EN EL BOLEADERO DE DON FAUSTO
El choique giró velozmente cortando por la izquierda el galope tendido del alazán oscuro de Juan Cruz. En curso casi paralelo pero levemente rezagado avanzaba a igual velocidad el caballo pinto del huarpe Coliguante. La última maniobra del ave corredora más veloz de América la había salvado del chuzazo lanzado por el indio; sin embargo la colocó en el campo de tiro de las tres marías del gaucho mendocino. Juan dio un par de giros más a sus boleadoras, dobló su muñeca y estiró su brazo en dirección a la trayectoria del ave corredora. Las bolas, como había sido previsto por su lanzador, golpearon a los pies del ñandú, rebotaron en distintas direcciones y terminaron por derribarlo. Ya en el suelo lucía totalmente indefensa. Ambos jinetes habían saltado de sus cabalgaduras, boleando sus respectivas piernas derechas por sobre el cogote, aun antes de que estas se hubieran detenido totalmente. Al poco tiempo otros dos montados –los hermanos Juan Antonio y Eduardo Joffré, que venían más rezagados se unieron en semicírculo que ahora rodeaba al bulto de plumas que segundos antes fuera un choique a toda carrera. El protocolo establecía que Juan Cruz tenía el derecho al golpe de gracia, sin embargo, con una mirada de asentimiento le hizo saber a su acompañante que le cedía los honores. Este ya empuñaba en su mano derecha una afilada hoja de acero que por toda empuñadura tenía unos tientos de cuero crudo atados en un extremo. El huarpe se arrodilló cerca del cuello del animal y en un diestro movimiento lo degolló, no sin antes colocar un cuenco de arcilla para recoger la sangre que salía a borbotones por el cogote cortado y que sería un ingrediente fundamental para la preparación de la chanfaina.
Más tranquilos después de la carrera, todos emprendieron el regreso para las casas. En silencio avanzaban al paso por el Boleadero de Don Fausto, una dependencia del valle de Uspallata, verdadera marca entre la Precordillera mendocina y los cordones Oriental y del Límite que conformaban la formidable Cordillera de los Andes en su tramo más alto y más difícil de su largo recorrido americano. El valle de unas 5 leguas[1] de largo corre longitudinalmente desde el cerro Tunduqueral al Norte hasta la convergencia del arroyo Uspallata -que además del nombre provee de agua al valle- con el río Mendoza al Sur. Verdadero oasis cordillerano se destaca por su verdor que contrasta nítidamente con las inflexiones marrones y grises de las moles andinas que lo rodean. Sólo por la blancura de las cumbres nevadas del cerro Montura al oeste de la abertura rompen bellamente la monotonía de los tonos oscuros. Este verde intenso es producto de la floración y la foliación de sauces, álamos y diversos frutales, entre los que se destacaban manzanos, perales y membrillos. El comienzo de la primavera de ese histórico 1814 intensificaba el contraste y le daba al valle un aspecto festivo, reforzado por la presencia de abundantes insectos voladores que llenaban el aire. Entre los que se encontraban los molestos y famosos tábanos uspallatinos. Y por las bandadas de tordos que los perseguían para integrarlos a su dieta.
