PARA BELLUM
_ ¿Un cajón de arena? ¿Eso para qué sirve? _ Pregunté inquisidor. La cara de pocos amigos de mi baqueano jefe, Juan Estay, me disuadió de continuar mi interrogatorio. Tal como me lo había ordenado salí a buscar los productos que me ordenara. Yerba, harina y azúcar del rancho. Distintos tamaños de piedras, ripio y arena de los alrededores. Al cabo de unas dos horas nos dirigimos con la mayoría de los materiales requeridos al lugar ordenado. Un claro rodeado de tipas a la vera de una acequia que corría en la parte posterior del cuartel. Allí nos esperaba Juan Estay que junto con otros auxiliares habían removido la tierra con azadas y palas conformando un cuadro del tamaño de dos mantas matras. Otros traían piedras redondas de un arroyo cercano con las que levantaban una pirca baja alrededor de la excavación. Por su parte, el Sargento Mayor Álvarez Condarco parecía estar a cargo de la tarea; ya que desde una mesa cercana en la que había mapas y croquis, daba indicaciones precisas. “Levanten más esa línea de alturas”, “Allí, donde está esa piedra negra hagan un paso”. Eran algunas de sus instrucciones.
Con nuestra harina se espolvorearon las cumbres nevadas, con la yerba los valles de Mendoza, Uspallata, Los Patos y otros de aquella extraña construcción a la que denominaban, los que dirigían la tarea: “cajón de arena”. Ya casi terminada se entendía que era todo aquello. No era más que un modelo a escala de nuestra Cordillera de los Andes. Allí estaba nuestra querida Uspallata, la vecina Los Andes y el sistema de pasos que las unían. Más al norte San Juan y Valdivia, La Rioja y Copiapó. Al sur, San Rafael y Talca.
En eso estábamos cuando se apareció el Coronel San Martín acompañado por Bernardo O’Higgins, Antonio Arcos, Mariano Necochea y otros jefes. Por lo que les entendí, se aprestaban a jugar un juego en el que pretenderían estar efectivamente cruzando los montes. San Martín era quien daba las instrucciones finales. “Usted, Álvarez será el árbitro del terreno y junto con sus baqueanos nos irá diciendo cuantos días de marcha hay, donde hay pasto, agua, leña y otras cosas por el estilo. Usted, Necochea será el árbitro para los combates. En los anexos del “Manual de Juegos” de don Carlos Pravia, que ahora le entrego, encontrará las tablas para producir los desgastes correspondientes cuando ocurran los combates. Y Bernardo, mi amigo, siendo que es quien mejor los conoce, representará a nuestros enemigos, los godos...”
Realmente, era apasionante ver al coronel “jugar” con sus oficiales durante horas. Sostener incluso discusiones acaloradas sobre esta o tal acción. De esta forma no solo diseñaba y ensayaba su plan de campaña. Lo que era más importante conocía y se daba a conocer a sus subordinados. Cómo pensaban y cómo reaccionarían ante tal o cual circunstancia. Sin duda, nosotros los auxiliares, los soldados podíamos descansar tranquilos sabiendo que nuestros jefes no dejarían librado nada a la improvisación.
Otro aspecto importante, que se practicó después, era la impartición de órdenes. No era cosa sencilla. Ya se habían perdido varias batallas por la confusión que surgía del hecho de que cada uno lo hacía a su manera. San Martín las unificó. Primero, en un aula le explicó a sus oficiales cuales eran las órdenes básicas y para que servían. Para los cambios de formación, para hacer alto, para atacar, para retroceder. Luego, se las hizo practicar. No debían gritar, porque eso les agotaba la voz; pero sí debían hacerse escuchar. No era cosa fácil hacerlo en el medio del campo y en el medio del fragor de un combate. También, para reforzar esto, todos los soldados fuimos instruidos en lo que se denominaba “pasar la voz”. Uno escuchaba una voz y había que repetírsela al hombre más cercano. Para las distancias más largas se instruyeron a los trompas en diversos toques. Finalmente, para las grandes distancias se conformó un cuerpo de chasquis.
