domingo, 1 de mayo de 2011


El Baqueano es un gaucho grave y reservado que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El Baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él. El Baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar.
Domingo F. Sarmiento. Facundo.

Ser o no ser, esa es la cuestión: Si es más noble para el alma soportar las flechas y los golpes de la áspera Fortuna o armarse contra un mar de adversidades y darles fin en el encuentro. Pues, ¿quién soportaría los azotes e injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, las penas del amor menospreciado, la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo, los insultos que sufre la paciencia, pudiendo cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida, si no es porque el temor al más allá, la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve, detiene los sentidos y nos hace soportar los males que tenemos antes que huir hacia otros que ignoramos?
William Shakespeare. Hamlet.

La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta, cuanto es creada para conservar el orden, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacerse respetar de los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los criminales. La Patria no es abrigadora de crímenes.
José de San Martín. Ordenanzas Militares.


Quiso la gloria. Y más que la gloria, quiso el honor de merecerla.
Roque Aragón. La Política de San Martín.





ADVERTENCIA

Esto no es solo una novela. Tampoco un libro de historia. Si bien tiene un personaje central concreto. De quien ya les hablaré. Tiene muchos otros protagonistas. Aquellos cuyos nombres no figuran con las letras de molde de los libros de historia. Pero que sí estarían gravados, si estos existieran, en las lápidas de los cementerios de campaña. Los que jalonarían las rutas de la independencia, seguramente, esparcidos por medio continente americano. Desde las estribaciones del Fortín Picheuta hasta la laderas del volcán Pichincha. Héroes o cobardes; voluntarios o enganchados. Tuvieron que hacer la guerra. Muchas veces porque no tenían otra opción. Otras porque vieron en esta empresa grandiosa. Una forma de escapar a la rutina y a la pobreza de sus vidas. Una forma barata de vivir una gran aventura. Nadie les preguntó su opinión. Por este y por otros motivos. Elegí contar esta historia desde el punto de vista de uno de ellos. Por obvias razones dramáticas. Este personaje ficticio tuvo que tener un protagonismo que excedía sus antecedentes. Ya que se trata de un simple y joven baqueano. Sepan perdonar esta licencia. Todo lo demás. Los personajes históricos, las batallas, las pujas, y hasta las traiciones. En pocas palabras: el escenario. He tratado de describirlo con la mayor fidelidad posible. Su autenticidad llega hasta donde mi conocimiento histórico-geográfico me alcanza. También, he buscado. De la mejor manera posible. Introducir juicios y apreciaciones, basados en mis conocimientos profesionales, sobre lo que aún continúa siendo. Una hazaña militar de inmensas proporciones. De hecho, la mayor de nuestra historia. Finalmente, confieso que esta obra no pudo escapar a una secreta intención pedagógica. La de aprender, para luego enseñar. Cómo fue que hicieron ellos para pensar y actuar con magnánimidad. Para soñar una Argentina grande. Especialmente, como lo hizo. Ese misterioso héroe que fue nuestro General San Martín.

Carlos A. Pissolito.

PERSONAJES PRINCIPALES

JOSE DE SAN MARTIN: Héroe de la Independencia americana.
SIMON BOLIVAR: Héroe de la Independencia americana.
BERNADO DE O´HIGGINS: Héroe de la Independencia de Chile.
BERNARDO DE MONTEAGUDO: Abogado revolucionario, sucesivamente, al servicio de San Martín y de Bolívar.
ALVAREZ CONDARCO: Cartógrafo y secretario ayudante del General San Martín.
TOMAS GUIDO: Amigo y secretario ayudante del General San Martín.
THOMAS COCHRANE: Marino escocés al servicio de Chile.
FRAY LUIS BELTRÁN: Ex fraile dominico, artificiero.
Dr. JAMES PAROISSIEN: Médico inglés al servicio del General San Martín.
Dr. WILLIAM COLISBERRY: Médico norteamericano del General San Martín.
JUAN CRUZ: Baqueano.
JUAN ESTAY: Jefe de Baqueanos del Ejército Libertador.
COLIGUANTE: Indio huarpe amigo de Juan Cruz.
EDUARDO y JOSÉ ANTONIO JOFFRÉ: Amigos de Juan Cruz.
FRAY RODOLFO MENDOZA: Fraile dominico de ideas revolucionarias.
LOS GOLIARDOS: Grupo secreto de agitadores dirigidos por Fray Rodolfo.
ROGEL POINSETT: Representante diplomático de los EE.UU para América del Sur.
MARÍA POINSETT: Hija.
CAPITÁN STEPHEN NAYLOR: Agente al servicio de SM Británica.

CAPITULO I


EN EL BOLEADERO DE DON FAUSTO



El choique giró velozmente cortando por la izquierda el galope tendido del alazán oscuro de Juan Cruz. En curso casi paralelo pero levemente rezagado avanzaba a igual velocidad el caballo pinto del huarpe Coliguante. La última maniobra del ave corredora más veloz de América la había salvado del chuzazo lanzado por el indio; sin embargo la colocó en el campo de tiro de las tres marías del gaucho mendocino. Juan dio un par de giros más a sus boleadoras, dobló su muñeca y estiró su brazo en dirección a la trayectoria del ave corredora. Las bolas, como había sido previsto por su lanzador, golpearon a los pies del ñandú, rebotaron en distintas direcciones y terminaron por derribarlo. Ya en el suelo lucía totalmente indefensa. Ambos jinetes habían saltado de sus cabalgaduras, boleando sus respectivas piernas derechas por sobre el cogote, aun antes de que estas se hubieran detenido totalmente. Al poco tiempo otros dos montados –los hermanos Juan Antonio y Eduardo Joffré, que venían más rezagados se unieron en semicírculo que ahora rodeaba al bulto de plumas que segundos antes fuera un choique a toda carrera. El protocolo establecía que Juan Cruz tenía el derecho al golpe de gracia, sin embargo, con una mirada de asentimiento le hizo saber a su acompañante que le cedía los honores. Este ya empuñaba en su mano derecha una afilada hoja de acero que por toda empuñadura tenía unos tientos de cuero crudo atados en un extremo. El huarpe se arrodilló cerca del cuello del animal y en un diestro movimiento lo degolló, no sin antes colocar un cuenco de arcilla para recoger la sangre que salía a borbotones por el cogote cortado y que sería un ingrediente fundamental para la preparación de la chanfaina.
Más tranquilos después de la carrera, todos emprendieron el regreso para las casas. En silencio avanzaban al paso por el Boleadero de Don Fausto, una dependencia del valle de Uspallata, verdadera marca entre la Precordillera mendocina y los cordones Oriental y del Límite que conformaban la formidable Cordillera de los Andes en su tramo más alto y más difícil de su largo recorrido americano. El valle de unas 5 leguas[1] de largo corre longitudinalmente desde el cerro Tunduqueral al Norte hasta la convergencia del arroyo Uspallata -que además del nombre provee de agua al valle- con el río Mendoza al Sur. Verdadero oasis cordillerano se destaca por su verdor que contrasta nítidamente con las inflexiones marrones y grises de las moles andinas que lo rodean. Sólo por la blancura de las cumbres nevadas del cerro Montura al oeste de la abertura rompen bellamente la monotonía de los tonos oscuros. Este verde intenso es producto de la floración y la foliación de sauces, álamos y diversos frutales, entre los que se destacaban manzanos, perales y membrillos. El comienzo de la primavera de ese histórico 1814 intensificaba el contraste y le daba al valle un aspecto festivo, reforzado por la presencia de abundantes insectos voladores que llenaban el aire. Entre los que se encontraban los molestos y famosos tábanos uspallatinos. Y por las bandadas de tordos que los perseguían para integrarlos a su dieta.
Por aquellos días felices, Juan Cruz era un mozo de sólo 15 años, aunque su piel quemada por el sol y por los vientos de esa parte de la cordillera le daban una patina que le hacían parecer mayor. Delgado, aunque no muy alto, se destacaba por su natural prestancia no obstante su permanente tendencia a reclinar su cabeza hacia la izquierda lo que le daba aun mayor solemnidad a su aspecto. Sin embargo, eran sus ojos o más precisamente su forma de mirar, lo que llamaba inmediatamente la atención. Marrones, normalmente calmos se encendían como carbones en una fragua cuando algo agitaba las aparentemente tranquilas aguas de su interior. Esto sucedía en cada ocasión que algo alteraba la calma disposición de los hombres de su raza. Todo ello contribuía a dar la impresión de un personaje con cierto aire ausente, pero que podía saltar como un león cuando la situación lo ameritaba. Huérfano de padre y madre había sido criado por Carlos Estay. A quien, siguiendo una costumbre cuyana, llamaba inapropiadamente tío. Quien era un conocido arriero, rastreador y baqueano al servicio de la familia Joffré. Que, por entonces, eran los dueños de la Estancia San Alberto una de las mejores de la zona. El baqueano, cada verano, llevaba los grandes arreos de ganado de los Joffré por los pasos que pocos conocían como él. Ya sea por la Pampa de Canota hasta Mendoza o por los pasos de Uspallata hasta el pueblo trasandino de Los Andes. También se sabía en el valle que la faca de los Estay estaba siempre disponible para lo que don Enrique Joffré gustara mandar. A cambio de estos servicios don Enrique le daba a Estay y a los suyos la protección de corte paternalista que un vasallo podría haber esperado de su señor feudal durante la Edad Media. Este tipo de relaciones lejos de ser una curiosidad eran la norma en la sociedad rural mendocina de principios del siglo XIX. La situación de Juan Cruz, además, se veía especialmente reforzada, por su sólida amistad con Eduardo, el segundo de los Joffré, con quien compartía trabajos, correrías y a veces, las lecciones de gramática, latín y catecismo que el ilustrado del pueblo, el frailes dominico Rodolfo Mendoza les impartía. Doña Tomaza Albarracín, la matrona de los Joffré alentaba y veía con buenos ojos esta amistad, ya que certeramente intuía, que más allá de la distancia social que separaba a ambos muchachos, era una buena influencia para su hijo Eduardo.