Por aquellos días felices, Juan Cruz era un mozo de sólo 15 años, aunque su piel quemada por el sol y por los vientos de esa parte de la cordillera le daban una patina que le hacían parecer mayor. Delgado, aunque no muy alto, se destacaba por su natural prestancia no obstante su permanente tendencia a reclinar su cabeza hacia la izquierda lo que le daba aun mayor solemnidad a su aspecto. Sin embargo, eran sus ojos o más precisamente su forma de mirar, lo que llamaba inmediatamente la atención. Marrones, normalmente calmos se encendían como carbones en una fragua cuando algo agitaba las aparentemente tranquilas aguas de su interior. Esto sucedía en cada ocasión que algo alteraba la calma disposición de los hombres de su raza. Todo ello contribuía a dar la impresión de un personaje con cierto aire ausente, pero que podía saltar como un león cuando la situación lo ameritaba. Huérfano de padre y madre había sido criado por Carlos Estay. A quien, siguiendo una costumbre cuyana, llamaba inapropiadamente tío. Quien era un conocido arriero, rastreador y baqueano al servicio de la familia Joffré. Que, por entonces, eran los dueños de la Estancia San Alberto una de las mejores de la zona. El baqueano, cada verano, llevaba los grandes arreos de ganado de los Joffré por los pasos que pocos conocían como él. Ya sea por la Pampa de Canota hasta Mendoza o por los pasos de Uspallata hasta el pueblo trasandino de Los Andes. También se sabía en el valle que la faca de los Estay estaba siempre disponible para lo que don Enrique Joffré gustara mandar. A cambio de estos servicios don Enrique le daba a Estay y a los suyos la protección de corte paternalista que un vasallo podría haber esperado de su señor feudal durante la Edad Media. Este tipo de relaciones lejos de ser una curiosidad eran la norma en la sociedad rural mendocina de principios del siglo XIX. La situación de Juan Cruz, además, se veía especialmente reforzada, por su sólida amistad con Eduardo, el segundo de los Joffré, con quien compartía trabajos, correrías y a veces, las lecciones de gramática, latín y catecismo que el ilustrado del pueblo, el frailes dominico Rodolfo Mendoza les impartía. Doña Tomaza Albarracín, la matrona de los Joffré alentaba y veía con buenos ojos esta amistad, ya que certeramente intuía, que más allá de la distancia social que separaba a ambos muchachos, era una buena influencia para su hijo Eduardo.
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Ya cerca de las casas y antes de apearse supieron que había visitas. Al tiempo que la jauría de galgos salía de los corrales a torearlos. Divisaron atados en los palenques de la galería este a varios caballos patria, con todos los arneses colocados a la usanza militar, aunque con la concesión criolla de llevar un pellón de ovejas con sobrepuesto y cuartillo. A poco de desmontar vieron al Sargento Ramírez, jefe del destacamento de milicianos que custodiaba las bóvedas del viejo arsenal. Lo acompañaba otro militar de evidente mayor autoridad que sin su morrión pero con su correaje colocado saboreaba un amargo con Don Enrique y Fray Rodolfo. Luego de unos breves saludos protocolares solo el mayor de los Joffré fue autorizado por su padre a unirse al grupo. El resto: Juan Cruz y Eduardo Joffré siguieron su rumbo para la cocina para entregar el choique y la sangre a las cocineras; simultáneamente, el indio con los caballos del diestro enfiló para los corrales. Era ley no escrita de la estancia que cada uno, sin importar su rango, se hiciera cargo del cuidado de sus propias cabalgaduras. Estas y otras disposiciones de Enrique Joffré buscaban inculcar en sus hijos, que el único privilegio que podían esperar era el de ocupar el puesto más difícil en el arreo. Por lo que la orden paterna de librar a Juan José de tales menesteres solo podía presagiar que algo serio se traían entre manos.