***
_Prepárense que nos vamos. Tenemos que escoltar al jefe hasta San Juan. _ Dicho esto, José Antonio Joffré salió de nuestros alojamientos en El Plumerillo. Seriamos de la partida el coronel: uno de sus ayudantes, los hermanos Joffré, Coliguante y quien les habla. Según nos dijo José Antonio, no quería escolta. Solo nosotros. Su intención era visitar a su amigo, José Ignacio de la Roza. A la sazón, teniente gobernador de San Juan. Eso fue lo que se nos dijo. Pero, las verdaderas razones del viaje de nuestro jefe eran mucho más complejas. Desde hacía unos días que llegaban noticias preocupantes de la zona norte de la intendencia. Por un lado, los rumores hablaban de intentos secesionistas; y por el otro, estaba la necesidad de reunir los recursos necesarios para la campaña de Chile que ya se avecinaba.
Después de tres días de marcha por la zona desértica que se extiende al norte de Mendoza, donde atravesamos oasis huarpes en las que nuestro amigo Coliguante se sentía a sus anchas, llegamos a las afueras de San Juan. Con las últimas luces del día y después de deambular entre algunas casa bajas, nos dirigimos al Convento de Santo Domingo que era el punto terminal convenido. Allí nos esperaba el propio José Ignacio. Quien por aquellos tiempos era un distinguido y rico terrateniente sanjuanino de unos treinta años. De mediana estatura. Vestía de levita y usaba las patillas largas y anchas a la usanza de la época. En sus épocas de estudiante de Derecho de la Universidad de Córdoba, de la mano de los dominicos, había hecho suyas las ideas revolucionarias de la Ilustración. Consecuencia de los cambios revolucionarios acaecidos en todos los cabildos de Cuyo de fines de 1814 y principios del 15. Había pasado de Alcalde de Primer Voto a Teniente Gobernador. Además, en su carácter de rico hacendado, había estado colaborando económicamente con algunas empresas menores de San Martín.
_! Bienvenido mi coronel! ¿Cómo lo trató el Desierto? _ Fue el saludo poco formal del Teniente Gobernador.
_Buenas tardes José Ignacio. La tirada ha sido larga, pero ya estamos aquí. _Respondió nuestro coronel.
Junto a él se encontraban un sacerdote que vestía el hábito blanco y negro de los dominicos. Un militar con el uniforme de comandante de milicias, que después me enteré que se llamaba Juan Manuel Cabot y un hermano menor de la Orden Dominica que sostenía un candil sin encender, pues aún se podía ver.
Después de cuatro días de merodear y holgazanear por el Convento de Santo Domingo y sus alrededores. El coronel nos ordenó prepararnos para el regreso. Durante esos días desfilaron por allí todo tipo de gentes. Desde chacareros ricos que prometían entregar cuotas mensuales de distintos productos de la tierra, tales como: aguardiente, vino, pasas de uva, harina, trigo, maíz, aceitunas. Ganaderos prósperos que entregaban mulas silleras y cargueras, caballos, cueros de vacuno. Y hasta mujeres sanjuaninas de posición que entregaban paños y hasta joyas y objetos de plata labrada. También, dueños orgullosos que se desprendían de sus esclavos negros, quienes –a su vez- juraban combatir a cambio de su liberación. Ni el propio Padre Superior se salvó del sablazo de nuestro jefe; ya que al irnos se enteró que su cómodo convento sería el cuartel de las tropas que prepararía el Comandante Cabot.
***
Coliguante pertenecía a la rama huarpe milkayak que habitada la zona de las lagunas de Huanacache que formaban los meandros del río San Juan. Que visitáramos una aldea de gente de su raza, en nuestro viaje de regreso, no respondía a una mera cortesía, sino a una necesidad militar de nuestro coronel. La idea general era contribuir a engañar a los españoles sobre los lugares por los que se efectuaría el cruce de los Andes. El plan ideado por San Martín consistía en convencer a los parientes de nuestro amigo indio para que pasaran información falsa a sus allegados, los pehuenches. Los que vivían al sur de Mendoza. Los que, a su vez, estaban en buenas relaciones con los recelosos mapuches. Que eran una etnia de indios chilenos que siempre había estado en excelentes términos con las autoridades realistas de Santiago. Pero, que nunca habían sido bien recibidos por las gentes de este lado de la cordillera. La idea había surgido luego de una deducción del Sargento Mayor Álvarez Condarco. Como recordarán vuestras mercedes. Primero, habíamos capturado un despacho secreto, en el cual un agente enemigo mostraba sus intenciones de relacionarse con los mapuches leales a la corona. Luego, estuvo el incidente de Juan Estay en lo de la Turca. Todo ello llevaba a concluir. Unido a informaciones de nuestros agentes que operaban del otro lado. Que los realistas habían abortado un ataque a Mendoza. Confiaban, ahora, en conocer por anticipado nuestros planes. Y derrotarnos en su propio terreno. De allí la necesidad de engañarlos a ellos. Antes de lanzarse a la aventura del cruce.