          ***         


Ya cerca de las casas y antes de apearse supieron que había visitas. Al tiempo que la jauría de galgos salía de los corrales a torearlos. Divisaron atados en los palenques de la galería este a varios caballos patria, con todos los arneses colocados a la usanza militar, aunque con la concesión criolla de llevar un pellón de ovejas con sobrepuesto y cuartillo. A poco de desmontar vieron al Sargento Ramírez, jefe del destacamento de milicianos que custodiaba las bóvedas del viejo arsenal. Lo acompañaba otro militar de evidente mayor autoridad que sin su morrión pero con su correaje colocado saboreaba un amargo con Don Enrique y Fray Rodolfo. Luego de unos breves saludos protocolares solo el mayor de los Joffré fue autorizado por su padre a unirse al grupo. El resto: Juan Cruz y Eduardo Joffré siguieron su rumbo para la cocina para entregar el choique y la sangre a las cocineras; simultáneamente, el indio con los caballos del diestro enfiló para los corrales. Era ley no escrita de la estancia que cada uno, sin importar su rango, se hiciera cargo del cuidado de sus propias cabalgaduras. Estas y otras disposiciones de Enrique Joffré buscaban inculcar en sus hijos, que el único privilegio que podían esperar era el de ocupar el puesto más difícil en el arreo. Por lo que la orden paterna de librar a Juan José de tales menesteres solo podía presagiar que algo serio se traían entre manos.
La casa de los Joffré era una de las mejores de la comarca y compartía con otras de la zona las características de la arquitectura colonial de la época. Una amalgama del diseño hispano con el uso de materiales locales como la piedra, los tirantes de álamo y la totora. El solar comprendía a tres construcciones: la casa principal, donde tenían sus aposentos los Joffré y cuando se presentaba la ocasión sus huéspedes; la herrería y la casa destinada a la servidumbre. Todo ello estaba rodeado por razones de seguridad por una pirca de piedra que disponía de dos entradas –que se cerraban durante la noche- con sus respectivos portones de madera chaveteada para montados y carruajes. La amplia casa se organizaba alrededor de dos patios, el primero conocido como el “sociable”, era el que permitía la comunicación de los dormitorios principales, así como con el salón comedor. El segundo, denominado el de “servicios”, servía de conexión entre la cocina, la despensa y otras dependencias auxiliares. Mirando, tanto al poniente como al naciente, la casa mostraba sendas galerías que protegían al interior del golpe directo de los rayos solares; proyectando una reparadora sombra en verano y un escudo contra las heladas en invierno. A la vez, permitían un espacio extra para tertulias y reuniones cuando el tiempo lo permitía. Sus paredes estaban construidas en adobones de una vara[2] de ancho con tirantes de álamo que servían de cabreada para el entramado de tejas. La estructura del techo era visible en el salón principal, no así en los dormitorios que la usanza de la época los cubría con un cielorraso de lienzo. Tanto la herrería como la casa de la servidumbre estaban construidas con cimientos de piedra, continuados por adobes y culminados por un quinchado de totora. La herrería contaba con una pequeña fragua a carbón con un soplador a pedal donde se forjaban las herraduras y se fabricaban diversos utensilios de metal. Anexa a la misma estaba una habitación conocida como el “monturero” destinada a la guarda y reparación de todo el material de aperos, monturas y albardas. La casa destinada al descanso de la servidumbre se completaba con dos letrinas colocadas a su retaguardia.
La cena en esas latitudes se servía temprano. A la usanza de un high tea inglés, la gente de campo cenaba antes de ponerse el sol por la simple razón de que al otro día se madrugaba. También, era la comida principal; ya que el desayuno no superaba a unos pocos amargos tomados de pie en la matera de la cocina; y el almuerzo generalmente consistía en un trozo de carne hecho charqui o una cabeza guateada hecha a las brazas de un circunstancial fogón a campo abierto. Pero esta era una ocasión especial, además de los convidados habituales, o frecuentes entre los que se contaban el sargento y Fray Rodolfo, estaba el Capitán Matilla venido del Plumerillo con importantes noticias para los presentes.
La entrada de dos fuentes con empanadas criollas dio comienzo al convite. Eran acompañadas por un vino patero de confección casera de baja graduación alcohólica pero de fuerte color y color tinto que se sirvió en jarras de hojalata.
_ ¿Cómo es el tal Coronel San Martín? _Espetó don Enrique a sus interlocutores en obvia alusión a la reciente designación del militar como Gobernador Intendente de Cuyo.
_ Parece un tipo serio, distinto. _Fue la respuesta del Capitán Matilla.
_ Tiene sus laureles ganados en España, en los campos de Bailén; aunque no se le conocen ideas políticas. _Acotó, Fray Rodolfo.
_ ¿A qué ha venido, qué planes tiene? _Continuó don Enrique con su interrogatorio.
_ Al respecto hay muchos rumores. Yo solo sé que ha ordenado a todas las guarniciones del interior tantear el terreno para la reunión de recursos que serían necesarios para armar un ejército para pelear contra los godos y así ganar nuestra independencia de una vez por todas.
_ Eso ya se ha intentado, y hemos fallado. _Dejo caer con cierto tono de fastidio don Enrique.
_ El no habla más de la ruta del norte que tantos problemas nos dio, sino de cruzar al otro lado por los pasos de La Cumbre y darle a los godos en su propio terreno. Para después salir para Lima, centro del poder español en América.
_ Lo que falta es verdadero fervor revolucionario. _Argumentó Fray Rodolfo, quien creía que las ideas y la voluntad gobernaban todo lo real.
_ ¿Fervor? Es lo que aquí sobra. Lo que aquí falta es todo lo demás. Desde herraduras hasta cañones. Sin mencionar un plan que valga ese nombre, y hombres honestos y diestros para llevarlo a buen puerto. _Sostuvo realista don Enrique.
El fraile insistió en su prédica voluntarista. Apostrofando a los criollos, en general, por su falta de voluntad. Como siempre, siendo él peninsular, dejaba sentado que “eso” en la Metrópoli era lo que sobraba. No en vano, los frailes como él eran conocidos como “goliardos”. En criollo, un sacerdote que vivía su ministerio con varias licencias a la norma apostólica. Si bien miembro formal de la Orden Dominica. La revolución había, también, entrado y hecho estragos entre las jerarquías eclesiásticas. Dándose la paradoja, de que aquellas órdenes creadas, hacía casi cuatro siglos atrás, para combatir la herejía protestante. Eran, ahora, los mejores propulsores de las ideas revolucionarias. Las que habían sido eficazmente esparcidas por el General Bonaparte y su Grand Armée.
Matilla, como soldado que era, vio la necesidad de llevar la discusión a lo concretó y dirigiéndose al hombre de mayor autoridad. Y que en definitiva era a quien había venido a ver, le interrogó concretamente:
_Don Enrique, ¿cómo ve usted las posibilidades de apoyar al Gobernador en sus planes, digo reuniendo lo que se pueda, gente, ganado, preparando el terreno para formar una fuerza militar que cruce al otro lado, pueda dar batalla y liberar Santiago?
Luego de cavilar por unos instantes. Don Enrique, que ahora concitaba el interés de todos, dijo:
_ Mira hijo como yo lo veo tu coronel se enfrenta a varios problemas. Para empezar. Esta el tema del cruce, que como todos sabemos no es moco de pavo. Una cosa es pasar con un arreo de ganado y otra muy distinta con todo un ejército, que alijo tendría que tener de unos tres mil a cinco mil hombres de pelea, sin contar al ganado, tanto de silla como de carga; para no hablar de las piezas de artillería. Que son la cosa más difícil de mover. Hay agua, sí, pero casi no hay pasto ni leña, ni que hablar de comida para tanta gente.
¿Un ejército? Hoy por hoy no es algo sencillo. De mis lecturas deduzco que la táctica militar ha evolucionado a partir de ese que se hace llamar el Gran Corso. Hoy hablar de guerra no es solo hablar de cañones y sables, sino de instrucción y de avituallamiento. Dicen que el propio Napoleón ha dicho que un ejército marcha sobre su estómago. Por otro lado, Aquí no hay nada, habría que hacerlo todo desde las herraduras hasta los uniformes.
Pero, por si esto fuera poco, aun suponiendo que tu coronel tuviera los conocimientos y los cojones para armar todo esto, le faltaría algo fundamental. Y aquí debo concederle a Fray Rodolfo algo de razón. No hay empresa militar sin voluntad política. ¿Acaso no nos llegan noticias de que en Buenos Aires hay quienes quieren pactar, arreglar con la Metrópoli? Estamos en Mendoza a miles de leguas del puerto, donde se toman las decisiones. En pocas palabras tu coronel está loco o.... _Don Enrique dejó la frase sin terminar, sabiendo que sus argumentos habían sido contundentes.
Los presentes, con su silencio avalaron el cuadro pesimista pero realista enunciado por el dueño de casa. Acto seguido, la conversación derivó a temas más pedestres. Como se presentaba el verano, y cosas por el estilo. El Capitán Matilla mientras engullía los manjares de la cocina de los Joffré, mascullaba mentalmente que explicación dar a sus jefes. Por suerte en el viaje a Mendoza tendría tiempo de pensar más tranquilo. Otro que cavilaba era don Enrique. Se dijo así mismo que tenía que bajar a Mendoza y conocer a aquel coronel que tanto había impresionado a los militares presentes.


