aires para la compra de buques de guerra y para contratar a sus respectivas tripulaciones. Y como si esto fuera poco. Dar con el hombre que pudiera ponerse los galones de almirante de esa nobel flota. Escuadra que tendría a su cargo, entre otras tareas, la de llevar la fuerza expedicionaria que preparaban San Martin y O´Higgins para liberar Perú. No sin antes, haber liberado el Puerto de Talcahuano que no podía ser tomado por tierra; y lograr –en el camino- el dominio de esa parte del Océano Pacífico. Yo, por mi parte, estaba como peludo de regalo. Vale decir, mi jefe al verme triste por la muerte de Coliguante, había decidido que la mejor manera de levantarme el ánimo era llevarme consigo en esta importante comisión. Simplemente, como su asistente. Al principio, todo pareció funcionar de maravillas. Sumado a la novedad, que era para mí, aquel largo viaje por mar. Pero fue llegar a aquellas tierras extrañas y frías para que empezaran mis problemas.
Obligados a visitar diversas ciudades, puertos en su mayoría. Mi jefe se entrevistaba con una larga lista de armadores, marinos y corsarios. Muchas veces en lugares de mala muerte, donde pululaban pescadores, mujerzuelas, refugiados y emigrados. En resumen, chusma portuaria y gente de toda laya. Allí, los lugares de reunión obligados eran lo que los locales llamaban pub. Casi todos ellos tenían nombres evocadores como: The Old Smuggler, The Blind Beggar o The Dead Lamb. En realidad, no eran más que una especie de taberna, más pequeña que las nuestras, peor iluminadas, donde no se servía gran cosa para comer; pero esto si hay que reconocerlo, estaban muy bien abastecidas de todo tipo de bebidas alcohólicas. Hablando de alcohol, nuestro jefe se había aficionado por la cerveza negra guiness. A la que cortaba con algunos tacos de gin. A mí me convidaban, en la mayoría de los casos, con un cuartillo de sidra. Lo que estaba más que bien para mí. Porque parecía ser que ningún beodo quiera beber solo, o lo que es peor, en compañía de un sobrio. Sin importar su edad. Pero, lo que me tenía particularmente molesto esa noche, no era que se encontrara entonado como ya era habitual. Si no, porque esta vez debía entrevistarse con un marino importante. Uno que por su experiencia y jerarquía podría a llegar a calzarse con holgura las charreteras de almirante de nuestra naciente armada. Habituales, como nos habíamos convertido del Black Fray, su dueño nos tenía reservada una pequeña habitación en la parte alta del establecimiento. Nuestros invitados llegaron puntuales.
Thomas Cochrane, como después supe que se llamaba el marino de mayor graduación, era por aquel entonces un hombre de unos cuarenta años. Vestí con elegancia, aunque no desprovisto de cierto atildamiento exagerado. Probablemente, su historia personal lo explicara, y hasta lo justificara. Un marino que a los 26 años hubiera capturado, por propia iniciativa, un importante navío enemigo; y que pocos años después fuera expulsado de esa misma armada acusado de cometer un escandaloso fraude. Creo que podía permitirse cierta originalidad en el vestir. Respecto, de lo que a vuestras mercedes les interesa. Les digo que aquel hombre estaba tan deseoso de entrar en acción, y recobrar su buen nombre. Que aún la incoherente exposición de mi jefe fue lo suficientemente convincente como para persuadirlo. Al poco de iniciada la conversación estaba claro que estaba dispuesto a todo. Los términos del contrato eran más que generosos. Lo mismo que las escasas limitaciones que al futuro almirante se le imponían. Todo ello con el correr de los acontecimientos, sería, como era de prever, fruto de desavenencias entre el marino y nuestro comandante general. Pero era algo que a Álvarez Condarco ya no le importaba; y de lo que nosotros no podíamos darnos cuenta. Con un apretón de manos el trato quedó sellado. Y acordamos encontrarnos la semana entrante. Del otro lado del canal. En el puerto francés de Boulogne-sur-Mer. Sólo en dos cosas el marino escocés fue inflexible. En su idea de viajar con su familia. Y en que lo hiciéramos en el barco que el mismo; y otros tripulantes habían contribuido a adquirir, para nuestra flota. Tengan en cuenta vuestras mercedes. Que su orgullo era tal. Que en todas estas conversaciones, cada vez que alguien lo confundía con un inglés; replicaba con un corto y seco: “No soy inglés, soy escocés”.