La aldea huarpe, localizada a la vera de una laguna pantanosa en la margen sur del río San Juan, se conformada por una veintena de chozas hechas de barro y pasto. En sus proximidades, la monotonía del desierto, se interrumpía por grupos de alpatacos, una especie del algarrobo, y otros vegetales cultivados por los indígenas mediante un ingenioso sistema de acequias. También, había entramados de caña con pescado secándose al sol. El cacique Ñeincul nos recibió revestido con sus atributos de mando: un poncho negro con guardas geométricas rojas y blancas y una lanza decorada con plumas de ñandú. Dada su edad avanzada de su portador le servía mas como bastón que como arma. Rodeado de sus guerreros más distinguidos, sus esposas y una multitud de perros, invitó al coronel y a su ayudante a sentarse sobre una alfombra tejida con totora. Luego de los saludos de rigor. Uno de las esposas del cacique hizo circular un chifle con aguardiente de semilla de alpataco.
_Me dicen que anduvo de viaje por el norte. _ Disparó el cacique sin más protocolo y en un perfecto castellano. A esas alturas la asimilación de los huarpes estaba muy avanzada. Su natural mansedumbre, sumada a la proximidad a la capital mendocina y el mestizaje habían hecho lo suyo.
_Así es mi amigo. Estuve visitándolo a don José Ignacio de la Roza. Dándole instrucciones para que se prepare. _ Contestó San Martín.
_Algo me han comentado, me dicen que quiere cruzar los montes para sacar a los godos. Me dicen, también, que ha sido bueno con la gente de nuestra raza y que incluso que anda liberando esclavos. Todo eso me parece bueno. Ya era hora.
_ Así es. Ustedes como verdaderos dueños de esta tierra lo saben mejor que yo. Pero parece que sus primos del otro lado no quieren cambiar.
_ Ellos han sido siempre awqa. Por eso han estado siempre al lado de los poderosos. _ Sostuvo sentencioso Ñeincul. Quien ante el silencio que produjo su declaración. Continuó:
_¿Y a usted coronel en qué podemos ayudarlo?
Los ojos de mi coronel brillaron como cada vez que su trabajo daba sus frutos. Paso a explicar su plan de engaño, o guerra de zapa como él la denominaba por ese entonces. Paciente, sin apelar a grandes principios; pero siendo lo más concreto posible les fue explicando a Ñeincul y a sus esbirros lo importante que sus primos pehuenches creyeran que la invasión se movería por los pasos más accesibles de Malal Hue. A la altura del fuerte de San Carlos. Al sur de la ciudad de Mendoza. De paso, mi jefe se ocupó de dejar sobreentendido que un gobierno como el que él presidiría sería lo mejor para ellos y sus vecinos. Sin que se lo pidieran le ofreció a Ñeincul mantas, paños de género, hojas de pedernal y cuchillos. También, le dijo que tenía un médico inglés al que enviaría con yodo para curar a la numerosa cantidad de indios con bocio. Pero, con certeza, lo que más le gusto al cacique fue que ese gran jefe criollo lo tratara como un igual. Con toda certeza que los detalles de este encuentro, convenientemente embellecidos y magnificados se transmitirían por generaciones.
***
Mendoza como capital de Cuyo era obviamente el centro neurálgico de la preparación del Ejército de los Andes. En ella se encontraban la masa de las industrias de la zona. Como, por ejemplo la maestranza montada por Fray Luis Beltrán en el viejo molino de los Tejeda. Y la fábrica de pólvora de José Antonio Álvarez Condarco donde trabajaban cientos de indios y esclavos cedidos por sus dueños. También, colaboraban con la preparación del vestuario para los casi 7.0000 efectivos de tropa, una nutrida cuadrilla de mujeres humildes que tejían ponchos, mantas matras y picotes. Por supuesto, las damas de alcurnia colaboraban a su manera. Ya sea entregado sus preciadas joyas o bordando la que luego sería la legendaria bandera del Ejercito.