          ***         


Más allá de la lógica reserva solicitada por el Capitán Matilla a todos sus interlocutores, la noticia de lo conversado esa noche en la casa de los Joffré se esparció hacia algunos círculos selectos uspallatinos. En principio, la propia casa de los Joffré sirvió de caja de resonancia de lo conversado esa noche. Los hijos de don Enrique, al que espontáneamente se sumó el núcleo pequeño de sus amistades lo debatieron hasta el hartazgo. Por ejemplo, Juan José, el mayor, tal como su padre. Solo le encontraba inconvenientes al mismo; mientras que Eduardo, el menor, y Juan Cruz veían en su realización una inagotable fuente de aventuras. Por su parte, el indio Coliguante abrigaba la secreta esperanza de que tal proyecto pudiera cambiar la suerte de los hombres de su raza, aunque como de costumbre no dijo una palabra.
Fray Rodolfo fue el responsable de la difusión en la propia villa de Uspallata. Para ello contó con su red de influencia. Personajes más o menos estrafalarios que compartían con el fraile su visión revolucionaria de la historia. Estaba, Ciro Selser, el barbero y boticario del pueblo. Pasaba por un hombre instruido. Aunque se decía que era un judío falso converso; y que por esa causa había huido de la Península encontrando refugio en el alejado valle. También, estaba el “Negro” Alderete, dueño de una tropa de carretas que acaparaba el transporte entre el valle y la ciudad de Mendoza. Hombre simple; pero astuto. El “Negro” como todos lo llamaban por razones obvias, ya que era un mulato claro, que había sabido transformarse a sí mismo en un pequeño empresario. Nadie conocía sus orígenes, ni él hablaba de su pasado. Cerraban el círculo, un grupo de jóvenes, muchos de ellos hijos de las familias más acomodadas de la vecindad que estaban deslumbrados con las ideas avant garde del dominico. Eran sus “acólitos” como el propio cura la denominaba.


          ***         


Ha querido el autor narrar los hechos desde mi perspectiva, esto es la de un soldado raso o de un simple voluntario ya que ni siquiera comencé como uno. Yo, Juan Cruz que comencé esta odisea como aprendiz de baqueano y que acompañé a ese gran conductor de hombres que fue José de San Martín. Desde las postrimerías de Rancagua, ayudé a guiar a sus soldados por los pasos cordilleranos, combatí con él en Chacabuco y Maipú y en cien combates más. También, cumplí con algunas de sus misiones de guerra de zapa como él las llamaba. Aunque vuestras mercedes dispensarán que no se lo cuente todo ahora. Toda historia tiene su principio, su nudo y su desenlace. Déjenme decirles que le fui siempre fiel. Aun después de su forzado retiro y cuando solo pocos lo fuimos. Porque esta es una historia de lealtades y de traiciones. Seguí los ideales que él nos había inculcado. Aun cuando ya se había retirado. Marché con lo que quedaba de su glorioso ejército, casi hasta el límite con la Gran Colombia en las laderas del volcán Chimborazo. Junto a él supe ser baqueano, rastreador, correo y hasta confidente. En el camino me hice hombre. Fueron mis ojos testigos involuntarios, pero a veces necesarios, de las horas cruciales del nacimiento de lo que ustedes llaman hoy Argentina. Pero que en mí tiempo no era más que una esperanza lejana, aunque percibida como algo hermoso por muchos como yo. No fueron tiempos fáciles para nadie, ni para nuestros enemigos o circunstanciales adversarios. Con el tiempo aprendí que la única línea divisoria entre los seres humanos pasaba por su honestidad y su seriedad. No fueron pocas las decepciones. Que los hombres y las mujeres de mi propio campo me depararon. Paradójicamente, en compensación, hubo lecciones de honor y de valor que aprendí de los del otro lado.  En fin, espero que vuestras mercedes me escuchen con atención. Probablemente, les llame la atención lo corrido y hasta erudito de mi expresión; sucede que a la par de los azares de mi existencia fui lo suficientemente afortunado como para recibir algo de instrucción. Eso se lo debo a doñaTomaza Albarracín, esposa de don Enrique Joffré, quien me enseñó mis primeras letras; a Fray Rodolfo que para ganarme para su causa me dio a leer algunos de los clásicos de la Ilustración. Y a alguna otra lectura ocasional, fruto de algún libro salvado por mí de bibliotecas saqueadas; y destinadas al fuego; ya que el “bichito” de la lectura me había picado desde chico.


[1] Legua: antigua medida de longitud española equivalente a lo que un jinete puede recorrer en una hora de marcha. En la práctica se la equipara a unos 6, 6 Km modernos.
[2] Vara: Antigua medida de longitud española. Su equivalencia moderna es variable, pero se acepta que es igual a unos tres pies. Lo que equivale aproximadamente a 0,98 m.

CAPITULO II


LOS REFUGIADOS DE RANCAGUA



Estaba el Capitán Matilla, ya listo para regresar a Mendoza, momentáneamente detenido en la pulpería para comprar unas vituallas y “vicios” (tabaco) para el viaje, cuando llegó la noticia. Los patriotas chilenos habían sido derrotados en los campos de Rancagua, dos días atrás, el 2 de octubre de 1814. Para peor los realistas habían iniciado una persecución contra lo que quedaba de ellos. Por los que muchos de ellos huían como podían en dirección a Mendoza. Se decía que la propia madre de uno de los revolucionarios más encumbrados, el General Bernardo O’Higgins, se encontraba entre los desplazados. Antes tales nuevas, el capitán apreció que debía quedarse un tiempo más en Uspallata y enterarse de primera mano de lo sucedido y de las reacciones de los lugareños. El capitán no estaba errado, esa misma noche mientras cenaba, recibió un parte que le ordenaba quedarse allí, organizar la recepción de los emigrados. A la par que se lo anoticiaba que el propio Gobernador-Intendente al frente de una columna de auxilio saldría mañana para Uspallata para recibirlos en persona.

Con el arribo a Uspallata de los primeros refugiados llegaron los detalles del desastre. Como sucede con todas las derrotas militares. No todo era atribuible a una capacidad superior del enemigo, sino más bien a la propia estupidez y Rancagua en ese sentido, era un modelo. Se citaban las disputas entre los mismos patriotas como la causa principal del fracaso. De un lado, estaban los “carreristas” como se los denominaba a seguidores de José Miguel Carrera. Quien gozaba del apoyo fraternal de Juan José y Luis. Ambos con mando de tropas, y que habían entronizado a su hermano como hombre fuerte de Santiago. Ferviente revolucionario, José Miguel sumaba a la causa americana todo el peso de su fogosa personalidad y el de todos los contactos políticos que su encumbrada posición social le permitía. Del otro lado, estaban los denominados “larraines”, antiguos seguidores del depuesto gobernador, el venerado Mateo del Toro Zambrano. Entre ellos, destacaba la figura de Bernardo de O’Higgins, quien fuera el desafortunado comandante de las tropas en la batalla. Quien, vanamente había esperado la ayuda de Carrera, la que nunca llegó. A estos antecedentes. Sumaban los mendocinos la ofensa de que Carrera había desterrado a uno de sus comprovincianos, Martínez de Rozas. A la par de otras personalidades trasandinas encumbradas como las del Brigadier Juan Mackenna y la del diplomático Antonio José de Irizarri, entre muchas otras.
Luego de arreglar la recepción en Uspallata de alrededor de trescientos refugiados trasandinos, el Capitán Matilla inició la marcha para salir al encuentro de su comandante, el Coronel San Martín. Y así ponerlo al corriente de la situación que empezaba a caldearse con la llegada los primeros emigrados. La colaboración de don Enrique Joffré; así como del grupo de Fray Mendoza le había resultado de gran utilidad. De hecho, el propio Joffré hospedaría en su casa a los emigrados de mayor rango. Mientras que Alderete ya organizaba el transporte de sus enseres. Eligió el camino de la Pampa de Canota, más desolado que el del valle del rió Potrerillos, pero que era el seleccionado por la columna de auxilio, por ser el más directo entre Uspallata y Mendoza. Pese a su menor longitud, unas 30 leguas, en la práctica quedaba reservado para el uso de contrabandistas y otras gentes afines. Atravesaba una gran planicie de altura que los lugareños conocían como la Pampa de Canota. Carecía del resguardo y del agua que caracterizaban al otro camino que sendereando las márgenes del río Potrerillos entraba a Mendoza por el sur. También, había en el medio de la pampa dos explotaciones mineras: una de plomo y otra de plata. En las instalaciones de la segunda de ellas calculaba toparse con la columna salida de Mendoza dos días antes.
Por eso, al poco de andar y divisar a un montado sobre la pampa el capitán se asombró y se preguntó quién sería aquel para aventurarse por esas soledades. Al acercarse pudo ir comprobando que el solitario jinete vestía a la usanza guacha. Pero al cruzarse con éste e intercambiar algunas palabras, luego de los saludos de rigor. Comprobó, Matilla que algo no cerraba con su personaje. Estaban esos ojos azules sobre su piel curtida y ese acento extranjero difícil de definir; ya que usaba modismos que solo los lugareños empleaban en su trato coloquial. Era un inglés, o más propiamente –como el mismo se definiera- un irlandés, de nombre Stephen Naylor. Quien luego de caer prisionero durante la 2da invasión inglesa, había decidido quedarse en estas tierras, aunque no mencionó a que se dedicaba ni que hacía en esas soledades. Se despidieron y ambos continuaron por sus senderos opuestos.
Ambos cavilaron en forma similar sobre cuál sería la verdadera razón para el viaje del otro. La del militar era más evidente; pero qué hacia un irlandés en esas desiertos. Lo que no sabía uno y otro; era que sus respectivas misiones habían sido diseñadas por una mente común, nada menos que la de José de San Martín. En el fondo las dos apuntaban a lo mismo: conocer la situación real en el valle de Uspallata. Desemboque y emboque natural para el sistema de pasos que permitía el cruce de los Andes. Además, por aquella época era un centro artesanal e industrial de gran importancia donde se fabricaban carretas y hasta se forjaban sencillas herramientas de hierro. Sin embargo, ambas misiones se ejecutarían de forma muy diferente. Matilla, siendo un militar había obtenido la información oficial a través del contacto con vecinos importantes y otras autoridades legales. Mientras que Naylor, siendo un espía al servicio de San Martín, podría encontrar matices informativos vedados al militar. Tal dualidad era imprescindible en los tiempos revolucionarios que corrían. San Martín lo sabía perfectamente: si triunfaba sería un héroe, pero si fracasaba, sería considerado un infame traidor a su Rey; así que todo esfuerzo por reunir información sobre sus enemigos, el terreno y aun, sobre sus aliados era vital. Como si esto fuera poco, por aquellos días, no todos tenían sus lealtades muy decididas. Más allá de los fanáticos, los convencidos y la gente de principios que eran los menos, el resto acomodaba sus prioridades al calor de la evolución revolucionaria. Por ello, no era extraño que incluso dentro del campo patriota. Peor, aun en el mismo seno del estado mayor de San Martín, como luego se sabría, había quienes jugaban a dos puntas.