***


Primero lo vimos a él. Thomas Cochrane nos esperaba encabezando su pequeña comitiva. El vestía una chaqueta naval, con una doble fila de botones dorados, aunque sin indicaciones de rango. Sobre un pantalón blanco, también de características marineras. Con la luz matinal lo pude calibrar mejor que aquella noche en la taberna. Se destacaba no solo por la altura. Que era bastante superior al promedio. También, por el extraño color de su pelo. Entre rubio y rojizo. Sus ojos azules, su nada despreciable nariz. Y por su blanca piel, castigada con pecas y con arrugas. Seguramente, producto de su larga exposición a los elementos marinos. Atrás, se divisaba una pila de baúles y otros enseres de viaje. Uno de los marinos profesionales que lo habían escoltado aquella noche en el Black Fray lo acompañaba, ahora, como su secretario personal. Además, había dos mujeres jóvenes. Una de ellas vestía la cofia característica de su oficio; y, en ese momento, llevaba a un niño pequeño en sus brazos. Deduje que se trataba del hijo menor de los Cochrane. Nos enteramos, luego, que llevaba como segundo nombre, “Bernardo”. En honor a nuestro Director Supremo, Bernardo de O´Higgins. Un pequeño ejemplo, de que cuando su padre apostaba por algo. Ponía todas las fichas a ganador.  Lo otra, era una bella mujer, que estaría en sus veinte. Rápidamente, me di cuenta de que se trataba de su señora esposa. Más concretamente, Katherine Frances Corbet Barnes. Para nosotros, cuando entramos en confianza, Kathy. Por sus repetidas órdenes a su hijo mayor, supe que le decían Tom. Un chico de unos 5 años de edad. Detrás de ellos se destacaba nuestro navío. Digo nuestro, porque después de las numerosas didácticas explicaciones de don Cochrane y de los tres meses largos de navegación, creo tener el derecho de decir “nuestro navío”. La “Rose” era una vieja corbeta con largos años de servicio en la Armada Británica. Pero, pese a su antigüedad estaba magníficamente equipada para la guerra. Para tales fines contaba con dos baterías, una baja que disponía de 22 cañones de 18 libras; y una superior que alineaba a 14 de 12 libras. Como si esto fuera poco, que no lo era, armaba otros 4 cañones largos de 18 libras en su proa. Había sido comprada, en parte con los dineros entregados por el gobierno de Santiago de Chile a Álvarez Condarco; y en parte, por dinero aportado por el propio Cochrane y por sus tripulantes. En realidad, una inversión que esperaban recuperar con creces mediante sus actividades corsarias. La comandaba el Capitán de Corbeta John Illingsworth, veterano con 17 años servicios en la Armada de su Majestad Británica. Servían en ella dos oficiales y unos 80 marineros. La orden de nuestro gobierno era bautizarla como “Los Andes”. A todos los efectos, se llegó a una transacción con sus antiguos patrones. Que querían mantener su antiguo nombre. Y sería conocida, por la posteridad, como “La Rosa de los Andes”.
Luego de los saludos y presentaciones de rigor. El contramaestre, un irlandés de grandes bigotes y cara amigable, nos hizo indicaciones de que podíamos embarcar. Así lo hicimos. Primero, Lord Cochrane, su familia, su secretario, su servidumbre; y nosotros. Cuando digo nosotros debo aclarar que mi jefe, don Álvarez Condarco, había decidido permanecer en Londres. Según su propia versión. Asuntos de negocios lo retenían. O al menos eso nos dijo. En su reemplazo y como guía, iba Antonio Álvarez Jonte. Un joven abogado quien, además, de la de Cervantes hablaba fluidamente la lengua de Shakespeare. En lo sucesivo, ocuparía su lugar y sus funciones. De buen talente y carácter. Lamentablemente carecía de la salud de hierro que este cargo requería. Ya que pasó la mayor parte de la travesía postrado en su litera. Los Cochrane ocuparon el camarote principal, gentilmente cedido por el Capitán Illingsworth, en gesto de deferencia para quien había sido su superior. Y que ahora, también, era su empleador. Mi nuevo jefe compartía un camarote menor con el secretario del Lord. Y como vuestras mercedes se habrán imaginado correctamente. A mi tocó compartir un coy en las entrañas de la nave con uno de los grumetes.