El armamento principal vale decir los fusiles con los que se equiparía la masa de la infantería del ejército se los consiguió como se pudo. Los había de varias procedencias, aspecto que complicaba enormemente el abastecimiento y la maestranza. No existía por aquella época la posibilidad de fabricarlos aquí; aunque sí de repararlos. Simples como eran; ya que todos eran de los denominados a chispa, exigían materiales y procesos de los que se carecía. El mecanismo de disparo estaba compuesto por un pedazo de pedernal que al accionar el gatillo golpeaba una cazoleta de acero donde había pólvora de grano fino o un estopín, el que a su vez daba fuego, a la carga de pólvora que estaba en la recámara; la que en definitiva producía el disparo. Por un lado, estaban los fusiles franceses Charleville calibre 69 (aunque también había algunos del 70 y el 71). Pero los buenos tiradores preferían al fusil inglés Baker calibre 62; ya que como ellos decían: “un tiro, un muerto”. Con ambos, una tropa de infantería bien instruida podía disparar hasta tres salvas por minuto. Ninguno de ellos era eficaz más allá de unos 300 pasos. Como arma secundaria -los más afortunados- portaban una pistola de chispa, también, calibre 69. Luego, estaba la gran variedad de armas blancas que todos traían, compuesta por, bayonetas, picas y cuchillos de todo tipo para el combate cuerpo a cuerpo.
La caballería y la infantería montada estaban armadas, básicamente, con lanzas y sables. Si bien, especialmente la segunda, tenía provista un arma de fuego: la tercerola que era un fusil corto. Aunque era poco precisa y de poco alcance. San Martín repetía siempre: “Soldado, la bala es loca, solo la lanza es certera”. Esta última se componía de una larga tacuara en cuyo extremo se ajustaba una punta afilada de acero. Cerca de su centro de balance llevaba una correa de cuero que permitía a su usuario manejarla. Se la usaba, principalmente montado, a paso de carga, para arrollar al enemigo. El secreto de su uso estaba en la acción coordinada del brazo que debía ensartar a su objetivo en forma transversal, nunca perpendicular. Porque en ese caso se producía un rebote que podía derribar al jinete atacante. Después, en orden de importancia estaba el sable. Se lo confeccionaba con una hoja curva de acero de unos tres palmos de largo. Cubriendo la empuñadura tenía una cazoleta que protegía la mano del esgrimista. Completo pesaba, aproximadamente, una libra. Con esta arma se podían infligir tres golpes básicos. El de plano, dirigido a la cabeza del adversario, que se lo usaba para atontarlo. La estocada, que buscaba producir una herida profunda mediante el uso de la punta del arma. Y, finalmente, el corte o sablazo –propiamente dicho- que se daba con el filo y que buscaba cercenar o cortar. Paralelamente, existía toda una gama de defensas o paradas para cada uno de estos golpes. A su vez, repetidos para el costado derecho e izquierdo del combatiente. Se buscaba, pero esto era muy difícil, en el esgrimista la habilidad de ambos brazos. Pero, siempre se daba el caso que uno tenía uno más hábil que el otro. Para la práctica, tanto de la lanza como del sable se usaban muñecos rellenos de paja que colgaban de pértigas. También, cuando se los conseguía, se colocaban calabazas sobre postes a los que había que sablear al galope.