***


Los emigrados se contaban por más trescientos. Algunos, los de mejor posición, habían llegado montados y seguidos por su servidumbre cargada con sus enseres, sus objetos de valor y sus valiosos archivos de correspondencia. También, había soldados pertenecientes a varios cuerpos, mal vestidos y peor armados, dando una clara muestra de indisciplina y baja moral combativa. Había entre ellos, del mismo modo, mujeres y niños que necesariamente habían dificultado y hecho más lento el avance En todos ellos se notaban los rigores del cruce. Si bien octubre no era un mes invernal, no eran raras las tormentas de nieve en las altas cumbres. Por ejemplo, el paso La Cumbre que era el que habían atravesado, por ser el más directo, superaba las 6.000 varas de altura. A esa altitud la acción del viento seco y la luminosidad implacable sol cordillerano tenían un efecto devastador sobre las partes de la piel expuestas al aire. Pese al uso de sombreros, chupallas y pañuelos, todos lucían una piel curtida y amarromada.
El ánimo general no era bueno. Aunque, a casi todos, la llegada al primer poblado de magnitud les produjo una sensación de alivio. Los moradores de la villa de Uspallata y sus autoridades se habían congregado para recibirlos. Los vecinos ofrecían lo que tenían a sus hermanos trasandinos. El alcalde los tranquilizaba, dándoles detalles sobre la columna de ayuda enviada desde Mendoza. Sin embargo, nadie pudo dejar de notar la presencia de José Miguel Carrera. Se destacaba, no solo por su natural prestancia, que fue el comentario de la platea femenina allí reunida. Sino, también, por sus duros y ácidos comentarios contra sus rivales políticos y la situación en general. Enrique Joffré que lo conocía de tiempo atrás; y era quien lo alojaría en su fundo, trataba de calmarlo dándoles las mejores explicaciones posibles mientras cabalgaban en dirección a San Alberto, distante unas dos leguas de la villa. Se les había sumado Fray Mendoza, quien compartía con José Miguel sus juicios terminantes y por momentos apocalípticos sobre la libertad americana.
_ Son todos unos inútiles, buenos para nada, hubiera usted visto, don Enrique, a ese nabo de O’Higgins en Rancagua, una verdadera desgracia, para colmo de males el párvulo pretendía que yo, apoyara su estúpida osadía. Lo único que ha logrado es hacernos echar a todos. Emigrados, mire usted, gente de nuestra clase pasando por estas cosas. Si ese improvisado simplemente me hubiera escuchado... _ Concluyó en tono casi dramático el más conocido de los Carrera.
_Bueno, José Miguel, comprenda usted que con los tiempos que corren nadie está libre de pasar por estas peripecias. Además, me dicen que el Coronel San Martín que es nuestro nuevo Gobernador-Intendente, vine así aquí a la cabeza de una tropa de auxilio. _ Sostuvo en tono conciliador don Enrique.
_ Supongo que ese San Martín sabrá a quien recibe; ya debería estar aquí o es que no reconoce a gente de rango cuando la tiene delante. Yo soy la máxima autoridad chilena...
_ En el exilio. _ Acotó con picardía Fray Mendoza.
_ No se preocupen ustedes que en la primera oportunidad le dejaré en claro a ese coronel quien manda.
Ante la dura advertencia, ninguno de los presentes se atrevió a contradecir al autor de esas palabras, el carismático José Miguel Carrera. Claro, nadie conocía ni tenía idea del destinatario de esta advertencia, a quien consideraban un funcionario mas enviado por Buenos Aires. Si aunque solo hubieran tenido una noción limitada de la personalidad de don José. Habrían sabido que se avecinaba una tormenta; ya que éste no era un hombre fácil de arrear. Tampoco, en consecuencia, podían siquiera intuir las graves consecuencias que la actitud del chileno tendría sobre sus propias vidas en un futuro cercano.


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La polvareda levantada por las cabalgaduras sobre el seco suelo de la pampa fue la mejor alerta para Matilla de la aproximación de la columna de apoyo. Era evidente que habían marchado a muy buen paso, dado lo adelantado de su posición. El capitán tendría que apurar el suyo si no quería verse anticipado por su coronel. Así lo hizo, aunque solo logró llegar unos momentos antes que la vanguardia compuesta por un escuadrón de los Cívicos Blancos, que eran parte de la milicia provincial mendocina. Inmediatamente detrás y a la cabeza del grueso, montado en una gran mula tordilla, venía el Coronel San Martín. El grueso, básicamente, estaba compuesto por una tropa de mulas cargueras con víveres y enseres diversos, así como caballos y mulas de silla para los emigrados.
San Martín vestía una camisa de bayetilla blanca y los pantalones de montar con refuerzos de cuero de origen ruso que había comprado para su querido Regimiento de Granaderos. Completaban el atuendo una chupalla de paja con un aro de seda negro y un pañuelo de sudar anudado al cuello. Sobre el borren delantero de su montura doblado un poncho de vicuña marrón claro. En el trasero dos maletas de cuero y lona y sobre ellas un correaje de cuero con un impresionante sable de estilo morisco. A ambos costados dos pistolas de chispa, listas y cebadas. Se apeo tranquilo, mientras se acomodaba su ropa luego de la pesada marcha. Uno de los arrieros le acerco un chifle de vino que el rechazó con un ademán y acto seguido procedió a desatar el suyo propio de un costado de la montura, pero que estaba lleno de agua. Luego de un largo sorbo, ya con Matilla a pocos pasos, el coronel lo miró y lo invitó a hablar. En pocas y concisas frases, tal como le había recomendado su jefe, el capitán relató los pormenores de los últimos días. Remarcó especialmente la buena disposición de don Enrique Joffré, aunque enunció algunos reparos sobre el activo grupo de Fray Mendoza que pese a su entusiasmo no se mostraba muy dócil. Tampoco, obvió su impresión sobre José Miguel Carrera, aunque sin cargar muchos la tintas, ya que –otra recomendación- el coronel solía montar potro cólera con cierta facilidad. San Martín extrajo un reloj de su bolsillo consultó la hora y preguntó a cuanto estaban de Uspallata. Matilla sostuvo que tres horas de marcha serían suficientes. El trompa de órdenes que seguía a San Martín, luego de una indicación de esté tocó las notas de prepararse para continuar la marcha.


***


Hacía dos días que las actividades en las casas eran intensas. Bajo la batuta experta de Doña Tomaza Albarracín de Joffré. Había que tener todo dispuesto para recibir a lo mejor de los emigrados chilenos, y entre ellos, a los hermanos Carrera. Con amplia fama de exigir en el trato para con ellos las dignidades que correspondían a gente de su alcurnia. Había pelotones dedicados al hermoseo externo de los jardines, al lustre de la platería, a la limpieza general, y a la preparación de los manjares que integrarían el vasto menú, porque aquí no se hacía nada importante sin una gran comilona. Yo por mi parte, estaba muy contento no solo por romper la dura monotonía de mis tareas rurales, sino porque podría tener la posibilidad de estar cerca de la casa de los Joffré. Mi pelotón, estaba bajo el mando de Eduardo Joffré y tenía a su cargo servir de auxilio a las cocineras en la preparación del plato principal del almuerzo: carne a la masa. No sé si vuestras mercedes están familiarizadas con las especialices de la cocina mendocina. La carne a la masa es un arbitrio culinario cuando se deseaba garantizar la ternura mediante la cocción lenta de una gran porción de carne. Para ello, grandes trozos de ella se envuelven, una vez especiados, con una masa simple hecha de agua, harina y sal. La cocedura se llevaba a cabo en un pozo especialmente preparado y caldeado con grandes piedras calientes. Depositado allí, al bolo de carne envuelto en masa es dejado por varias horas. Retirada la masa, se corta la carne en rodajas y se la sirve acompañada de papas asadas y vegetales. Nuestra primera tarea fue la de seleccionar, matar y proceder carnear un novillo adecuado.
En eso estábamos, cuando el ruido característico de las ruedas de un carruaje en aproximación nos hizo detenernos y concitar la atención en él. No era un carruaje mas, como los toscos que solíamos ver en Uspallata. Las carretas de grandes ruedas que fabricaba el Negro Alderete. Este era distinto. Era una berlina de caja cuadrada, piso en forma de bote, de cuatro plazas, tirada por cuatro espléndidas mulas arnesadas a la limonera. No tenía elásticos, pero estaba suspendida en sopandas de cuero. Lo que le daba un andar un poco más sereno en aquellas huellas cordilleranas. Pero las sorpresas no terminarían ahí. Una vez detenido el vehículo. Su conductor, que no iba en pescante sino cabalgando uno de los mulares, nos gritó, si esta era la senda para la villa de Uspallata. Luego de que contestáramos todos por la afirmativa, la puerta lateral de la berlina se abrió para dar paso a su extraña dotación. El primero en descender fue un hombre de unos 40 años. Vestía una pulcra cazadora de color verde, breeches color tiza, con botas de montar y sombrero de felpa al tono. Acto seguido, descendió una mulata clara, también, cuarentona. Probablemente una esclava con funciones de haya. O algo más, dada la calidad y el colorido de su vestuario. Bastante mejor que el de una persona que desempeñara esa tarea servil. Finalmente, hizo su aparición una niña que por aquel entonces tendría unos doce o trece años, pero que era ya un prometedor anuncio de la belleza que se convertiría más tarde. De inmediato llamaron la atención de todos y de mí en particular, aquellos ojos de un azul profundo; y que le daban a su mirada el aspecto de una engañosa limpidez. De contextura pequeña y delgada, llevaba su ensortijado cabello negro sujeto en una única trenza. Con la que, de tanto en tanto, la alisaba con sus manos. Trayéndola desde su espalda hacia uno de sus lados. En un gesto de inusual sensualidad.
Todos ellos, luego de estirar sus piernas por lo que parecía haber sido un largo viaje acomodaron sus ropas y embarcaron para proseguir viaje. En el rostro de María, asomado a una de las ventanillas, se dibujaba una sonrisa que aun hoy no puedo explicar. Demasiado intencionada para pertenecer a una niña; aunque tampoco era la de una mujer hecha y derecha. Mitad humana mitad angelical. Los arres y otras imprecaciones irrepetibles del postillón rompieron el encanto en el que me encontraba. Por unos instantes, me quede al costado del vado inmóvil. Enamorado hasta los tuétanos viendo alejarse al carruaje que conducía a la que sería mi eterna amada. Cuantos males me hubiera ahorrado a mi mismo el haber anticipado el carácter traicionero de aquella mirada y de aquella sonrisa. Como averiguaría después. Se trataba de María, hija única de Joel Roberts Poinsett, el agente especial y de negocios de los Estados Unidos de Norteamérica para con los nacientes gobiernos de la América del Sur. Era, asimismo, amigo de los Carrera: Y por ello enemigo potencial de mi jefe, el Coronel San Martín.