La casa de los Joffré era una de las mejores de la comarca y compartía con otras de la zona las características de la arquitectura colonial de la época. Una amalgama del diseño hispano con el uso de materiales locales como la piedra, los tirantes de álamo y la totora. El solar comprendía a tres construcciones: la casa principal, donde tenían sus aposentos los Joffré y cuando se presentaba la ocasión sus huéspedes; la herrería y la casa destinada a la servidumbre. Todo ello estaba rodeado por razones de seguridad por una pirca de piedra que disponía de dos entradas –que se cerraban durante la noche- con sus respectivos portones de madera chaveteada para montados y carruajes. La amplia casa se organizaba alrededor de dos patios, el primero conocido como el “sociable”, era el que permitía la comunicación de los dormitorios principales, así como con el salón comedor. El segundo, denominado el de “servicios”, servía de conexión entre la cocina, la despensa y otras dependencias auxiliares. Mirando, tanto al poniente como al naciente, la casa mostraba sendas galerías que protegían al interior del golpe directo de los rayos solares; proyectando una reparadora sombra en verano y un escudo contra las heladas en invierno. A la vez, permitían un espacio extra para tertulias y reuniones cuando el tiempo lo permitía. Sus paredes estaban construidas en adobones de una vara[2] de ancho con tirantes de álamo que servían de cabreada para el entramado de tejas. La estructura del techo era visible en el salón principal, no así en los dormitorios que la usanza de la época los cubría con un cielorraso de lienzo. Tanto la herrería como la casa de la servidumbre estaban construidas con cimientos de piedra, continuados por adobes y culminados por un quinchado de totora. La herrería contaba con una pequeña fragua a carbón con un soplador a pedal donde se forjaban las herraduras y se fabricaban diversos utensilios de metal. Anexa a la misma estaba una habitación conocida como el “monturero” destinada a la guarda y reparación de todo el material de aperos, monturas y albardas. La casa destinada al descanso de la servidumbre se completaba con dos letrinas colocadas a su retaguardia.
La cena en esas latitudes se servía temprano. A la usanza de un high tea inglés, la gente de campo cenaba antes de ponerse el sol por la simple razón de que al otro día se madrugaba. También, era la comida principal; ya que el desayuno no superaba a unos pocos amargos tomados de pie en la matera de la cocina; y el almuerzo generalmente consistía en un trozo de carne hecho charqui o una cabeza guateada hecha a las brazas de un circunstancial fogón a campo abierto. Pero esta era una ocasión especial, además de los convidados habituales, o frecuentes entre los que se contaban el sargento y Fray Rodolfo, estaba el Capitán Matilla venido del Plumerillo con importantes noticias para los presentes.
La entrada de dos fuentes con empanadas criollas dio comienzo al convite. Eran acompañadas por un vino patero de confección casera de baja graduación alcohólica pero de fuerte color y color tinto que se sirvió en jarras de hojalata.
_ ¿Cómo es el tal Coronel San Martín? _Espetó don Enrique a sus interlocutores en obvia alusión a la reciente designación del militar como Gobernador Intendente de Cuyo.
_ Parece un tipo serio, distinto. _Fue la respuesta del Capitán Matilla.
_ Tiene sus laureles ganados en España, en los campos de Bailén; aunque no se le conocen ideas políticas. _Acotó, Fray Rodolfo.
_ ¿A qué ha venido, qué planes tiene? _Continuó don Enrique con su interrogatorio.
_ Al respecto hay muchos rumores. Yo solo sé que ha ordenado a todas las guarniciones del interior tantear el terreno para la reunión de recursos que serían necesarios para armar un ejército para pelear contra los godos y así ganar nuestra independencia de una vez por todas.
_ Eso ya se ha intentado, y hemos fallado. _Dejo caer con cierto tono de fastidio don Enrique.
_ El no habla más de la ruta del norte que tantos problemas nos dio, sino de cruzar al otro lado por los pasos de La Cumbre y darle a los godos en su propio terreno. Para después salir para Lima, centro del poder español en América.
_ Lo que falta es verdadero fervor revolucionario. _Argumentó Fray Rodolfo, quien creía que las ideas y la voluntad gobernaban todo lo real.
_ ¿Fervor? Es lo que aquí sobra. Lo que aquí falta es todo lo demás. Desde herraduras hasta cañones. Sin mencionar un plan que valga ese nombre, y hombres honestos y diestros para llevarlo a buen puerto. _Sostuvo realista don Enrique.
El fraile insistió en su prédica voluntarista. Apostrofando a los criollos, en general, por su falta de voluntad. Como siempre, siendo él peninsular, dejaba sentado que “eso” en la Metrópoli era lo que sobraba. No en vano, los frailes como él eran conocidos como “goliardos”. En criollo, un sacerdote que vivía su ministerio con varias licencias a la norma apostólica. Si bien miembro formal de la Orden Dominica. La revolución había, también, entrado y hecho estragos entre las jerarquías eclesiásticas. Dándose la paradoja, de que aquellas órdenes creadas, hacía casi cuatro siglos atrás, para combatir la herejía protestante. Eran, ahora, los mejores propulsores de las ideas revolucionarias. Las que habían sido eficazmente esparcidas por el General Bonaparte y su Grand Armée.