La artillería, estaba conformada por una variopinta colección de armas agrupadas en dos categorías básicas. La pesada, con piezas de hasta 150 quintales[1] de peso. La mayoría de ellas era de origen inglés y habían sido enviadas por Juan Martín de Pueyrredón desde Buenos Aires. A casi todas, nuestra maestranza debió repararlas y fabricarles todos los accesorios faltantes; tales como: plomadas, cuñas de puntería, percutores, clavos arponados y martillos de oreja. A la par de los atalajes para transportarlas. Dicho sea de paso, algunos de ellos bastante complicados e ingeniosos. Ya que debían ser usados como aparejos que permitieran sortear los lugares de paso difícil. El desafío mayor estuvo en la necesidad de fabricar las piezas para artillería de montaña. Aunque en las fraguas del fraile renegado, donde ya se forjaban herraduras, frenos, espuelas y armas blancas, fueron necesarias muchas mejoras para hacerlo. Todos los herreros y forjadores comentaron como invalorable los aportes del capitán chileno Patricio Ceballos. Si bien eran armas más livianas y de menor alcance que las anteriores; por otro lado, eran indispensables para apoyar la maniobra de las columnas que se moverían en forma independiente. Se optó por forjarlas en bronce, ya que no había suficientes existencias de hierro. Se las construyó en un calibre del 4, vale decir que cuatro proyectiles llenaban el ánima del arma. Los tubos pesaban unas 6 arrobas[2], o sea unas140 libras[3]. Además, se la proveyó a cada una de ellas con una dotación de 200 tiros. Su alcance efectivo no superaba en mucho al de los fusiles, por lo que no era raro que los artilleros formaran una sola línea con la infantería. Para su transporte a lomo de mula se confeccionaron los atalajes y los accesorios necesarios. Hacían falta ocho de estos animales para el transporte de una pieza completa con su dotación de munición.
Finalmente, Cuyo proveyó lo más importante para cualquier campaña militar: los hombres de pelea. Como es habitual en todas las latitudes y culturas cuando una sociedad debe ir a la guerra. Misteriosamente aquellos que la impulsaron desde los estrados, excepción de hecha de algunos pocos, se mantienen al margen de los aprestos bélicos concretos. Y viene a ser la callada masa de los más humildes, la que entre sorprendida y resignada debe marchar a los lugares de reclutamiento. En nuestro caso particular, este ejército que vi nacer, no fue precisamente la excepción; y se compuso con el pueblo bajo. Para hacer breve, una larga enumeración. Estaban los gauchos entrerrianos, y los orilleros bonaerenses que componían los escuadrones de los granaderos a caballo; a los que se sumaron luego jinetes mendocinos y puntanos. Con jornaleros, arrieros y esclavos libertos cuyanos se conformó el núcleo de la infantería patriota. También, al margen de esta sufrida masa, como en todo conflicto, se nos unió una extraña colección de personajes coloridos. Aventureros, marinos, cartógrafos y soldados de fortuna en busca de la aventura barata que suelen ser los ejércitos en campaña.
Un aspecto fundamental. Un multiplicador por excelencia. Era el espíritu de pelea con el que estos hombres encararían esta empresa. Una que sería dura y larga. Teniendo, especialmente en cuenta que la gran mayoría eran bisoños, y muchos otros tantos, habían sido reclutados a la fuerza. En pocas palabras: si no se los encuadraba convenientemente no pelearían con el nivel de excelencia que era necesario. Especialmente, cuando las papas quemaran. Nuestros hombres, eran naturalmente valientes. Allí no estaba el problema principal. Sino en su excesivo individualismo. Bueno como era para algunas cosas. No lo era para una fuerza armada organizada. Por allí pasaba la verdadera línea divisoria entre una tropa bien instruida con una mesnada de voluntariosos guerreros. Una vara que los otros ejércitos patriotas no habían rebasado hasta el momento. Lograrlo era un objetivo prioritario de San Martín. Para ello impulsaba siempre conductas, tales como el espíritu de cuerpo, la disciplina y el desarrollo del arrojo. El primero lo obtenía inculcando a los reclutas que el conjunto era siempre superior al individuo. A veces los procedimientos para lograrlo eran crueles. Por ejemplo, ante una pequeña falta, no se castigaba al infractor, sino a todo su pelotón. La disciplina la infundía con un estricto apego a las normas de aseo y puntualidad. Uno podía verse privado de muchas cosas por la simple falta de un botón. Con el arrojo, dada nuestra naturaleza, no hubo mayores problemas. Todo lo contrario. Eso era lo que sobraba.
Esta masa combatiente compuesta por soldados rasos, cabos y sargentos. Debía ser encuadrada. Para cumplir con este rol estaba el cuerpo de oficiales. San Martín, que era un espíritu sistemático. Y en esto, tampoco, improvisó. Al efecto, publicó para ellos un código de conducta.