Pero antes de seguir creo que puede resultar interesante que nos detengamos para hacer una pequeña digresión. Sobre la forma muy distinta, en la que nosotros los criollos sudamericanos encarábamos estas empresas. A como lo hacían nuestros aliados circunstanciales, estos marinos anglosajones. Mientras que para nosotros todo era cuestión de honor, de hacer las cosas como Dios manda. Para los hijos de la Albión, la cosa era muy distinta. Muchos más prácticos ellos. En principio, no veían mal eso de mezclar el deber con la utilidad. Así que mientras hacían la guerra en nombre de su Real Monarca, bien podían engrosar su peculio personal.  Algo despreciable ante nuestros ojos señoriales. Por eso mismo, nosotros no olvidábamos de rociar todas nuestras “santas” intenciones con abundantes Pater Noster y agua bendita como para tranquilizar a las conciencias más sensibles. Más allá del hecho concreto de que el diablo terminaba metiendo la cola siempre. Y en nombre de grandes palabras, nuestros jefes, acabaran casi siempre, justificando la peor de las trapisondas. Mientras que ellos, si bien quemaban su incienso a cosas más inferiores, como la libertad de comercio o la libertad de prensa. Pero, que en definitiva funcionaban un poco mejor. Tal vez, por aquello de que una religión mediocre que se practica es mejor a una excelente que no se la ejerce.
El viaje fue largo. Por momentos entretenido, aunque debo reconocer que el aburrimiento fue su característica principal. La proximidad y los largos momentos pasados en común fueron borrando las barreras entre la tripulación y nosotros; y entre nosotros y los Cochrane. Mi nuevo jefe hablaba un perfecto inglés, por lo que por ese lado estábamos cubiertos. Yo por mi parte, me fui convirtiendo de a poco en el compañero natural de los juegos de los hijos del matrimonio. Muchas veces, los tripulantes, y hasta el mismo contramaestre hicieron lo posible para facilitarnos las cosas. Además, y por sobre todos los eventos, estaba la rutina de la vida marinera con sus toques, sus guardias y tareas. Siendo mi naturaleza la de una persona activa, me pareció prudente ofrecerme para cuanta actividad me creía en capacidad de ayudar. Esta fue una buena decisión; ya que me permitió, a la par de aprender algo de ese difícil oficio, ganarme la confianza de hombres claves de la tripulación. Por ejemplo, ayudaba en las guardias, gritando: Sail! Cada vez que divisaba una vela en el horizonte. O les echaba una mano cuando había que reparar, cobrar o ceñir velas. Por supuesto, que debo haber limpiado varias veces la superficie de Uspallata, traducida en cubiertas de la Rosa de los Andes. Con mis compinches, que eran los grumetes, ayudé a cazar ratas o en la distribución de las famosas hardtack o galletas marineras en las horas de rancho.
Por su parte, Lord Cochrane, Álvarez Jonte y el Capitán pasaban largas horas ensimismados en sus conversaciones. A veces, el tema era obviamente bélico; ya que la expresión del Lord se transfiguraba, a la vez que con sus manos ejemplificaba las posiciones de combate de los navíos. Así, explicó los detalles de su captura de la fragata española, El Gamo de 36 cañones, con su humilde Speedy de solo14. De cómo engañó a sus adversarios enarbolando la bandera de EEUU, para acercárseles. En la maniobra llegó aproximarse tanto a su presa. Que los cañones de su adversario no pudieran bajar lo suficiente para acertarle. Por el contrario, su rostro se mostraba sombrío y con un dejo de ira, cuando comentaba las acusaciones de fraude en su contra hecha por la Bolsa de Valores londinense en 1814.