Matilla, como soldado que era, vio la necesidad de llevar la discusión a lo concretó y dirigiéndose al hombre de mayor autoridad. Y que en definitiva era a quien había venido a ver, le interrogó concretamente:
_Don Enrique, ¿cómo ve usted las posibilidades de apoyar al Gobernador en sus planes, digo reuniendo lo que se pueda, gente, ganado, preparando el terreno para formar una fuerza militar que cruce al otro lado, pueda dar batalla y liberar Santiago?
Luego de cavilar por unos instantes. Don Enrique, que ahora concitaba el interés de todos, dijo:
_ Mira hijo como yo lo veo tu coronel se enfrenta a varios problemas. Para empezar. Esta el tema del cruce, que como todos sabemos no es moco de pavo. Una cosa es pasar con un arreo de ganado y otra muy distinta con todo un ejército, que alijo tendría que tener de unos tres mil a cinco mil hombres de pelea, sin contar al ganado, tanto de silla como de carga; para no hablar de las piezas de artillería. Que son la cosa más difícil de mover. Hay agua, sí, pero casi no hay pasto ni leña, ni que hablar de comida para tanta gente.
¿Un ejército? Hoy por hoy no es algo sencillo. De mis lecturas deduzco que la táctica militar ha evolucionado a partir de ese que se hace llamar el Gran Corso. Hoy hablar de guerra no es solo hablar de cañones y sables, sino de instrucción y de avituallamiento. Dicen que el propio Napoleón ha dicho que un ejército marcha sobre su estómago. Por otro lado, Aquí no hay nada, habría que hacerlo todo desde las herraduras hasta los uniformes.
Pero, por si esto fuera poco, aun suponiendo que tu coronel tuviera los conocimientos y los cojones para armar todo esto, le faltaría algo fundamental. Y aquí debo concederle a Fray Rodolfo algo de razón. No hay empresa militar sin voluntad política. ¿Acaso no nos llegan noticias de que en Buenos Aires hay quienes quieren pactar, arreglar con la Metrópoli? Estamos en Mendoza a miles de leguas del puerto, donde se toman las decisiones. En pocas palabras tu coronel está loco o.... _Don Enrique dejó la frase sin terminar, sabiendo que sus argumentos habían sido contundentes.
Los presentes, con su silencio avalaron el cuadro pesimista pero realista enunciado por el dueño de casa. Acto seguido, la conversación derivó a temas más pedestres. Como se presentaba el verano, y cosas por el estilo. El Capitán Matilla mientras engullía los manjares de la cocina de los Joffré, mascullaba mentalmente que explicación dar a sus jefes. Por suerte en el viaje a Mendoza tendría tiempo de pensar más tranquilo. Otro que cavilaba era don Enrique. Se dijo así mismo que tenía que bajar a Mendoza y conocer a aquel coronel que tanto había impresionado a los militares presentes.
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Más allá de la lógica reserva solicitada por el Capitán Matilla a todos sus interlocutores, la noticia de lo conversado esa noche en la casa de los Joffré se esparció hacia algunos círculos selectos uspallatinos. En principio, la propia casa de los Joffré sirvió de caja de resonancia de lo conversado esa noche. Los hijos de don Enrique, al que espontáneamente se sumó el núcleo pequeño de sus amistades lo debatieron hasta el hartazgo. Por ejemplo, Juan José, el mayor, tal como su padre. Solo le encontraba inconvenientes al mismo; mientras que Eduardo, el menor, y Juan Cruz veían en su realización una inagotable fuente de aventuras. Por su parte, el indio Coliguante abrigaba la secreta esperanza de que tal proyecto pudiera cambiar la suerte de los hombres de su raza, aunque como de costumbre no dijo una palabra.