El cuerpo de oficiales tiene un derecho de reprender (por la voz de su jefe) a todo oficial que no se presente con aquel aseo propio del honor del cuerpo, y en caso de reincidencia sobre este defecto, quedan comprendidos en los artículos de separación de él .
También especificaba cuales eran las conductas inaceptables en un oficial:
1. Por cobardía en acción de guerra, en la que aún agachar la cabeza será reputado tal.
2. Por no admitir un desafío, sea justo o injusto.
3. Por no exigir satisfacción cuando se halle insultado.
4. Por no defender a todo trance el honor del cuerpo cuando lo ultrajen a su presencia o sepa ha sido ultrajado en otra parte.
5. Por trampas infames como de artesanos.
6. Por falta de integridad en el manejo de intereses, no pagar a la tropa el dinero que se haya suministrado para ella.
7. Por hablar mal de otro compañero con personas o oficiales de otros cuerpos.
8. Por publicar las disposiciones internas de los oficiales en sus juntas secretas.
9. Por familiarizarse en grado vergonzoso con los sargentos, cabos y soldados.
10. Por poner la mano a cualquier mujer aunque haya sido insultado por ella.
11. Por no socorrer en acción de guerra algún compañero suyo que se halle en peligro, pudiendo verificarle.
12. Por presentarse en público con mujeres conocidas como prostituidas.
13. Por concurrir a casas de juego que no sean pertenecientes a la clase de oficiales, es decir, jugar con personas bajas e indecentes.
14. Por hacer un uso inmoderado de la bebida en términos de hacerse notable con perjuicio del honor del Cuerpo.
De la lectura de estos códigos se deducía un tipo humano. Un arquetipo. Que vuestras mercedes hubieran juzgado, hoy, como un tanto insolente y soberbio. En pocas palabras: un agrandado. Pero sepan ustedes, que si entendemos que el métier de estos hombres era el lanzarse en una carga o asaltar una posición enemiga a la bayoneta. Créanme que no hubieran querido encontrarse en estos trances mandados por alguien que tuviera los humores y las maneras de una carmelita descalza. Con todo el cariño que les tengo a ellas.
A la tropa, compuesta por los sargentos, cabos y soldados. Se exigía una lealtad y una disciplina absoluta. Pocos delitos y hasta las faltas escapaban a la pena de muerte. Algunas que recuerdo:
1. Todo el que blasfemare del Santo nombre de Dios, ó de su adorable Madre, é insultare la religión, sufrirá cuatro horas de mordaza atado á un palo en público por el término de ocho días.
2. El que sea infiel á la Patria comunicándose con los enemigos, haciéndoles alguna señal, revelando el santo, ó de cualquier otro modo que cometiese traición, será ahorcado á las dos horas
3. El que sin orden saliese de las filas, escalare murallas, ó fuertes, ó entrase á la fuerza en casa de particulares, será pasado por las armas.
4. La misma pena tendrá el que fugare, el que diese vuelta la espalda, ó que diese la voz de retirada, ó cualquiera cosa que indique cobardía en estos casos, será pasado por las armas allí mismo.
5. Los que levantasen el grito en cualquier asunto, aunque sea por el sueldo, vestuario ó socorro, serán diezmados para fusilarse, y el que se verificare ser el primero se le aplicará esta pena sin entrar en suerte.
6. El sargento, cabo ó soldado que no obedezca á los oficiales en asuntos del servicio, serán pasados por las armas; el sargento segundo que no obedeciese al primero, estando de facción, tiene pena de la vida, y si no lo está, perderá la gineta; el soldado que no obedeciese á los sargentos y cabos de su compañía en cosas del servicio, será castigado con pena de la vida. Los tambores, pifanos y clarines, están subordinados al tambor mayor, bajo las mismas penas que el soldado á sus sargentos.
7. Serán severamente castigados los que muestren desagrado á la fatiga; el cabo que tolere este delito, bajará á servir diez años de último soldado: el sargento que no lo evite, será castigado como si él fuese el reo.
8. El soldado que entrase á murmurar, ó decir cualquier especie contra la subordinación y disciplina, sufrirá una carrera de baqueta,[4] y la pena de muerte si es al frente del enemigo.
9. La centinela que duerme, deja el arma, se distrae, que permite que le mude otro que no sea su cabo, que no avisa la novedad que advierte, que roba estando en aquel servicio, será fusilado.