Con los grumetes o “michis” (midshipman) Horatio y Cecil fuimos trabando amistad con el paso de los días. Ellos eran, por definición, lo mismo que yo: el último orejón del tarro de la Royal Navy. Por ejemplo, Cecil provenía de una familia noble con una larga prosapia naval. Por lo tanto, podía razonablemente esperar ser promovido a teniente al cumplir los 18. Por el contrario, las posibilidades de Horatio de lograrlo eran mucho menores. Aunque, estaba abierta la eventualidad de que un acto de valor o de servicio extraordinario se lo permitiera. Más allá de estas diferencias. Ambos vestían una versión simplificada del uniforme de sus oficiales. Un botón dorado sobre un paño blanco a ambos lados de su cuello era la única indicación de su escaso rango. Por lo demás, comían y dormían con la tripulación. Aunque, especialmente Cecil, podían esperar ser invitado a la cámara de los oficiales; y hasta la del capitán en forma más o menos habitual.  Sus tareas, que con el tiempo pasaron a ser las mías incluían: asistir en las guardias, servir de estafetas entre cubiertas, supervisar tareas menores como la reparación de velas o la limpieza del armamento; también, eventualmente, comandar la salida de un bote a tierra. Además, de estas tareas se esperaba que ellos aprendieran las bases teóricas de su oficio. Por lo que recibían clases de navegación, cartografía, balística y de otras artes útiles para un marino.
Obviamente, la larga travesía tuvo sus momentos culminantes. Por ejemplo, como cuando debimos atravesar el famoso Cabo de Hornos. Una experiencia que todos aquellos que nos sentimos más apegados a la Madre Tierra que a la Mar Océano no olvidaremos jamás. Concretamente ese día habíamos disfrutado desde cubierta de una excelente vista de la costa. Pudiendo divisar con claridad los picos rocosos que coronan al Cabo Decepción. También, desfrutamos de ver jugar a las toninas en nuestra estela; y hasta el de alimentar a las osadas gaviotas que se posaban en nuestra cubierta. Sin embargo, poco antes del anochecer, el famoso pasaje nos cobraría su tributo. La primera indicación fueron los negros nubarrones que divisamos hacia el poniente; directamente al frente de nuestra ruta. Mientras cenábamos nuestra acostumbrada ración de galletas y sopa. La voz de nuestro contramaestre gritando: All hands ahoy! Nos puso a todos en alerta de lo que se avecinaba. Formamos en cubierta, ya casi de noche. Los lejanos nubarrones se habían transformado en una tempestad que rugía y que amenazaba con engullirnos como una gran boca. La leve brisa de la tarde, era, ahora un viento arrechado que hacia crujir toda la arboladura sobre nosotros. Las enormes velas del navío vibraban dando bandazos, que estremecían los palos, y hasta las entrañas del caso. En la popa, los dos timoneles se aferraban a los timones. Grandes ruedas de hierro forradas en cuero. Con las que trataban de mantener a la nave en curso. Por momentos la espuma de las olas, que la Rosa intentaba cortar con su proa, bañaban la cubierta, arrastrando a todo lo que no estaba debidamente estibado o no podía sostenerse. Pasamos la masa del tiempo, ajustando las cargas del navío o achicando y cerrando las numerosas entradas de agua. De poder dormir o comer ni hablar. Después de dos días de batallar con la tempestad, el capitán decidió –finalmente- y después de haber superado lo peor del cruce, anclar en la tranquila ensenada de Wigwam. Eran necesarias reparaciones y poder cerrar los ojos.