***


Más de lo que ellos mismos hubieran aceptado, mucho era los que aquellos tres hombres tenían en común. Los tres rondaban los treinta años, dos de ellos habían adquirido amplia experiencia militar en la Península y los tres la habían reafirmado, aunque con distinta suerte, en territorio americano. Y lo que era más importante, se sentían llamados a grandes destinos y no estaban dispuestos, así como así, a aceptar órdenes de otro. José Miguel Carrera Verdugo era el más joven del trío, con sus 29 años recién cumplidos. Por su parte, Bernardo O’Higgins y José Francisco de San Martín Matorras tenían 36, siendo el segundo unos meses mayor que el primero. De la lectura de sus apellidos y siguiendo la usanza española, el hecho de que O’Higgins utilizara uno solo, en su caso el paterno, lo colocaba en la sospechosa categoría de hijo natural. Tal era su caso, aunque atenuado por el hecho de ser hijo de un grande de España: Ambrosio O’Higgins, Marques de Osorno, aquerenciado de María Riquelme Meza, cuando fuera Gobernador de Chile. De los otros dos, José Miguel era el de mejor prosapia; ya que era hijo de Ignacio de la Carrera y Cuevas y Francisca de Paula Verdugo Fernández de Valdivieso y Herrera, uno de los mayores terratenientes trasandinos. Mientras, que José Francisco, como todos sabemos, era el hijo de un coronel español al servicio de la oficina del Teniente Gobernador de Corrientes, afincado en un pueblito perdido llamado Yapeyú.
Pasando al tema de la experiencia militar la situación era más o menos esta: Carrera y San Martín habían hecho sus primeras armas en las sucesivas coaliciones europeas contra Napoleón. Carrera había alcanzado el grado de Sargento Mayor en el Regimiento de los Húsares de Galicia, lo que no era poco para un criollo. Pero, podría decirse que San Martín había hecho algo similar aunque con mucho mayor brillo; ya que había sido condecorado con una medalla de oro y ascendido de teniente coronel por su valentía en la batalla de Bailén. O’Higgins, al contrario de los dos anteriores, sólo poseía experiencia militar americana producto de haber dirigido las luchas iniciales contra el poder español en Chile. Donde sí se marcaban diferencias importantes era en el pasado cercano. Tanto Carrera como O’Higgins acaban de ser derrotados política y militarmente en Chile. A consecuencia de ello, habían huido hacia el exilio. Por el contrario, San Martín era un ganador, pues había vencido a los peninsulares en el combate de San Lorenzo. También estaba el tema de su supuesta defección del Ejército de Norte, pero es otro tema que ya les explicaremos a vuestras mercedes, y aquí no hace al cuento.
El tema de las ideas políticas era más complejo. Si bien todos eran independentistas, lo eran cada uno a su manera. A San Martín no se le conocían grandes ideas políticas. Por el contrario, Carrera era considerado un liberal hecho y derecho. Por otro lado, tanto San Martín como O’Higgins soñaban con una Patria Grande, que al igual que los Estados Unidos de Norteamérica, agrupara en una gran confederación a todos los pueblos americanos. Carrera, por su parte, era más localista y bregaba por un Chile totalmente independiente. Paralelo a las ideas políticas estaba el espinoso tema de las sociedades secretas, de las logias masónicas que estaban detrás de ellas. Muchas especulaciones habrán leído y escuchado vuestras mercedes sobre este tema. No es este el momento para referirles todo lo que terminé aprendiendo a golpes sobre un tema que hubiera preferido ignorar. Baste decirles que en la América española de mediados del siglo XIX las logias y demás sociedades secretas eran un mal necesario, si es que hay algún mal que pueda serlo. Una sociedad fraccionada y dividida como aquella, con más de diez clases sociales cerradas, donde un criollo no podía aspirar a casi nada. ¿Quién podría culpar a esos jóvenes criollos por querer un poco de ayuda para remediar una situación que era a todas vistas injusta? Por supuesto, pegado al anterior, estaba el tema de la intromisión inglesa, ya que casi todas las logias tenían su origen en las Islas Británicas. Pero, también estaban las asociaciones de los liberales acérrimos de la Península, con sus complots y todo lo demás.
Pasando a cosas más pedestres. Le cuento que el menú era el tradicional de esas tierras. Para empezar empanadas de carne y cebolla picadas a cuchillo cocidas en el horno de barro. Para seguir, y como platos principales: carne a la masa y chanfaina de choique a elección de cada comensal. De postre, una porción de queso con dulce de damasco cocinado al sol. Todo regado con un vino patero de baja graduación alcohólica pero de sabor agradable. La recepción de los invitados por parte de los dueños de casa se inició en la sala donde se los saludaba, mientras la servidumbre tomaba sus sombreros y abrigos; ya que a la noche refresca en Uspallata. Luego, se les ofrecía una copa de jerez, complementada por una variedad de aceitunas negras y verdes en distintas formas de preparación. De esta forma, de pie, los invitados disertaban y entraban en confianza entre ellos. Se sabía que la tenida podía ser difícil. Así que don Enrique y doña Tomaza, como dueños de casa que eran, habían extremado las medidas para crear un clima agradable. Los primeros en llegar fueron Fray Rodolfo Mendoza con algunos de sus “acólitos”, el boticario Ciro Selser y el empresario de carretas Alderete. También, puntuales llegaron el Capitán Matilla y el Capitán Naylor. A continuación, bajaron del piso superior don Bernardo O’Higgins acompañado por su señora madre y su hermana. Justo a tiempo para recibir los saludos de don José de San Martín, quien acababa de entrar y se estaba sacando su poncho de vicuña peruana. El que se hizo esperar fue José Miguel Carrera, que pese a hospedarse en la casa de don Enrique, se las había arreglado para ir al pueblo con una excusa para hacer una entrada tardía. Efectivamente, así fue. Ingresó al salón, José Miguel seguido por sus hermanos, el mayor Juan José, y el menor Luís. El inmediato silencio que siguió a su entrada y la atención de todas la miradas parecieron justificar el ardid.
El vestuario de los tres invitados principales acentuaba las similitudes y las diferencias del trío. San Martín vestía el uniforme más humilde de todos y que él mismo había diseñado.  El de coronel de granaderos a  caballo. Compuesto por chaqueta azul oscuro con bordados, hombreras y botones dorados. Pantalones y botas de montar con una línea dorada al costado de los primeros. Cinturón de cuero blanco con una hebilla de plata con una granada gravada en ella. Su condición de comandante del cuerpo le permitía vestir una faja celeste rematada con borlas de hilos de oro. Pero, que en esta ocasión no la lucía. Por su parte, O’Higgins lucía chaqueta azul con cuello rojo con hombreras doradas, sujetado por una faja con los colores de la bandera chilena que el mismo había creado y reemplazado a la diseñada previamente por Carrera. Breeches blancos con adornos dorados y un par de botas cortas color negro completaban su atuendo. El más llamativo de los tres, congruente con la personalidad de quien lo portaba, era el de Carrera. Estaba enfundado con el uniforme de los húsares de estilo húngaro, a los que había pertenecido en España.  Cazadora verde, con grandes lazos bordados en oro entrecruzados sobre la pechera y un alto cuello rojo. Completaba su vestuario una gruesa banda de bordes rojos con incrustaciones en plata repujada.
El resto de los invitados vestía atuendos acordes con sus profesiones y rango.  Por ejemplo, don Eduardo Joffré lucía una sencilla chaqueta de montar de pana color negro, un breeches verdes y unas botas estilo “Wellington”. Fray Rodolfo llevaba su tradicional hábito dominico blanco con una casulla negra, con un rosario de cuerdas como cinturón. Dicho sea de paso, un poco más aseado que de costumbre, con sandalias de cuero. La tonsura que era obligatoria para los de su orden religiosa. Como otras tantas regulaciones, no era observada por el fraile dominico.  A las que consideraba inútiles. Esta se había hecho conocida en el mundo, y especialmente en América, por su apego al mundo de las ideas. Por ejemplo, los grandes pensadores Francisco de Vittoria y Bartolomé de las Casas habían vestido la cruz blanca y negra que los identificaba. También, era bien conocida por aspectos menos benévolos. Como su participación en los tribunales de la Santa Inquisición. Las pocas damas presentes seguían la moda de aquellos días: largos vestidos que se ceñían ajustados en la parte inferior del busto para remarcarlo y luego caer acampanados hacia abajo. Los bordes de los generosos escotes, al igual que las mangas y los dobladillos estaban adornados por tiras de encaje inglés u holandés. También, a veces, largos lazos de muselina caían desde el busto hasta casi los tobillos para realzar los movimientos de la figura femenina. El frió de la noche uspallatina obligaba a las presentes a tener sobre los hombros mantillas blancas o rozadas tejidas al crochet.
Una vez hechas las presentaciones de rigor los invitados se agruparon por afinidad. Los hombres se congregaron en torno de los militares de mayor graduación para hablar del tema del momento: una posible invasión realista a Mendoza. Mientras que las mujeres, en el otro extremo del salón, departieron sobre temas más mundanos como la escasez de puntillas y de buenos jabones de olor en la ciudad de Mendoza. José Miguel rompió el silencio con una dura declaración como era su costumbre:
_Soy de opinión que las autoridades militares de esta provincia pongan la mayor diligencia posible en la preparación de su defensa militar. Sería lamentable para nosotros tener que repetir los amargos momentos que siguieron a nuestras desinteligencias en torno a Rancagua.
_Me han referido que ese tal Mariano Osorio es hombre de empresa. _ Sostuvo don Enrique en alusión al Gobernador de la Capitanía General de Chile, vencedor de la batalla de Rancagua, y demostrando un inequívoco apoyo a las palabras del trasandino.
_No hay tiempo que perder... las revoluciones mueren cuando pierden impulso. Ya sabemos lo que nos ha hecho Fernando, mal llamado por todos nosotros “El Deseado”; cuando se ha visto seguro y tranquilo en su trono, ha borrado de un plumazo a “La Pepa” y dicen que se apresta a mandar una expedición aquí que contaría con el apoyo de otros monarcas reaccionarios. _ Fue la tirada de Fray Rodolfo Mendoza.
_No están los aún los medios listos para tal empresa. _ Sostuvo serio el Coronel San Martín.
_Pues deberían estarlo. _ Fue la dura réplica del más famoso de los Carrera.
_Si así opina vuestra merced, le aconsejo que no desempaque y siga viaje hasta Buenos Aires. _ Tranquilo retrucó el coronel argentino.
_Pero mire usted que descaro. Mal recibidos hemos sido, pero sepa coronel que aunque derrotados represento a lo mejor de mi patria.
_Si han sufrido algún inconveniente usted y los suyos sepa disculparnos... Pero en cuanto a la estrategia de guerra, aquí soy yo el único responsable...
_Palabras, palabras. Interrumpió Carrera. Ya veremos que tiene que decir al respecto su Director Supremo...
Se hizo una pausa de silencio, ya que todos conocían la estrecha amistad que unía a José Luís Carrera con Gervasio de Posadas, actual titular del directorio de las Provincias Unidas; y principalmente con Carlos María de Alvear la mejor espada de la revolución por aquellos momentos, y enemigo acérrimo del Gobernador Intendente de Cuyo.
La respuesta de San Martín buscó ser lo más calmada posible, aunque signos de tensión se filtraron en su discurso: “Mire, Carrera puedo entender su frustración; pero justamente, creo que nuestras derrotas han sido fruto de nuestra precipitación y mala preparación. Sino mire usted hoy: Bolívar exilado en Haití, Morelos ejecutado en Méjico y usted emigrado... Aquí estamos haciendo lo posible para hacer las cosas con seriedad. Hemos tenido que empezarlo casi todo desde abajo. Desde el reclutamiento, pasando por el equipamiento y siguiendo por los planes de operaciones...”
_Coronel, ¿cuáles son esos planes si se puede saber? _ Interrumpió Fray Mendoza, molesto por lo que entendía eran excusas y falta de fervor revolucionario.
_ ¿Pregunta usted por los planes? _ Sonrió con cierta sorna San Martín. Por supuesto que los tengo, pero no pretenderá que se los cuente a usted aquí Padre, usted comprenderá... Lo único que puedo decirle es que por el camino del norte nada se conseguirá y que Lima debe ser el objetivo de nuestras acciones, ni Santiago, ni mucho menos Mendoza...
_ ¿Comprender? Claro que comprendo. _ Sostuvo con sardónica ironía el dominico.
Viendo que la cosa iba de mal en peor, Don Enrique decidió intervenir, invitando a los presentes a sentarse a la mesa que efectivamente estaba lista. El resto de la cena transcurrió por los cánones normales de la cortesía y el protocolo, aunque resultó aburrida en opinión de las damas presentes. Excepto por algunas preguntas de cortesía por parte de Dona Tomaza por la vida y salud de Mercedes Remedios, la reciente esposa del Coronel San Martín, fue poco de lo que se habló en la mesa esa noche.
Mucho más jugoso resultó el descifrado del despacho secreto al que los agentes de San Martín tuvieron acceso:

De: SEGISMUNDO.
Para: BASILIO.
MENSAJE: 13-14

Texto: PLANES DE SAN MARTIN PARA AVANZAR HACIA PERU. SERIAMENTE RETRASADOS. EN CAMBIO, APRECIO QUE SU CAPACIDAD DEFENSIVA PARA ENFRENTAR ATAQUE DESDE CHILE SUSTANCIALMENTE MEJORADA.  GRANDES PREPARATIVOS EN CAMPAMENTO MILITAR AL NOROESTE DE MENDOZA. DESCONOZCO FECHA EN QUE DICHAS FUERZAS SE ENCONTRARAN EN CONDICIONES DE EMPRENDER LA OFENSIVA.
SOLICITO AUTORIZACION PARA HACER CONTACTOS CON CACIQUES MAPUCHES LOCALES A LOS EFECTOS DE OBTENER INFORMACION AL RESPECTO.

DIOS SALVE AL REY.

Sepan vuestras mercedes disculpar la presente discreción, pero sucede que el pequeño incidente que les pienso relatar fue mi primera “acción” de guerra, si así puede ser llamada. Estaba en el patio de servicio que daba a las caballerizas colaborando con la cocción de la carne a la masa, aunque como ustedes pueden haber deducido, mi secreta intención era la de tener una nueva visión de María. En eso estaba, aunque sin mucho éxito, cuando algo atrajo mi atención. Un hombre salió al patio, llamó a uno de los mozos que estaban en los palenques, y con gran sigilo y silencio le entregó un papel y le dio instrucciones al oído. Relatado esto a mi tío, Juan Estay, recibí la orden de alistar mi caballo y junto con los dos hermanos Joffré, salir detrás de aquel mozo, con la firme esperanza de que se detuviera en Uspallata antes de rumbear para algún lado más lejano. Efectivamente, así fue, y el mozo decidió que, más allá de la premura impuesta por su amo, era necesario poner algo entre su pecho y su espalda antes de salir para su destino final. Fue relativamente fácil que los hermanos Joffré lo convencieran de tomar unas copas de grapa. A mí me tocó la parte difícil. La de revisar sus maletas y dar efectivamente con la hoja de papel que Juan Estay me había señalado debía buscar. Tuve que esperar que se descuidara, después de 4ta o 5ta copita de grapa, agacharme, gatear bajo la mesa, abrir las maletas, encontrar el papel, salir del salón, y copiarlo en la trastienda; para luego volver a colocarlo en su sitio. Claro, era uno de los pocos que sabía mis letras, no aquella jerigonza que no entendía pero que me limite a copiar en otro papel.

CAPITULO III


CUYO: CUNA DE LA LIBERTAD





Espero que vuestras mercedes no hayan caído en la simpleza de creer que los mayores problemas que afrontaba por entonces mi coronel San Martín eran de índole militar. Tales como, dónde concentrarse para dar su batalla decisiva o cómo articular un sistema de apoyo logístico, o de qué manera transportar la artillería y otras menudencias castrenses. Ya hemos dicho que atravesar aquellos montes, como él los llamaba, era una de esas preocupaciones que lo dejan a uno varias noches en duermevela. Sin embargo, no eran estas cuestiones las que más lo preocupaban. Importantes como eran, San Martín confiaba en su pericia profesional para superar la amplia gama de sus problemas tácticos y estratégicos. También, en el adiestramiento de su futuro ejército; y en el conocimiento del terreno para sortear a la Cordillera de los Andes. Había otra dificultad mayor, pero esta era de una naturaleza muy distinta.


Como se decía aquí por aquellos tiempos: “No hay peor cuña que la del mismo palo”. Y este era el caso del origen del tercer problema. Las luchas intestinas y las rencillas en el seno mismo del denominado partido americano. La política como más modernamente se la denomina. Este era el principal problema a resolver por San Martín. Militarote y todo, él no era un palurdo en lo respecta a este tema. Ni le faltaba astucia. Pero una cosa era decir esto y otra muy distintas era tener que lidiar con hombres como los hermanos Carrera o Carlos María de Alvear, sólo para mencionar a los más prominentes y conocidos. Pues, así se llamaban los principales enemigos de mi jefe. Principales como eran, no estaban solos en la tarea de verlo hociquear. Sin entrar en detalle, se podría mencionar a toda una ristra de personajes menores: agentes secretos de varias majestades europeas, y a una multitud de pequeños personajes listos para anotarse con la facción ganadora.


Probablemente, se seguirán preguntando ustedes como un simple baqueano como yo viene a conocer estas cosas, más propias de otras esferas y de otras gentes. En principio, les repito que no todo lo entendí hasta bien entrados los años. Cuando con el paso del tiempo, fue escuchando otros relatos, sumando puntos de vista que no eran los míos. Por suerte, Tata Dios no me hizo zonzo. Puede agregarles a ellos, mi propia reflexión. Y anudar, así toda una gama de cabos sueltos que estaban en mis recuerdos. Por supuesto, también, me vi ayudado por la formación librepensadora en la que Fray Mendoza me iniciara. Y por el no despreciable hecho, de haber estado muchas veces cerca de los verdaderos protagonistas. Fueran estos generales o sus secretarios y ayudantes. Aunque más no fuera para tenerle su mula del diestro o para cebarle un amargo. involuntario de varios hechos que me ayudaron a comprender tan compleja situación.


Para empezar les debo contar que el asunto de los Carrera empezó mal y terminó aún mucho peor. Tan mal como nadie podría haberlo imaginado. Desde la llegada misma de esta emblemática familia trasandina a estas tierras comenzaron sus problemas y los nuestros. Grandes de Chile como eran o habían sido, los Carrera, se consideraban a sí mismos llamados a los más altos destinos americanos. Cuna, educación y fortuna los posicionaban magníficamente para este rol. Sin embargo acabarían mal. Juan José y Luís serían los primeros es ser fusilados, luego, los seguiría Juan Miguel solo unos años después. ¿Qué les pasó? ¿Fue sólo el hecho fortuito de enfrentarse con quien sería por un tiempo el hombre fuerte de esta parte de América? ¿No comprendieron la naturaleza del cambio que se había operado en la sociedad y a la que ellos mismos pretendían conducir? Probablemente, como en toda historia humana, hubo un poco de todo. Pero empecemos por el principio.