10. El que intentare desertar de las banderas de la Patria, aunque no lo ejecute, será recargado con cuatro años de servicio. El que efectivamente desertare en tiempo de guerra en campaña, ó al frente del enemigo, ó para irse á otro cuerpo, con escalamiento ó violencia, será pasado por las armas.
11. Los excesos de licencia temporal serán castigados según las circunstancias y tiempo excedido.
12. La falta de puntualidad en acudir á su puesto, tiene pena de la vida al frente del enemigo; en campaña la misma, ó baqueta según las circunstancias.
13. La misma pena tendrá el que forzare mujer ó la robare.
14. El que ande sin uniforme, pierde el fuero.
15. Los jugadores de juegos prohibidos, ó de suerte, sufrirán, por primera vez, un mes de prisión, dos por segunda, y presidio por tercera.
16. Morirá el que enajenare, vendiere ó empeñare armamento, municiones ó caballo; el que tal ejecute con sus prendas de vestuario ó montura, sufrirá por primera vez un mes de prisión, por segunda cien palos, y por tercera pena de vida.
17. El que se embriague tendrá un mes de prisión, por primera vez; por segunda cien palos, y por tercera presidio, y advirtiéndose que la embriaguez a ninguno servirá de disculpa para que se le minore la pena.
En aras de recordar viejas ordenanzas y viejas promesas, Recuerdo, como si fuera hoy recuerdo el día en que formados en la plaza de armas del Plumerillo escuchamos a Toribio de Luzuriaga que leía con su simpática tonada peruana:
“Primero: que todo individuo que se presente voluntario a servir en los cuerpos de esta guarnición. Se recibirá en ellos por solo el tiempo que exista el enemigo en posesión del Reino de Chile...”
“Segundo: Si el número de los presentados en esta Capital y Ciudades subalternas, en el término de quince días no llenase el vacío que hay hasta el completo del Batallón de Infantería Nro. 11 y aumento de los escuadrones de Granaderos a Caballo que vienen a la Capital en auxilio de esta Provincia, se procederá a verificar un sorteo en que entrara todo individuo soltero desde la edad de diez y seis hasta cincuenta años...”
“Tercero: Solo se exceptuarán de dicho sorteo a los hijos únicos de viuda y padres sexagenarios, los que tengan hermanas huérfanas y de buena vida que las mantengan; los que hayan sido Alcaldes, Regidores o Jueces de Partido; los que padezcan alguna enfermedad habitual...”
“Mendoza, 14 de agosto de 1815. Firmado José de San Martín.”
“Tres años, tres años” me repetía interiormente como una letanía. Pero que eran tres años para un muchacho como yo. Uno al que le tocaba vivir la etapa de su vida en la que abandona su infancia para convertirse en hombre. Por aquel entonces, no tenía noción alguna del paso del tiempo. Ese mismo tiempo. Que con el paso de los años se convierte en ese insobornable juez. En ese asesino de nuestros sueños. ¡Cuántas cosas habrían de pasar en esta etapa! Particularmente para mí. Fueron ocho años para ser exactos. Desde el día en que vi, por primera vez, a este coronel llegado de España lleno de entusiasmo. Hasta que quebrado, desilusionado se despidiera de mí en aquel muelle solitario del puerto de Ancón. Atrás quedaban las agotadoras marchas, las noches pasadas en vela, los breves combates. También, las traiciones, las agachadas; pero también los actos de camaradería y de increíble heroísmo. Todo esto mezclado con la memoria imborrable, agridulce de María. La niña–mujer que todavía me mira con esa sonrisa a la que genéticamente sólo están habilitadas ellas. Probablemente, motivada por las estupideces que hice por despertar su interés.
[1] Quintal: Medida de peso española, equivalía a 4 arrobas, lo que significaba unos 46 kg.
[2] Arroba: Antigua medida de peso castellana equivalente a 25 libras, unos 25 Kg modernos.
[3] Libra castellana: Antigua medida de peso de origen romano usado en España y sus colonias equivalente a unos 460 gr modernos.
[4] La pena de “correr la baqueta” consistía en correr con la espalda desnuda entre dos filas conformada por la tropa. Para ser golpeado, si era de infantería con las corres portafusiles; y si era de caballería con las correas de grupa.