Fray Rodolfo fue el responsable de la difusión en la propia villa de Uspallata. Para ello contó con su red de influencia. Personajes más o menos estrafalarios que compartían con el fraile su visión revolucionaria de la historia. Estaba, Ciro Selser, el barbero y boticario del pueblo. Pasaba por un hombre instruido. Aunque se decía que era un judío falso converso; y que por esa causa había huido de la Península encontrando refugio en el alejado valle. También, estaba el “Negro” Alderete, dueño de una tropa de carretas que acaparaba el transporte entre el valle y la ciudad de Mendoza. Hombre simple; pero astuto. El “Negro” como todos lo llamaban por razones obvias, ya que era un mulato claro, que había sabido transformarse a sí mismo en un pequeño empresario. Nadie conocía sus orígenes, ni él hablaba de su pasado. Cerraban el círculo, un grupo de jóvenes, muchos de ellos hijos de las familias más acomodadas de la vecindad que estaban deslumbrados con las ideas avant garde del dominico. Eran sus “acólitos” como el propio cura la denominaba.
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Ha querido el autor narrar los hechos desde mi perspectiva, esto es la de un soldado raso o de un simple voluntario ya que ni siquiera comencé como uno. Yo, Juan Cruz que comencé esta odisea como aprendiz de baqueano y que acompañé a ese gran conductor de hombres que fue José de San Martín. Desde las postrimerías de Rancagua, ayudé a guiar a sus soldados por los pasos cordilleranos, combatí con él en Chacabuco y Maipú y en cien combates más. También, cumplí con algunas de sus misiones de guerra de zapa como él las llamaba. Aunque vuestras mercedes dispensarán que no se lo cuente todo ahora. Toda historia tiene su principio, su nudo y su desenlace. Déjenme decirles que le fui siempre fiel. Aun después de su forzado retiro y cuando solo pocos lo fuimos. Porque esta es una historia de lealtades y de traiciones. Seguí los ideales que él nos había inculcado. Aun cuando ya se había retirado. Marché con lo que quedaba de su glorioso ejército, casi hasta el límite con la Gran Colombia en las laderas del volcán Chimborazo. Junto a él supe ser baqueano, rastreador, correo y hasta confidente. En el camino me hice hombre. Fueron mis ojos testigos involuntarios, pero a veces necesarios, de las horas cruciales del nacimiento de lo que ustedes llaman hoy Argentina. Pero que en mí tiempo no era más que una esperanza lejana, aunque percibida como algo hermoso por muchos como yo. No fueron tiempos fáciles para nadie, ni para nuestros enemigos o circunstanciales adversarios. Con el tiempo aprendí que la única línea divisoria entre los seres humanos pasaba por su honestidad y su seriedad. No fueron pocas las decepciones. Que los hombres y las mujeres de mi propio campo me depararon. Paradójicamente, en compensación, hubo lecciones de honor y de valor que aprendí de los del otro lado. En fin, espero que vuestras mercedes me escuchen con atención. Probablemente, les llame la atención lo corrido y hasta erudito de mi expresión; sucede que a la par de los azares de mi existencia fui lo suficientemente afortunado como para recibir algo de instrucción. Eso se lo debo a doñaTomaza Albarracín, esposa de don Enrique Joffré, quien me enseñó mis primeras letras; a Fray Rodolfo que para ganarme para su causa me dio a leer algunos de los clásicos de la Ilustración. Y a alguna otra lectura ocasional, fruto de algún libro salvado por mí de bibliotecas saqueadas; y destinadas al fuego; ya que el “bichito” de la lectura me había picado desde chico.
[1] Legua: antigua medida de longitud española equivalente a lo que un jinete puede recorrer en una hora de marcha. En la práctica se la equipara a unos 6, 6 Km modernos.
[2] Vara: Antigua medida de longitud española. Su equivalencia moderna es variable, pero se acepta que es igual a unos tres pies. Lo que equivale aproximadamente a 0,98 m.