Ya en Uspallata, yo había sido testigo involuntario del berrinche de José Miguel cuando nuestro Coronel San Martín se negó a rendir pleitesía a las autoridades chilenas depuestas después de Rancagua; y mandó a su ayudante a saludarlos, evitando hacerlo en persona. Después, vendría el desgastante episodio de la aduana en Villavicencio. Con los Carrera negándose someterse a las leyes fronterizas cuyanas. ¿Acaso, las poblaciones de Mendoza, San Juan y San Luís no habían sido dependencias de la Capitanía General de Chile? Pero todo ello, vuestras mercedes, lo podrán encontrar hoy en un buen libro de historia. Lo que yo puedo contarles, probablemente no merezca estar incluido en textos tan eruditos, pero creo que con certeza que les demostrarán que a veces Dios –y en menor medida- los grandes hombres pueden escribir derecho con letras torcidas.


El propio San Martín, por varios episodios ocurridos, se las veía venir. Sabía que los Carrera no estaban solos y que era sólo cuestión de tiempo que lo enfrentaran frontalmente. La gran pregunta era cuándo y cuántos de los suyos estaban, en realidad, con los caudillos trasandinos. El episodio, del correo interceptado por mí. Al igual que otros pequeños sucesos. Que eran como pequeñas piezas de un rompecabezas mucho más grande. Uno muy colorido por cierto; ya que eran tiempos de revolución y de conspiración. Ya se los dije y se los repito: pocos tenían lealtades únicas. Y como si esto no fuera suficiente; hasta las grandes potencias como la Gran Bretaña de Jorge III, la Francia post napoleónica y nuestra Madre Patria, España, tenían agentes locales en las poblaciones importantes de las Provincias Unidas. Además, no podemos olvidarnos, de los espías itinerantes o que servían a la cercana corte portuguesa refugiada en Brasil y hasta a los de la naciente federación de los Estados Unidos de América. Tal sería el caso del representante de esta última, quien más directamente me afectaría en lo personal. Por ser el padre, de quien sería mi primer amor, el amor de mi vida: María Poinsett.


                                                                                ***


Aunque a mis comprovincianos, los mendocinos, les cueste reconocerlo. La civilización llegó a esta región desde Santiago de Chile. Por siglos, fueron las autoridades residentes en esa ciudad trasandina los que mandaron por aquí. Designando tenientes gobernadores y demás cargos públicos. Además, de reclutar y deportar la mano de obra nativa. Mayormente, de origen huarpe para sus explotaciones mineras de cobre. La mejor prueba de esta supremacía era la forma en la que hablábamos. La denominada tonada mendocina. De hecho muy parecida a la chilena. Fuente de bromas por parte de los porteños. Donde, la “y” se suavizaba en un “io” y la doble “r” se tornaba impronunciable. Pero, eventualmente, con el transcurso del tiempo se pudo establecer un sistema de posta que unía la vecina San Luis con el puerto de Buenos Aires. Pese a la extrema longitud de la nueva ruta. Pronto quedaron claras sus ventajas respecto del siempre azaroso cruce de la imponente cordillera de los Andes. Que para colmo de males solo abría sus pasos durante los meses de verano. Por este y otros motivos, cuando se creó el Virreinato del Río de la Plata en 1776, se le agregó el Corregimiento de Cuyo. Que se convertiría, luego, por decreto de la Asamblea de 1813, en la Intendencia de Cuyo con capital en Mendoza. A su vez, de ella dependían las ciudades de San Juan y San Luis. Cuyos gobernadores intendentes eran designados por el Triunvirato, quedando sujetos a la aprobación del Cabildo de Mendoza. Esta ciudad, al igual que otras del virreinato, ante la invasión napoleónica a España, optó por sumarse a la causa de la independencia. Por aquellos días, Vicente Dupuy era quien gobernaba en San Luis. Mientras que José Ignacio de la Rosa, era quien lo hacía en San Juan. Ambos colaboraron de cuerpo y alma con el proyecto de nuestro comandante general. San Martín necesitaba una base de operaciones para realizarlo. Un lugar para preparar su fuerza. Un lugar que contara, entre otras cosas, con los recursos humanos y materiales que le permitieran crear ese ejército, prácticamente de la nada. Dado el dibujo de su maniobra. La que incluía un franqueo de los Andes. Los lugares se restringían a las provincias cordilleranas. Entre ellas, Mendoza, presentaba varias ventajas. La primera, era que enfrentaba los pasos más directos que conducían a la capital en poder del enemigo. Las otras razones, son difíciles de enumerar. Y son el orgullo de los mendocinos. Aunque más allá de la preeminencia administrativa de éstos. En honor a la verdad, hay que decir que, tanto San Luis como San Juan, contribuyeron grandemente a los preparativos de nuestro ejército. Ya sea reuniendo fondos, embargando bienes a los pocos españoles que aún vivían en estos territorios. Además, de proveer toda una variada gama de insumos. Todo esto sin contar el inmenso aporte humano, materializado en gente de toda laya. Aunque más no fueran los esclavos libertos con los que se conformó su infantería. O los jinetes de los llanos puntanos con los que se organizó la caballería. También, resultaron invaluables las industrias disponibles en estos lugares. Desde el tejido y el teñido de telas que se hacía en San Luis, los insumos mineros que venían de San Juan. La construcción de carretas en Mendoza. Y el conocimiento experto, que teníamos los baqueanos mendocinos, de ese terrible obstáculo que era la cordillera de los Andes.



                                                                                      ***


San Martín se preparaba para partir de Uspallata hacia Mendoza con su reducida comitiva; ya que sus deberes así los reclamaban. Los emigrados lo harían después en función de sus necesidades y capacidades. En el valle permanecerían unos días Bernardo O’Higgins que tenía la misión, junto con Gregorio de Las Heras, de recuperar lo que se había salvado de Rancagua. Para organizar con estos restos una fuerza militar coherente. De estos esfuerzos nacería el famoso y glorioso Batallón de Infantería Nro. 11. Que llegarían a ser conocidos como los “leones de Las Heras”.


No, ¿Por qué yo?_ Me sorprendí diciendo casi en un tono exaltado, incompatible con mi condición. La mirada de don Juan Estay me hizo comprender en forma inmediata mi incorrección. De todos modos, pensé, mientras bajaba la vista que sería una excelente oportunidad para ver más de cerca de los recién llegados, especialmente a María. La orden había sido clara, yo junto con Eduardo, el menor de los Joffré, otros peones y arrieros debíamos acompañar a la comitiva integrada por los Carrera y Joel Poinsett hasta Mendoza, a la sazón sede administrativa de la Capitanía General de Cuyo. Mientras tanto, sería Estay, en su carácter de baqueano principal del Ejército de los Andes, quien emprendería una serie de reconocimientos sobre los macizos cordilleranos. Era obvio que nos asignaban la misión más sencilla, por otro lado, la más acorde a mi juventud y falta de experiencia. Así que preparé mis cosas. Puse en mis maletas un par de herraduras forjadas, dos raciones de charque, y una muda de ropa. También, un morral con una bolsa forrajera con dos días de grano para mi montado. Sobre el borrén delantero até mi poncho tejido. Y sobre el trasero, una manta extra. Por si las moscas, nunca se sabe en estas tierras. Cuanto frío o calor va a hacer. Con todo cargado y atado. Ligué mi lazo del lado derecho de la montura. Y puse a mis “tres marías” a la derecha. Sin correas que colgaran. Los sobrantes los até haciendo colitas de chancho. Bien prolijo. Como me había sido enseñado salí con mi mula del diestro en dirección a la entrada de las casas.


Fue en esas circunstancias que hizo su aparición José Miguel Carrera la galería delantera. Donde don Joffré, junto a sus hijos, se estaba cebando unos amargos. Vestido con su uniforme de viaje, concesión hecha a la comodidad, lucía casi tan imponente como la noche de la famosa cena. Lo acompañaban sus dos ayudantes de campo que esperaron cerca de la puerta de entrada, donde terminaban de armarse y de equiparse su guardia personal. Imperioso y mirando la esfera de su reloj de bolsillo, interrogó a los presentes:


_ ¿A qué hora estaba prevista nuestra partida?


Pregunta retórica ya que todos sabían que se había convenido salir con las primeras luces para evitar los calores del mediodía. Conciliador, don Enrique Joffré argumentó que los huéspedes estadounidenses, que se alojaban en una estancia vecina, aún no habían llegado para unirse a la columna.


_ Haberlo sabido. Disfrutaba un poco más de la cama. _ Retrucó agrio José Miguel.


Con la mirada y con unas breves señas de sus manos, don José le indicó a su hijo menor, Eduardo, y a mí que ya era tiempo de montar y dar aires de partida. Así lo hicimos en nuestros criollos. Para tranquilidad de todos, también en ese momento, el ruido de ruedas rodando sobre las piedras de la entrada, nos anotició a todos que la berlina de los Poinsett, ocupaba su lugar en el convoy formado afuera. El ceño de José Miguel se despejó, al menos momentáneamente, cuando el enviado norteamericano le ofreció sitio en el coche. Ofrecimiento que aceptó de buen grado; ya que la comodidad le otorgaba la posibilidad de escribir y ordenar sus papeles antes de llegar a destino.


El camino a Mendoza, pasaba por la Aduana de Villavicencio, que todo ciudadano ajeno a la Provincias Unidas debía sortear. El mismo discurría por la que se conocía como la Pampa de Canota. Siendo el más directo a la capital cuyana, no era el más practicado por su soledad y escasez de agua. Desde Uspallata se lo cubría en dos a tres jornadas de marcha con paradas programadas en Agua del Toro y Agua de la Chilca. Ya sus nombres era una indicación clara que eran los únicos donde se podía encontrar el líquido elemento. Nuestra comitiva marchó rápido, ya que esas eran las instrucciones de José Miguel Carrera. Por lo que en dos días estuvimos en el Puesto El Jagüel, que era la antesala de Villavicencio y donde los viajeros tomaban su último descanso antes de encarar los trámites aduaneros y el tramo final hasta la capital cuyana.


La marcha había sido normal. Con las figuras principales viajando en la berlina de los Poinsett y el resto de la comitiva montada a caballo o en mula. Además de un carro cuyano tirado por bueyes que no seguía retrasado con las pertenencias de los Carrera, ya que el paso de sus bueyes no estaban en capacidad de seguir la marcha de las mulas trotadoras del carruaje ni el de nuestros criollos. Las sendas paradas que hicimos fueron ocasión para el descanso general, y para satisfacer mi interés en María. Aunque debo reconocer que las cosas no iban bien por ese lado. Debieron mediar circunstancias extraordinarias para que esa jovencita se fijara en un pobre arriero como yo. O al menos fue lo que ella, en su infinita astucia y sabiduría femenina, quiso que yo creyera.