***


Por fin, una soleada tarde de junio de 1818 llegamos al puerto de Valparaíso. Allí, en el muelle, el propio Director Supremo, don Bernardo de O´Higgins, y lo mejor de Santiago estaban para darnos la bienvenida. Fue una recepción brillante, que compensó con creces las penurias e incomodidades de los últimos meses. También, estaba esperándome Eduardo Joffré. Quien de inmediato pasó a ponerme al tanto de lo sucedido durante mi ausencia. En general, las cosas habían mantenido su curso sin grandes novedades. La más importante era que el General San Martin, además de haber sido ascendido, había debido viajar a Buenos Aires a requerir los auxilios necesarios para la próxima campaña del Perú. Pero las cosas no terminaban ahí. Al parecer después de recibirlo en la capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata, con todos los honores y haberle prometido el oro y el moro. Ahora, con San Martin ya de regreso en Mendoza. Los porteños se echaban atrás; y le retaceaban el apoyo prometido. Enojado San Martín por este incumplimiento. Hasta, se rumoreaba que habría amenazado con su renuncia. Para colmo de males, los temporales cordilleranos, le impedían volver a Santiago y lo tenían varado en Mendoza en espera de una respuesta. Como sucede en estos casos, las malas noticias vienen en malón. Circulaba, también, la información de que en mayo pasado había zarpado desde Cádiz una expedición española que conducía 2.000 soldados y dos poderosos navíos de guerra para reconquistar Chile. La parte buena del dato sostenía que nuestro Director, Pueyrredón, consciente del peligro. Había enviado a los bergantines “Lucy” y “El Intrépido” a incorporarse a la flota chilena. Además, sabíamos que “El Trinidad”, un mercante español se había sublevado con toda su tripulación pasándose a nosotros. Trayendo consigo el código de señales de la flota realista. Lo que seguramente sería una ventaja que Cochrane sabría cómo aprovechar. Por otro lado, el clima de este lado de la Cordillera no era el de los mejores. Me refiero al clima político. Sucedía que pese a todos sus esfuerzos. El Director Supremo no era un personaje popular. Eran muchas las facciones que lo habían resistido desde sus inicios; y que cuestionaban, ahora, su desempeño. Se sumaba a este malestar perpetuo de los espíritus trasandinos. El reciente fusilamiento de los hermanos Juan José y Luis Carrera. Y el hecho, que José Miguel, sobreviviente del famoso trío, siguiera en libertad; vale decir conspirando. No hacía más que echar más leña a este fuego.
Cuando le pregunté a Eduardo sobre María. Supe por su expresión que las noticias no serían buenas. Me dijo su precaria salud se había deteriorado aun más. Al parecer por un mal pulmonar. Y que los médicos no daban con su cura. Por mi parte, camino de regreso a nuestros alojamientos le conté mis peripecias marineras. Las diversas anécdotas, al menos tuvieron el mérito, de entretener y divertir a mi amigo. Aunque yo, con la procesión comiéndome por dentro, contaba los momentos para correr al lado de María.
Por fin llegamos a nuestros alojamientos. Y con la excusa de tener cosas que hacer, pude librarme de la cordial compañía de mi compañero y salir al encuentro de mi amada. Camino para su casa, trataba de razonar la mejor forma de acercarme, de llegar sin ser visto; o al menos, si lo era,  no resultar sospechado. Después de mucho cavilar. Llegué a la conclusión que lo mejor era ir de frente, con la verdad. No tenía nada que temer. Ni nada que perder. Por otro lado, no eran pocos los favores que los Poinsett le debían a este humilde servidor. Armado de valor, golpeé el llamador de la puerta de su residencia. Tal como lo esperaba la mulata Emily fue quien abrió la puerta. Mr. Poinsett, no se encontraba en casa, pues estaba afuera por motivos de sus negocios. María, estaba, aunque –por supuesto- la niña no podía recibir visitas. Insistí. Después de varios intentos. La multa se reblandeció. Probablemente, ante el temor de alguna amonestación por el lado de su ama. Si se enteraba que su fiel amor, después de seis meses de ausencia, ella le había negado la posibilidad de verla. Así que logré mi objetivo. Pero con la condición de que la visita fuera muy breve. También, probablemente haya pensando que el verme le haría bien a su niña, María. De a dos en dos subí los escalones hacia la planta superior donde estaba su dormitorio. Abrí la puerta. La penumbra de la habitación y el olor a fármacos me detuvo; y me recordó que visitaba a una persona enferma. María estaba postrada en su cama. Sólo levemente en alto por unos almohadones que elevaban su torso y su cabeza. Estaba cubierta por un acolchado de guanaco hasta la barbilla. Al costado, en una mesa de noche, se divisaban diversos frascos y envases medicinales. Con el ruido de mi entrada intempestiva. Abrió sus ojos. Cuando los míos se acostumbraron a la poca luz pude completar mejor el cuadro. Realmente se veía mal. Con su piel amarillenta, ajada por la fiebre. Casi sin vos comenzó a hablar.
_ ¡Cuánto tiempo! Te extrañé mucho.
Sin contestar con la garganta anudada por verla en ese estado. Me acerqué y besé su frente. Me sorprendió lo caliente que estaba. Sin decir palabra me senté al costado de su cama. La contemplé en silencio. Emily, parada detrás de mí. No pudo ver las lágrimas silenciosas que bajaban por mis mejillas.