Los mencionados acontecimientos llegaron como habitualmente lo hacen, sin avisar. Nos disponíamos ese día al franqueo de la aduana. Actividad, que además, aunque yo no lo sabía, había sido expresamente ordenada que se cumplimentara -a raja tabla- por el Gobernador Intendente de la Provincia, el Coronel San Martín. Que como supongo, hoy, sus razones tendrían para hacerlo de ese modo. Así debió ser porque el funcionario de la intendencia cuyana nos esperaba listo y en su puesto desde temprano. Se ve que había recibido las instrucciones del caso.


Poco grata fue la cara que puso don José Miguel Carrera cuando el funcionario en cuestión lo anotició de que debía cumplir con los trámites migratorios y aduaneros normales como cualquier hijo de vecino. De nada valieron, primero sus pedidos, luego sus destempladas amenazas. No hubo caso. Había una ley y había que cumplirla. Resignado, y solo ante el pedido de los suyos, el caudillo trasandino, finalmente, decidió acatar los dictados de la autoridad mendocina. Quien tampoco parecía contento con los trámites era Joel Poinsett. Especialmente cuando se le notificó que su equipaje debía ser revisado. De nada valió que pretendiera esgrimir su estado diplomático dependiente directamente de un gobierno extranjero. Ya que, como le retrucó el funcionario provincial, no tenía instrucciones al respecto. De nada sirvieron las cartas credenciales con los sellos que el norteamericano esgrimió ante esas autoridades. Visiblemente nervioso le ordenó a su hija que procediera a supervisar la descarga del equipaje.


Fue, entonces, cuando María mientras se dirigía a la parte posterior de la berlina me tomó del brazo y me condujo junto a ella en esa dirección. Más allá de ese exceso de familiaridad, el que obviamente me sobresaltó. Comprendí de inmediato que ella requería algo más de mí. Esto se hizo patente, cuando vi sus ojos azules clavarse en los míos. Pero esta vez a la imperiosidad de su mirada se sumaba un rubor de las mejillas y una respiración agitada que colocaban su actitud más cerca del ruego que de una demanda. Aun sin comprender aquel cuadro, María vio la necesidad de ser más explícita. De una de sus maletas de viaje extrajo un cartapacio de cuero y me lo entregó. Caído del catre como yo era, seguía sin comprender. María rendida ante mi estupidez, me dijo por lo bajo y al oído: “Nada de esto puede caer en las manos de nadie. Me lo entregarás en Mendoza donde yo te diga”. Ni una palabra más, sus deseos eran órdenes para mí. Tome el cartapacio y lo puse bajo mi sobrepuesto, mientras simulaba arreglar el cuartillo de mi montura.


El resto fue mera rutina burocrática. Las gentes del país pasamos por la aduana casi sin trámite alguno. Al rayar el mediodía mendocino entrábamos a la plaza mayor por su lado sur. Allí nos detuvimos y la comitiva comenzó a dispersarse; ya que cada grupo tomaría rumbos distintos. Los Carrera, eran esperados por familiares, que los llevarían –seguramente- a sus señoriales residencias. Por su parte, los Poinsett, tenían una carta de recomendación para la que pasaba por ser la mejor posada de la ciudad. Nosotros, Eduardo Joffré y los otros arrieros no teníamos más alternativa que alojarnos en los cuarteles de El Plumerillo. Por supuesto, todos estuvimos de acuerdo de hacerle una visita a la Turca. Antes de la despedida final busqué sin éxito los ojos de María; esperando una señal sobre cómo proceder con el paquete que tan misteriosamente me entregara. Nada. Obviamente que todo aquello lo tenía ella mucho mejor calculado que yo.

                                                                         ***



Pasamos la noche, como les dije, en los espartanos cuarteles de El Plumerillo. Sobre lo que paso en las dependencias de la Turca se lo ahorro a vuestras mercedes; ya que se lo podrán imaginar; a la par que no hace a cuento de lo que les tengo que contar. Sí para satisfacer vuestra curiosidad malsana les adelanto que la Turca. Era una bella cuarentona que administraba una fonda con “dependencias”, cerca de la feria municipal. En ellas, las denominadas pupilas de la Turca ejercían el más viejo de los comercios. Mientras que ella, pasaba por ser, más o menos, la querida oficial de nuestro protector, don Juan Estay. Temprano, a la mañana siguiente, cuando saboreábamos unos amargos en la guardia se presentó un mozo montado, quien luego de identificarme me entregó un sobre pequeño. En su remitente, con fina caligrafía, se leían las iniciales I.P. Adentro un pequeño papel con lo siguiente:


Mi muy querido señor Cruz,

Servirá presentarse usted solo, a las doce de la noche detrás del campanario de la Iglesia mayor.

Afectuosamente suya,

María Poinsett.

P.d.: Favor de traer los papeles que le entregara en custodia.


“Mi muy querido...”, “Afectuosamente suya”, retumbaron mas de mil veces en mis sienes. Cuan visible habrá sido mi turbación, que mis acompañantes no hicieron más que notarlo, dándole pie a insidiosos interrogatorios. Por suerte, rompiendo mi costumbre –esta vez- fui rápido en la respuesta, o más precisamente en la excusa. Les dije que una de las pupilas de la Turca me citaba para esa noche. Las risas de aprobación me dieron tranquilidad. Tenía la coartada perfecta para ausentarme y cumplir con María.


Temprano en la tardecita ensillé mi montado con mis mejores galas y salí para la aldea. Difícil me resultó convencer a Eduardo Joffré de que era imperativo que esta vez fuera solo. Cosa de hombres, le dije. No era cuestión que la moza dudara de mi hombría al verme acompañado. Al final me dejó partir con resignación. La corta distancia que separaban al Plumerillo de la ciudad se me hizo eterna. Finalmente, entrada la noche, llegué a las puertas del convento de San Francisco, frente a la plaza mayor. Allí esperaría el paso del sereno para dirigirme al muro oeste donde se encontraba la torre de referencia para el encuentro.


_Las doce han dado y sereno. _ Se escuchó el grito. Una patrulla de cívicos blancos lo escoltaba de cerca. Los dejé pasar, espere un minuto, y a paso firme me lancé hacia los fondos del convento. Allí estaba ella esperándome. O al menos su carruaje. Me acerque hasta que vi su cara recortarse en la ventanilla de la berlina. Me detuve, no por esta angelical visión. Sino por el inconfundible ruido de una pistola martillarse. Obviamente, no estábamos solos. Dos sombras se recortaban contra los muros del convento. Una seña de la niña-mujer me hizo saber que estaban a su servicio.


_ No creí que te animaras. _ Dijo desafiante. Le retruqué que tamaña belleza así lo merecía. Aceptó el cumplido con una media sonrisa, pero de inmediato su voz retomó el tono serio del asunto que nos reunía.


_Lo has traído.


_Por supuesto, faltaba más.


_ No les habrás contado algo a los tontos de tus amigos. Ni habrás osado abrir la carpeta. Sendos movimientos de mi cabeza confirmaron que había seguido sus instrucciones al pie de la letra.


Tanta desconfianza hacia mi persona. Me dio bronca. A la que transformé en valor. De un salto me aferré del borde de la ventanilla de la berlina. A la vez que ponía mis pies en el escalón de su puerta lateral. Con este rápido movimiento, estreché dramáticamente la distancia con mi interlocutora. Quien no se inmutó. Acto seguido extraje la carpeta de entre mis ropas y se lo pasé con mi mano extendida. Ella la recibió. Verificó que los sellos de lacre estuvieran intactos sobre las cintas de seda. Luego, la dejo sobre el asiento del carruaje.


_ ¿Está todo bien? La interrogué seguro de la respuesta.


_ Si. _Dijo ella. Agregando que todo aquello merecía un premio. Acto seguido y sin medir advertencia, acercó su rostro al mío, rozando con sus labios mi mejilla derecha.


Hecho esto, con unas señales comunicó a sus secuaces que estaba todo terminado y con dos golpes al cochero que debía ponerse en movimiento.


Atontado, apenas puede apartarme para que las ruedas del carruaje no pasaran por sobre mis alpargatas.


                                                                             ***



Dicen que el tiempo la aclara todo. En mi caso fue casi todo. Hoy contemplo con benignidad mi ingenuidad en juzgar las cosas serias de la vida. Las tramas de los espías y las traiciones me fueron quedando claras con el transcurso de los años. No fue este el caso de mi amor-pasión por María. No en vano nos advierten los poetas que terminamos siendo en nuestras vidas adultas lo que hace con nosotros nuestro primer amor. Como ya les anticipara, con el tiempo, me enteré que su padre, Joel Roberts Poinsett, era un agente enviado por James Madison, el presidente de los EEUU. Su misión era la de averiguar e influir en los movimientos revolucionarios sudamericanos. Se presentaba así mismo como un hombre de ciencias, pues era médico y botánico. Una pantalla perfecta que le permitía encubrir perfectamente su verdadera pasión: el espionaje. En estas tareas era secundado y asistido por su joven hija, María. Las directivas de su gobierno lo enfrentaban; directamente con los intereses españoles y británicos en esta parte del mundo. Por otro lado, la naciente nación norteamericana comenzaba a mostrar sus deseos de un destino imperial. Aunque su primer presidente y padre fundador George Washington había avocado por un aislamiento de su país respecto de la compleja problemática europea. Su quinto administrador electo entendió que los asuntos de esa gran nación debían marchar por otros rumbos más peraltados. Eventualmente, estas ideas cobraron forma en lo que se conoció como la Doctrina Monroe. Los EE.UU. Por intermedio de ella, considerarían toda intervención europea, no solo en sus asuntos, sino en los de los demás estados americanos como una intromisión inaceptable. Coincidente con ello, nuestro agente tenía instrucciones públicas que eran coherentes con estas ideas y otras secretas que lo orientaban a buscar aliados locales para su implementación práctica.